Peregrinos en tierra de infieles

«Hijo mío, somos peregrinos en una tierra de infieles», le dijo Henry Jones (Sean Connery) a su hijo Henry Jones Jr., más conocido como ‘Indiana’ (Harrison Ford). En un tramo de Indiana Jones y la última cruzada, padre e hijo se hallan en Berlín, contemplando a los nazis quemar libros en una pila; esvásticas y jolgorio calcinando ejemplares de Das Kapital. Para un ilustrado como Henry Jones, y en general para cualquier hombre que aprecia la Razón, la postal descrita, la aventura nazi en general, es uno de los episodios más funestos de la humanidad; para los que razonan, los territorios del Reich se convirtieron en una «tierra de infieles». Hoy, en otro orden de los acontecimientos, «tierra de infieles» es algo en lo que parece estar mutando España, bastión histórico del catolicismo, pero hogaño patria escéptica.
No ha sentado bien en los diestros que el Papa Francisco pida perdón a México por los excesos de la Iglesia Católica durante la Conquista Española. Aznar, por ejemplo, ya ha dicho que él no pide perdón. En general, él no pide perdón a nadie, a menos que a él le dé la gana, claro, porque es un hombre libre -tan libre que ni el Estado puede prohibirle conducir después de pimplarse un Rioja, tal y como se jactó orgulloso. Ayuso, su heredera espiritual, igual; Casado, igual; Vox, igual; y así un largo etcétera. El mosqueo con el Sumo Pontífice también ha llegado a las oficinas de La Razón. Francisco Marhuenda se ha visto obligado a expresar su decepción con el argentino en un artículo anticristiano titulado Un Papa antiespañol. Pero Marhuenda está tranquilo, pues está «convencido de el Espíritu Santo se confundió y los cardenales eligieron un candidato catastrófico». Curiosa forma de fe la de Marhuenda, que, llegando incluso a cuestionar los designios de Dios, afirma que el Espíritu Santo se equivocó. A Marhuenda debería preguntársele si con Ratzinger o Karol Wojtyła también erró la Gracia Divina (y, de paso, si él mismo se considera más sabio que el propio Dios).
Lo cierto es que la inquina reaccionaria que se le tiene al “ciudadano Bergoglio” viene de lejos. Desde luego, no contribuyó a generar simpatía que en 2016 afirmara que «los comunistas piensan como los cristianos». Por no hablar también de su propuesta de salario universal o de sus tímidos mensajes de tolerancia hacia la comunidad LGTB. De este modo, entre declaraciones mencionadas y el innecesario tradicionalismo medieval que caracteriza a la derecha española, era complicado esperar un afecto especial hacia el Pontífice.
Dejando atrás lo estrictamente religioso, lo más significativo de la reacción conservadora ante las palabras del Papa es que tras ellas subyace una contradicción ya histórica a la cual la derecha lleva décadas suscrita –sin oposición alguna por parte de una izquierda desnortada. En España, la supuesta adhesión axiológica de la derecha a las instituciones eclesiásticas, a la idea de Estado de derecho o a la democracia, no emana en absoluto de ningún convencimiento firme. Por el contrario, ha respondido y sigue respondiendo al cálculo y el rédito. Sin importar la percepción que se tenga verdaderamente de ellos, cualquier dispositivo, ya sea institucional, cultural, político, ideológico o religioso, que de algún modo contribuya a reforzar el poder burgués, siempre tenderá a ser respaldado por la derecha. O dicho de forma más tosca: para muchos sectores conservadores, el apoyo a la democracia, a demás elementos propios del Estado de derecho… ¡y hoy incluso hasta al Papa!, viene condicionado por el comportamiento político que éstos ofrezcan. Vargas Llosa ha ilustrado a la perfección este fenómeno: «Los latinoamericanos saldrán de la crisis cuando descubran que han votado mal. Lo importante de unas elecciones no es que haya libertad en esas elecciones, sino votar bien. Los países que votan mal lo pagan caro».
Y tanto: Augusto Pinochet, en esta línea de pensamiento, ya se lo había hecho «pagar caro» a los chilenos que habían votado mal en el 73. Dieciséis años después, en abril de 1989, meses antes de las primeras elecciones libres en Chile tras 16 años de cruenta dictadura, resumió de forma concisa esta “forma” de democracia que la derecha española todavía practica: «Estoy dispuesto respetar el resultado de las elecciones, con tal de que no ganen las izquierdas».
Así, Vargas Llosa como Vox, Marhuenda, y -cada vez más descaradamente- ciertos sectores importantes del PP y de la “Brunete mediática”, terminan por exponer la naturaleza de la derecha española: una derecha antiilustrada y atómicamente golpista, la cual respaldará los mecanismos democráticos siempre y cuando los mismos “se comporten”, o como diría Vargas Llosa, los ciudadanos «voten bien. Si votan mal, habrá consecuencias: en el mejor de los casos, se hablará constantemente de «gobierno ilegítimo» (2021), mientras que en la peor de las tesituras (1936) se dará un golpe de estado. Salvando las distancias, se trata de algo similar a lo ocurrido con el Papa durante estos días. Y es que para la clase dominante, de raíz tradicionalmente católica, mientras el Pontífice no levante la voz por los desfavorecidos no habrá problema, pero en el momento en el que eso ocurra, el mismísimo Papa de Roma pasará automáticamente a ser «ciudadano».
Podría decirse que en la aventura de la ciudadanía el papel de “fieles”, de peregrinos, lo encarnan los ciudadanos -legislados y colegisladores-, que colectivamente y de mutuo acuerdo respaldan el Estado de derecho y sus instituciones. En tal sentido, la frase de Henry Jones, «Hijo mío, somos peregrinos en una tierra de infieles», goza de tremenda actualidad en España, tanto en la esfera religiosa como en la política. Y es que si bien la fe en la herencia política ilustrada nunca ha sido un fuerte de la derecha española, a día de hoy ha de añadírsele la poca fe en el Sumo Pontífice. Son días de titubeos en los numerosos “barrios de Salamanca” españoles.
Aunque esto no debería extrañar, ¿pues qué Papa preferirían los que nunca leyeron que Cristo «no venía a traer la paz sino la espada» (Mateo 10:34-37). Sencillamente querrían lo que están acostumbrados a ver: un Pontífice complaciente con las élites dominantes y su capacidad (su “libertad”) para enriquecerse a costa del empobrecimiento y la necesidad de los humildes. Quieren un representante de la Iglesia que no traiga ninguna “espada” sino que más bien mire hacia otro lado cuando los fariseos se aprovechen de la necesidad de los desfavorecidos. En definitiva, aspiran a un Papa que no sea peregrino, ni en una «tierra de infieles» ni en ningún sitio. Lo de toda la vida, vaya.