La guerra silenciosa y más cruel: hacer daño y matar a inocentes con sanciones económicas
Aunque las cifras son muy dispares y difíciles de concretar, se suele afirmar que en la segunda guerra mundial murieron entre 45 y 80 millones de personas, dos tercios de las cuales fueron civiles. Aún es más difícil cifrar el número de muertes producidas por conflictos bélicos desde su final a nuestros días, aunque cotejando diversas fuentes se podría decir que entre 20 millones y 50.
Son cifras impresionantes, pero su propia magnitud sirve para hacerse una idea por comparación de hasta qué punto es bárbara otra cantidad de muertes de las que se habla mucho menos: las que provocan silenciosamente las sanciones económicas que imponen, sobre todo, Estados Unidos y la Unión Europea. Dos potencias que se han dado a sí mismas la capacidad de matar civiles de otros países sin necesidad de declararles la guerra.
Las sanciones económicas son cualquier tipo de obstáculo o prohibición impuesto a un país para que este no pueda llevar a cabo transacciones internacionales o encuentre dificultades para utilizar los recursos que necesita en su interior.
Tales sanciones pueden ser de diversos tipos:
– Comerciales, como embargos (prohibición total o parcial del comercio con un país), aranceles (impuestos sobre la compra o venta de bienes o servicios) o cuotas (cantidades que no se pueden sobrepasar).
– Financieras, como prohibición de inversiones, congelación o bloqueo de activos, cuentas bancarias, fondos u otros recursos económicos, o limitación del acceso a mercados de capitales, a servicios bancarios, de seguros o asesoramiento.
– Tecnológicas, para prohibir el suministro de cualquier tipo de tecnología, propiedad intelectual, o armamento y equipo militar.
A estas habría que añadir las sanciones individuales que se aplican a personas concretas que, lógicamente, tienen un impacto diferente.
Aunque las sanciones, prohibiciones de comercio o bloqueos son muy antiguos, pues ya se producían en la antigua Grecia, su número y la intensidad con que se han impuesto han aumentado extraordinariamente en las últimas décadas. En 1960, menos del 4 % de los países estaban sujetos a sanciones impuestas por Estados Unidos, la Unión Europea o la Organizaciones de las Naciones Unidas. Hoy en día, esa cifra ha aumentado al 27 %. Y casi en esa exacta proporción se ha incrementado el PIB mundial afectado, del 4 % al 29 %.
Los efectos que producen las sanciones están perfectamente documentados en numerosas investigaciones (un exhaustivo resumen de ellas aquí). En general, se puede concluir que la gran mayoría disminuyen el ingreso per cápita, aumentan la pobreza, la desigualdad, la mortalidad y deterioran el ejercicio de los derechos humanos. Y, sobre todo, que quien las sufre principal y directamente es la población civil.
No es raro que sea así, pues lo que se busca con ellas es justamente eso: destruir las fuentes de ingreso y los recursos de los países para provocar dolor en su población civil, generalmente, tratando de lograr por ese medio que se subleve contra regímenes que no son deseados por quienes los sancionan.
Cuando el Reino Unido las estableció sobre Rusia en 2022, la Declaración gubernamental justificándola decía que “devastarán la economía de Rusia”. En febrero de 2019, el secretario de Estado estadounidense Mike Pompeo reconoció que las sanciones sobre Irán harían que “las cosas sean mucho peores para el pueblo iraní, y estamos convencidos de que eso lo llevará a levantarse y cambiar el comportamiento del régimen”. Y lo mismo han buscado últimamente las establecidas contra Venezuela.
Las sanciones económicas son, por tanto, una forma de guerra no declarada como tal, aunque mucho más cruel y sanguinaria, puesto que se orientan a dañar a la población civil que se supone que no es quien debe ser el sujeto activo de un conflicto bélico. Y ha sido un secreto a voces que, aunque están reguladas por leyes nacionales e internacionales, se han utilizado del modo más eficaz, que es precisamente el capaz de provocar el mayor daño posible a los seres inocentes. El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas adoptó una resolución en 2014 en la que se manifestaba «alarmado por los costos humanos desproporcionados e indiscriminados de las sanciones unilaterales y sus efectos negativos en la población civil».
Lo que no se había evaluado con detalle era el número de muertes que estas sanciones han provocado en los últimos decenios. Lo sabemos ahora gracias a una investigación publicada el pasado verano en The Lancel Global Health.
Sus autores han encontrado una asociación causal significativa entre las sanciones impuestas por Estados Unidos y el aumento de la mortalidad, aunque no en las establecidas por Naciones Unidas.
En concreto, han estimado que las sanciones económicas impuestas en todo el mundo entre 1971 y 2021 han provocado una media de 564.258 muertes cada año. Una estimación, según señalan, «superior al promedio anual de bajas relacionadas con combates durante este período (106.000 muertes al año) y similar a algunas estimaciones del número total de muertes en guerras, incluidas las bajas civiles (alrededor de medio millón de muertes al año)».
El 51 % de todas esas muertes (287.771) corresponde a niños y niñas, y el 26 % a personas de entre 60 y 80 años.
En total, por lo tanto, resulta que las sanciones económicas, las guerras no declaradas para provocar dolor a la población civil han matado a 28,2 millones de personas en 50 años. Es decir, a 1.545 diariamente de media.
Por el número de muertes que provocan, se podría decir que las sanciones económicas de las grandes potencias están siendo una especie de silenciosa tercera guerra mundial.
¿Y todo eso para qué?
Lo más lamentable de lo que acabo de señalar es que la inmensa mayoría de los estudios que se han realizado muestran que las sanciones económicas casi nunca logran sus objetivos políticos y estratégicos. Los del Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional estiman que tienen éxito en menos del 20% de los casos, y aún por debajo cuando lo que se proponen es el cambio de gobierno Y el estudio quizá más completo que se ha realizado, de Gary Clyde Hufbauer, señala que sólo son parcialmente exitosas en el 34 % de los casos y casi siempre en aspectos menores.
Las sanciones económicas se aplican, para producir daño como un fin en sí mismo, únicamente dolor y sufrimiento a la gente inocente, y no los efectos de cambio que supuestamente las justifican.
Quizá el caso más sangrante y criminal es el del embargo de Estados Unidos a Cuba. Se lleva imponiendo desde hace 65 años y ha costado a la isla un total de 170.000 millones de dólares, lo suficiente para dar de comer a toda la población cubana durante más de un siglo, sin que haya cambiado el régimen político.
Atacar a la población civil con sanciones económicas, sabiendo que sólo se va a lograr hacerle daño y provocarle sufrimiento inútil, es la prueba manifiesta de que quienes están al mando de las grandes potencias que las imponen son una parte condenable más de la ecuación. No la que puede salvarnos.
Lo dijo muy claramente Cicerón: “La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil es ya de por sí inmoral”.
Fuente: La guerra silenciosa y más cruel: hacer daño y matar a inocentes con sanciones económicas
