Lois Pérez Leira / Juan Bosch •  Opinión •  15/06/2018

Ernesto Guevara y Juan Bosch en Costa Rica

Ernesto Guevara y Juan Bosch en Costa Rica

En este 90 aniversario del nacimiento de Ernesto «Che» Guevara, un aspecto poco conocido de su historia.

Ernesto Guevara y “Gualo” García traspasan el 1 de diciembre de 1953 la ciudad internacional  de Paso Canoas, en el límite entre  Panamá y  Costa Rica.

Todo el capital que poseían  eran cinco dólares. Ernesto tenía el talón derecho  del pie  lastimado que le dificultaba caminar. A pesar de ello en el camino jugó un partido de futbol, con unos campesinos de la zona. Traspasaron lugares de  lodazales,  hasta que llegaron a la terminal del ferrocarril. Allí hablaron con el inspector ferroviario y lo convencieron de poder viajar gratis. Este último simpatizaba con la Argentina, país al que había querido ir a vivir cuando era joven. Después del recorrido en tren llegaron al Puerto de Golfitos, donde le solicitaron a la Capitanía de Marina, los pasajes gratuitos, que les fueron otorgados. Intentaron conseguir también alojamiento durante esa noche, pero las autoridades se negaron a darles. Aunque dos empleados del lugar, al conocer la situación, le ofrecieron dormir en el piso de su casa.

En Golfito encontraron a Alfredo Fallas, un residente de la zona, con quien traban amistad y les ayuda con la comida y el hospedaje.  Al otro día -que era  domingo-  partía el barco de la Compañía Bananera, denominado popularmente como Pachuca. Nombre que le daban por que trasportaba a pachucos y vagos. El propio Guevara en su libro de viajes nos cuenta esta etapa del recorrido: “Golfito es un verdadero golfo, bastante profundo, ya que entran perfectamente buques de 26 pies con un pequeño muelle y las casas necesarias para que se alberguen como puedan los 10.000 empleados de la Compañía. El calor es grande, pero el lugar muy bonito. Cerros de 100 metros se levantan casi en la costa, con laderas cubiertas de vegetación tropical que solo cede cuando el hombre está constantemente sobre ella (…) La Pachuca salió de Golfito a la 1 de la tarde y nosotros con ella. Íbamos bien cargados con comida para los dos días de viaje. En la tarde se puso el mar un poco bronco: la “Rio Grande”, que es su verdadero nombre, empezó a volar. Casi todos los pasajeros incluyendo a Gualo empezaron a vomitar. Yo me quede afuera con una negrita que me había levantado, Socorro, más puta que las gallinas, con 16 años a cuestas. (…) Entre quiebros y remilgos de la negrita paso todo el día, llegando a Puntarenas a las 6 de la tarde.”

Al llegar al puerto  fueron a visitar a Juan Calderón Gómez, al que le entregaron una carta de presentación que les había dado Alfredo Fallas.  Este los ayudo con 21 Colones, que les permitió trasladarse hasta San José, la capital del país, que queda a 100 kilómetros de Puntarenas. Al llegar a la capital, visitan la Embajada Argentina, donde consiguen yerba mate. Tenían anotados a varios contactos para solicitar ayuda,   en caso de necesidad. Ernesto tenía el propósito de conocer a distintas figuras políticas latinoamericanas que estaban exiliadas en este país. También estaba en sus planes conseguir una entrevista con el ex presidente de Costa Rica, Otilio Ulate Blanco. Dice Ernesto en sus apuntes de viajero: “Los amigos anotados no parecen servir para un carajo, uno es director y espiquer de radio, un boludo. Mañana trataremos de entrevistarnos con Ulate. Un día pasado a medio pedo. Ulate no nos podía atender porque estaba muy ocupado. Rómulo Betancourt se había ido al campo. Pasado mañana saldremos  en el diario de Costa Rica con fotos y todo y una sarta de macanas enormes. No conocimos a nadie de valor pero nos encontramos con un tipo, ex pretendiente  de Luzmilla Oller que nos presento a otra gente. Mañana tal vez conoceré el leprosorio de Costa Rica.” Costa Rica estaba gobernada por José Figueres Ferrer, hijo de catalanes que  hacía muy poco tiempo que había asumido el gobierno. Su talante progresista y transformador genero cambios muy importantes en su país. Fue durante su gobierno que se eliminó el ejército. Con el gobierno de José Figueres Ferrer muchos líderes progresistas de América central se refugiaron en este país. Aquí encontraron un terreno propicio para descansar y elaborar conspiraciones, con las cuales derrocar a los gobiernos dictatoriales, que dirigían los destinos de los países de donde procedían. Además, existía en el centro de la ciudad un café que era un hervidero de exiliados.  Su nombre era el Soda Palace,  pero para el argot de los expatriados era “La Internacional”. El  “Soda Palace”, era el más tradicional centro de tertulia de San José. El café restaurant había sido fundado por el español José María Calvo Reventos.  El mítico lugar vio desfilar en su larga historia a gobernantes y aspirantes a presidentes, exiliados, dictadores derrocados, conspiradores, jubilados y vendedores de lotería y moneda extranjera. Allí se podía se podía comer su renombrada paella, el café y el arroz con pollo el  plato tradicional. Ernesto cuando pedía un vino, le gustaba cortarlo con soda de sifón, siempre fue su costumbre, desde que era un adolecente. Allí, una tarde fortuita, Ernesto contactó e hizo amistad con dos cubanos miembros del Movimiento 26 de Julio y sobrevivientes de los ataques a los cuarteles militares del Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Eran Calixto García Martínez (futuro Comandante de la Revolución) y Severino Rosell González. Ellos le hablaron de Fidel Castro, de sus ideas y de sus planes, Ernesto escuchó asombrado sus relatos y les indicó que se dirigía a Guatemala. A Ernesto y a Gualo les gustaba frecuentar los cafés de la bohemia, donde paraban los intelectuales y los jóvenes que querían cambiar el mundo.

En uno de estos cafés de la bohemia, los dos argentinos  conocieron a un joven artista plástico dominicano de nombre León.  Este novel pintor de ideas revolucionarias era el hijo del escritor y político Juan Boch, que estaba exiliado en este país. Guevara después intimar una estrcha relación, no dudo en solicitarle a Leon, que le presentara a su padre y al venezolano  Rómulo Betancourt

Resulta interesante como un muchacho de 25 años, sin ninguna relevancia política logró ser recibido por estos líderes y departir con ellos sobre política internacional. Guevara posteriormente describió a Bosch como “un literato de ideas claras y de tendencia izquierdista. No hablamos de literatura, simplemente de política”; mientras que de Betancourt expresó “me da la impresión de ser un político con algunas firmes ideas sociales en la cabeza y el resto ondeante y torcible para el lado de las mayores ventajas”. De igual manera intentó conocer al ex presidente costarricense Otilio Ulate Blanco (1949-1953) y al líder comunista Manuel Mora Valverde. Ulate le manifestó que estaba muy ocupado y no podría recibirlo. Por el contrario, Manuel Mora accedió a su solicitud y le dio una amplia y minuciosa explicación sobre la situación política de Costa Rica y los sucesos militares de 1948. De Mora dirá que le impresionó mucho su personalidad y convicciones políticas “es un hombre tranquilo, más que eso pausado, pues tiene una serie de movimientos de tipo tics que indican una gran intranquilidad interior, un dinamismo frenado por el método”.

En la década de 1940, los exiliados dominicanos, junto a otros centroamericanos, se unieron en la organización denominada Legión del Caribe con el objetivo de apoyarse mutuamente contra las dictaduras. Acordaron comenzar la lucha contra Trujillo y Somoza, pero la coyuntura aconsejó posponer los planes iniciales y se implicaron en la guerra civil o revolución de Costa Rica de 1948. Los dominicanos Horacio Ornes y Juan Rodríguez dirigieron la activa participación en el conflicto que terminaría con la toma del poder por José Figueres (presidente de facto de 1948 a 1949), que no hubiera sido posible sin la Legión del Caribe. En su segunda etapa coincidiendo con la llegada de Ernesto Guevara a Costa Rica, se suman otros dirigentes latinoamericanos como Romulo Bentancourt o Juan Bosch.

Ernesto y Gualo García también se apersonaron al Diario de Costa Rica, para que el rotativo les publicara un relato de su viaje y peripecias. El reportaje salió en el periódico del día viernes 11 de diciembre de 1953 y entre otras cosas apuntaba, que Gualo era un estudiante de derecho y Ernesto un médico interesado en contactarse con especialistas en la enfermedad de la lepra. Expresaban que su viaje tenía por finalidad ampliar el ámbito de su cultura general y estudiar la problemática que afectaba a los países indoamericanos. Hacían una valoración del proceso de transformación política, que estaba viviendo en esos momentos Bolivia y finalmente indicaban que salieron de la Argentina en enero (en realidad fue en julio) y que en un año de viaje habían ya gastado la suma de mil dólares.

Un día antes de la aparición del reportaje periodístico le había enviado una carta a su tía Beatriz en Buenos Aires. En ella le contó los últimos incidentes del viaje y le expresó que “en Guatemala me perfeccionaré y lograré lo que me falta para ser un revolucionario auténtico”. Con ello quiso dejar claro que el joven Ernesto ha dejado de ser un rebelde sin causa y que tiene muy claro el norte de su vida. Además, reconoció implícitamente que ha optado por una visión política y transformadora de la realidad social. Ernesto  nos cuenta los últimos momentos en Costa Rica: “Nos dependimos de todo el mundo y especialmente de León Bosch, un pendejo macanudo y nos largamos en ómnibus hasta Alajuela y de allí a dedo. Tras de diversas peripecias llegamos esa noche a Liberia. La Capital de la provincia de Guanacaste. Que es un pueblito infame y ventosos como los de nuestra provincia de Santiago del estero”

El trayecto de Liberia a Peñas Blancas lo realizaron con múltiples dificultades, una parte en jeep, otra caminando, luego  a dedo (autoestop) hasta La Cruz y finalmente después de bordear varios ríos lograron llegar a la frontera el lunes 21 de diciembre de 1953.

Años después el histórico  ex presidente dominicano Juan Bosch recordara en sus memorias: “Che Guevara visitó algunas veces mi casa de Costa Rica (…) cuando nadie sospechaba que el joven médico trotamundos iba a tener celebridad internacional. Mi hijo León, que empezaba entonces a pintar retratos y que vivía conmigo en el pequeño y dulce país centroamericano, había hecho amistad con algunos exiliados argentinos antiperonistas y a través de esa amistad llegaban a verme, a tomar taza de café y a cambiar opiniones sobre los problemas de una América que en esos años era un muestrario de dictadores. Fue uno de esos exiliados quien llegó un día acompañado de un joven silencioso, serio, que de vez en cuando sacaba del bolsillo de la camisa un inhalador y se lo aplicaba en la nariz mientras apretaba la diminuta vejiga del instrumento. Ese joven era el doctor Ernesto Guevara.”


Por Juan Bosch

Che Guevara visitó algunas veces mi casa de Costa Rica. Esto sucedía en los primeros meses de 1954, cuando nadie sospechaba que el joven médico trotamundos iba a tener celebridad internacional. Mi hijo León, que empezaba entonces a pintar retratos y que vivía conmigo en el pequeño y dulce país centroamericano, había hecho amistad con algunos exiliados argentinos antiperonistas y a través de esa amistad llegaban a verme, a tomar taza de café y a cambiar opiniones sobre los problemas de una América que en esos años era un muestrario de dictadores. Fue uno de esos exiliados –el doctor Rojo, sino recuerdo mal– quien llegó un día acompañado de un joven silencioso, serio, que de vez en cuando sacaba del bolsillo de la camisa un inhalador y se lo aplicaba en la nariz mientras apretaba la diminuta vejiga del instrumento. Ese joven era el doctor Ernesto Guevara. Ya para entonces sus amigos le llamaban Che, apelativo nacional de los argentinos.

Ernesto Che Guevara era asmático –y de ahí el uso del inhalador–, pero su cuerpo estaba constituido como si no lo fuera. No tenía el pecho hundido ni era bajito ni delgado. No llegaba a ser alto; no era grueso; no era musculoso. Sin embargo, producía sensaciones de firmeza física. Tenía unos rasgos que lo hacían inconfundible: la frente, los arcos superficiales, las cejas, los ojos, la nariz y la boca. Esos rasgos hacían evocar inmediatamente a Beethoven, y recuerdo haberle dicho a mi hijo León estas palabras: “Ese muchacho tiene rostro beethoviano”. Su mirada era a la vez fija e intensa, pero con más fijeza que intensidad, y muy clara, casi iluminada. Oía cuidadosamente y solo de tarde en tarde hacía alguna pregunta, pero siempre era una pregunta que iba directamente al fondo del problema que estaba siendo tratado.

Según me dijo él mismo, Guevara había llevado a Costa Rica desde Panamá; era médico especializado en alergias y recorría América con la ilusión de conocerla toda. De Costa Rica pensaba ir a Guatemala y me pidió algunos datos sobre el país. En la Argentina se había opuesto a Perón y no quería volver a su tierra mientras gobernara el general.  En el año 1958, cuando ya el nombre de Ernesto Guevara era conocido en todo el mundo y yo me hallaba en Venezuela, Rómulo Betancourt me preguntó, por lo menos en tres ocasiones distintas, quién era el Che. Algunos de los venezolanos que habían estado en el exilio con Betancourt en Costa Rica le habían dicho que Guevara había estado también por esos días en Costa Rica, pero Betancourt no lo recordaba. Betancourt iba a visitarme a menudo – como yo a él– y en algunas de esas visitas él y el Che coincidieron; es más, en varias oportunidades Guevara se dirigió a él, siempre con un respeto visible y siempre con esas preguntas a la vez simples y agudas, muy directas, que eran tan características del joven médico argentino. Yo le explicaba a Betancourt quién era y cómo era ese renombrado Che Guevara; se lo describía físicamente, le recordaba que en cierta ocasión Guevara le había preguntado esto y lo otro.

“Era aquel joven que iba con un inhalador y que fumaba tabacos, no cigarrillos ni pipa; uno que se sentaba siempre en el mismo sitio, entre el comedor y la sala”, le decía. Pero no había manera de que Betancourt recordara a Ernesto Guevara.

Yo notaba –y no se necesitaba ser un buen observador para darse cuenta de ello– el respeto que Guevara tenía por Betancourt y por mí, la atención con que oía cualquiera cosa que decíamos; y notaba también que el joven argentino trataba de buscar algo, tal vez una orientación. Debía haber alguna cosa que era para él más importante, y entendía que lo que deseaba era dedicarse a actividades científicas. Muy parcamente, me lo dejó entrever cuando le pregunté a qué pensaba dedicarse cuando terminara de recorrer las tierras apasionantes de América. La impresión que tenía yo entonces era que el Che Guevara a sus veinticinco o veintiséis años –pues no parecía tener más– buscaba su destino y no sabía dónde estaba ese destino.

Francamente, no esperé verlo actuando en política, y menos aún en Cuba, y mucho menos todavía en acciones guerrilleras. Me pareció que estaba temperamentalmente dotado para la investigación científica; era controlado, aunque sin duda nada frío, y llegaba rápidamente al fondo de los problemas que le llamaban la atención. Nunca supuse que podría convertirse alguna vez en un líder comunista. Unos años más tarde, en Caracas, me visitó un joven norteamericano Miradas sobre nuestra América  que quería saber de mi boca si el Che era comunista cuando estaba en Costa Rica. “No”, le dije. “En esos tiempos no sentía la menor inclinación al comunismo no creo que tuviera idea de qué era eso”. Y yo no andaba equivocado. Pocos días después Guevara declaró en La Habana que él –dijo propiamente, “nosotros”– había conocido al marxismo en la Sierra Maestra. Y yo soy muy tonto o Guevara era hombre que decía la verdad en todas las circunstancias.

Che Guevara se hizo comunista –por lo menos, marxista– en la montañas cubanas y se abrazó a esa doctrina con una fe tan dura que murió por ella. Pero quien observe cuidadosamente la trayectoria del legendario personaje que ha caído en las selvas bolivianas, tiene que distinguir un matiz peculiar en el comunismo del Che Guevara: era comunista porque era intensamente antiyanqui. Ahora bien, ¿por qué se había convertido en antiyanqui hasta la raíz de su alma, él, que cuando andaba por América buscaba una orientación de otro tipo?

La respuesta a esa pregunta hay que buscarla en Guatemala. En alguna parte –creo que en una revista francesa– leí que le médico guerrillero había sido consejero de Arbenz, pero eso es una simpleza insigne. Al llegar a Guatemala, Guevara no tenía ningún bagaje político o de otra índole que pudiera llevarlo a la categoría de consejero del entonces presidente Jacobo Arbenz. Pero los informes que tengo de personas que estuvieron en Guatemala en esos días indican que los sucesos que tuvieron lugar en aquel país a raíz de la llegada del joven médico argentino –a mediados de 1954– produjeron una impresión profunda y perturbadora a su ánimo.

Yo no podría ahora precisar en qué mes salió Guevara de Costa Rica hacia Guatemala, pero debe haber sido entre marzo y mayo de 1954. Ya para esos meses se esperaba el zarpazo de Washington sobre el gobierno de Arbenz. Día por día se veía crecer la propaganda que presentaba a Arbenz como un agente comunista. Hasta Dorothy Thompson, una columnista norteamericana que pasaba por liberal hasta límites de radicalismo –esposa divorciada o viuda del celebrado autor de Babitt y Calle Mayor– se lanzó, con todo peso, a acusar al gobernante guatemalteco de ser un tenebroso agente ruso. Recuerdo que entre las noticias que corrían por Centro América había una concedida para abusar de la ignorancia de la gente: que Arbenz había recibido de Rusia un cargamento de bombas atómicas del tamaño de pelotas de tenis –todavía hoy no pueden fabricarse de ese tamaño– que iban a ser usadas dentro de los Estados Unidos. El submarino ruso y las granadas chinas “halladas” por los yanquis en Santo Domingo a principios de mayo de 1965, eran mentiras menos escandalosas que las de aquellas mini-bombas “A” del coronel Arbenz.

Guevara llegó a Guatemala y a poco fue derrocado el gobiernos de Arbenz. Guevara, y todo el mundo en las dos Américas, sabían que había sido derrocado “por orden superior”. Esa intervención – que no fue abierta, como la de Santo Domingo– dejó en el alma del médico argentino una huella que era como una herida siempre viva. Desde que Che Guevara salió del anonimato tuve la impresión –y la sigo teniendo– de que su lucha estuvo dedicada más que nada a combatir a los Estados Unidos, y que la raíz de esa actitud está en los hechos de Guatemala.

Hay algo que los norteamericanos no han aprendido en siglo y medio de relaciones con nuestros países, y desde luego no lo aprenderán jamás, porque si este mundo ha visto un pueblo duro para adquirir conocimientos humanos –no científicos–, ese pueblo es el de los Estados Unidos. Allí pululan los técnicos en relaciones públicas, pero no hay entre ellos, dos que se hayan dado cuenta de que la América Latina es, un término de sensibilidad, una unidad viva. Un tirano de Venezuela ofende, con su sola existencia, a los jóvenes de Chile y El Salvador tanto como a las juventudes venezolanas; una intervención norteamericana en Guatemala le duele tanto a un joven médico argentino como puede dolerle al guatemalteco más orgulloso.

Guevara salió hacia Guatemala y a poco yo salí para Bolivia, precisamente para esa tierra de altas pampas y de selvas nutridas donde él iba a caer trece o catorce años después de haber estado visitando mi casa de exiliado en Costa Rica. No volví a verlo más, pero tan pronto oí su nombre a principios de 1957, cuando ya él estaba en la Sierra Maestra, recordé a aquel joven médico argentino. Lo recordaba con toda nitidez. Recordaba no solo su presencia física sino hasta su voz. ¿Por qué? No podría decirlo. Tal vez me impresionado aquel tono de fijeza, y de cierta ansiedad que veía en sus ojos, en su tipo peculiar de mirada; una ansiedad como de quien necesita ser y no halla la manera de realizarse; la de alguien que está seguro de que tiene un destino y no sabe como cumplirlo. La televisión española transmitió unas escenas relativas a la muerte de Guevara. Se veía un villorrio en la selva boliviana, un villorrio que era la estampa de la soledad, la miseria y la ignorancia; se veía un general cubierto de oropeles, cintajos y medallas, y se veía el cadáver del Che Guevara tirado en una mesa. Ahí estaba resumido el drama de América: La miseria, la opresión, no preso, no herido, sino aniquilado a tiros. Yo evoqué unas palabras de Gregorio Luperón que dicen más o menos así: “El que pretende acabar con la revolución matando a los revolucionarios es como el que piensa que puede apagar la luz del sol sacándose los ojos”.


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