Vanessa Pérez Gordillo •  Opinión •  09/11/2021

El coaching o por qué nuestros hijos no pueden ser astronautas

El coaching o por qué nuestros hijos no pueden ser astronautas

El modelo de asesoramiento implementado en nuestras sociedades ha logrado permear la cotidianidad. Ya no se trata de una sospecha, ha ocurrido; el yo se ha transformado en un individuo que sufre un galopante dolor mental que nos roba la sonrisa. El malestar está generalizándose y se ha profundizado después de la pandemia. Cada vez son mayores las adicciones a somníferos, ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos en general. Un número indeterminado, pero bien nutrido de personas, acude rutinariamente a tratar la pena, la frustración, la infelicidad, el desequilibrio y la fragilidad de un carácter de mierda que mal que bien logran dominar, y que muchas veces lleva a quitarse la vida. Los datos son alarmantes, se calcula que 700.000 personas se quitan la vida al año1. El corazón de la Humanidad se rompe ante la bipolaridad global, ante la insultante brecha in crescendo que separa los saludables y ricos de los enfermos y empobrecidos. Sin embargo, frente a tanto desequilibrio, todo parece ordenado, ¿por qué?

Mientras los medios de comunicación nos cuelan sus noticieros, e hipnotizan con sus reality show, las grandes compañías hidroeléctricas suben la luz, seguras de que nos quedaremos quietas, enredándonos en una queja sin fundamento, contemplando cómo una élite se folla a las parejas de sus amigos y se saca las uñas, los dientes y las tetas; espectáculo intensísimo que nos roba la atención y el escaso tiempo de ocio que nos queda tras cumplir la responsabilidad laboral, y que abona el terreno del protayoísta. Una ingeniería televisiva que además de golpearnos subliminalmente con el discurso de que la culpa es nuestra o del vecino, promueve un escenario de inseguridad e inestabilidad permanente que, parafraseando a Isabell Lorey, induciría a la docilidad y domesticación del carácter como forma de gobernarnos.

Por si acaso somos inmunes a los culebrones y culebronas, o incapaces de atajar la ansiedad en los centros comerciales, el neoliberalismo proyecta la industria de la felicidad y el pensamiento positivo para llenar nuestro día y nuestra noche con colores y mensajes chupiguays que prometen la satisfacción personal y éxito, y consiguen que ignoremos o aceptemos lo que está pasando: la precarización generalizada de nuestras vidas.

La enumeración de contextos garantes del orden, por desgracia, sigue. La cultura hegemónica es muy eficiente creando escenarios que aseguran el triunfo del individualismo, la construcción del Yo. Ante la angustia real que sufren cabezas y cuerpos, ante la sensación de inutilidad, incertidumbre y vacío, se despliega un artefacto para “curarnos”. Consultorios alternativos con una carta donde abundan las terapias como primer plato; despachos minimalistas o vintage para yuppies, jóvenes profesionales urbanitas; programas de retiro espiritual con desayuno al sol; literatura de autoayuda mejor y peor; y una serie de “profesiones” -expertos, gurús, mentores, motivadores, coaches y asesores personales en general- que trabajan para hacer que nos pasen cosas buenas. Un centro de operaciones cuyo mantra es “si quieres, puedes”.

Silvia Agüero, gitana feminista, en el Campus Desobedient que organizó Mal Del Cap en Ibiza el pasado mes de octubre, explicaba indignada: “que la profesora no le diga a mi hija que puede ser astronauta, porque no puede”. Aquello resonó en nosotros y pensamos: “los míos tampoco van a poder ser astronautas”. No obstante, si no van a poder ser astronautas, y quien dice astronautas dice un porrón de cosas más, ¿por qué permitimos la pantomima del sueño americano en las escuelas? ¿por qué creemos que si nos esforzamos lo suficiente lo conseguiremos, y que si no pudimos es porque orientamos mal nuestros esfuerzos? ¿por qué carajo no nos rebelamos y mantenemos un silencio abrumador ante una estructura social que nos está masacrando?

Igual es el momento de responder sin heroísmo y decir simplemente que no podemos, que no podemos rebelarnos. Que, aunque sintamos la injusticia y, en el mejor de los casos, nos duela, somos incapaces de combatirla. Que hacemos parte de una paralización en masa, consentida y argumentada. De una guerra, decimos con Richard Szafranski, neocortical, que ha anulado la capacidad de comprender. Cuando las respuestas empiecen a ser estas, quizás podamos debatir con sinceridad y sin ambages por qué no podemos detener este desastre que nos lleva al colapso. Incluso es posible, que aun entonces, sigamos construyendo ese Yo, que educado en la cultura hegemónica ha sustituido el fundamento de vida y cree que su horizonte es ser algo, alguien, tener éxito, dinero, poder, belleza. Conviene no engañarse y tomar conciencia de que habitamos presas en la lógica capitalista. Una lógica perversa, que como bien explican Hannah Arendt y Günther Anders, es monstruosa. Sin embargo, ¿quién puede desconfiar de querer ser feliz? Pareciera tan inofensivo el deseo de querer alcanzar “nuestros” sueños u objetivos que difícilmente nos cuestionamos si hacen algún mal, o si ayudan a incrementar la desigualdad, el racismo, la hispanidad y este mundo “ordenado” de las clasificaciones donde el comunismo es el peor de los cajones posibles.

Los coaches, incluso los humanistas y ontológicos, quieren que nos responsabilicemos del fracaso, para convertirlo en éxito, bienestar o “ser verdadero”. También el profesorado que, como explicamos en La dictadura del coaching, convertido en coach-guía desde que la Fundación Botín metió las narices en la escuela con el programa Educación Responsable, quiere que los alumnos mejoren sus rendimientos y gestionen sus emociones positivamente. Entienden que en este mundo las barreras las pone la falta de autoestima que cada cual tiene de sí, y creen que resolviendo eso y sacrificándote lo suficiente las puertas se abrirán.

Esta visión, como dijera la coach profesional Vikki Brock, es dominante. Quienes renunciamos a autoexplotarnos para vivir, porque no albergamos la ilusión de lograr lo imposible, somos minorías recesivas, es decir, vocecillas inaudibles en medio de una fábrica de motores atronadores que nos agota humanamente. Está por ver, ante la falta de respuestas que presenta este texto y el arsenal de recetarios que contradictoriamente ofrece la sociedad del asesoramiento, quiénes podrán seguir queriendo ser astronautas en un planeta que se va a la porra.

1 https://www.paho.org/es/temas/prevencion-suicidio


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