La política del TikTok: ¿líderes o animadores de discoteca?
Por mucho tiempo, la política fue el arte de la palabra. El verbo era la herramienta del liderazgo: pensadores con convicciones, discursos largos, densos, cargados de ideas e ideología. Se discutía el modelo de país, se debatía el rol del Estado, se soñaban revoluciones. Hoy, en cambio, parece que basta con un baile pegajoso en redes, una sonrisa blanca y una coreografía bien ensayada para ganarse los votos.
¿En qué momento la política empezó a parecerse a un videoclip de reguetón? La nueva tendencia no distingue colores ni ideologías: Donald Trump baila en sus mítines como si estuviera en una fiesta universitaria. Javier Milei agita su melena al ritmo del rock, mientras grita “¡viva la libertad, carajo!” entre saltos y luces. Nicolás Maduro baila salsa y lo que le hechen. Cristina Fernández de Kirchner baila en el balcón de su prisión domiciliaria.
La candidata ecuatoriana Luisa González —apadrinada por Rafael Correa— se pasó la campaña bailando, literal y figuradamente, en TikTok. Y perdió. Mientras tanto, Daniel Noboa, el neofascista joven y fotogénico presidente que la venció, se muestra en redes como si fuese una estrella pop: camisas abiertas, buena luz, bailes, frases motivacionales. Correa, por su parte, cocina desde el exilio en Tic Toc.
La derecha y la izquierda parecen haber encontrado un terreno común: el espectáculo. Ya no importa qué se dice, sino cómo se ve. Lo importante no es el contenido del discurso, sino su viralidad. No es relevante si se tiene un programa de gobierno coherente, sino si se logra emocionar en 30 segundos. La consigna parece clara: si no puedes convencer, al menos entretén.
¿Es esto solo frivolidad? ¿Una moda pasajera? ¿O estamos asistiendo a la mutación definitiva de la política en la era de las redes? En un mundo donde la atención dura lo que un video de TikTok, los políticos se ven obligados a competir no por ideas, sino por «likes».
El votante ya no es un ciudadano crítico, sino un espectador. La política ya no es un proceso de construcción colectiva, sino un show donde el carisma reemplaza a la propuesta. ¿Qué queda del legado de un Fidel Castro hablando por horas en la Plaza de la Revolución? ¿O de Salvador Allende con su voz temblorosa enfrentando tanques? ¿Qué espacio hay hoy para un Che Guevara que llama a pensar, a cuestionar, a resistir?
Lo que vemos es una partidocracia en decadencia, intentando rejuvenecer con botox mediático. Jóvenes guapos, mujeres hermosas —algunas tratadas como “gatos” decorativos en escenarios de campaña— ocupan la escena como si fueran modelos en una pasarela electoral. Se ofrece imagen, no pensamiento. Se vende cuerpo, no visión.
Pero no todo está perdido. La política tiene ciclos. Y tal vez esta etapa superficial sea solo un reflejo de nuestro momento histórico: rápido, desechable, ansioso. Quizás cuando se agote el espectáculo, volvamos a buscar líderes que nos hablen al alma y no solo a la pupila.
Mientras tanto, la pista de baile sigue abierta. Pero cuidado: un país no se gobierna con coreografías. Y la historia no se escribe con filtros de de Instagram.