José Martí •  Opinión •  05/07/2018

Banqueros no ¡Bandidos!

El orden económico que hoy prevalece en el planeta caerá inevitablemente.

Fidel Castro Ruz,

 Parque Céspedes, Santiago de Cuba, 1º de Enero de 1999

Por la actualidad de su contenido queremos compartir con los lectores este trabajo de Martí “Los secretarios del Presidente” escrito en Nueva York en agosto de 1885 y publicado en “La Nación” de Buenos Aires, el 4 de octubre de 1885, donde se refleja la realidad del naciente imperio de finales del siglo XIX.

“¡Banqueros no: bandidos!”, como los calificó nuestro Héroe Nacional, son los mismos usureros de hoy del régimen de Donald Trump, que quieren renacer la Política del Gran Garrote, del presidente Teodoro Roosevelt (1901-1909), que con el uso de la fuerza, como lo hicieron hace 100 años atrás, pretenden imponer sus condiciones a todos los países que no se sometan a su designio.

A estos usureros Martí le llamó “camarilla”, hoy le llamamos “lobby”; Martí les llamaba “buitres”, hoy les llamamos “Fondos buitres y otros demonios”. Martí vio nacer esa clase de nuevos ricos, nuevos políticos, nuevos banqueros: bastos, hostiles, con astucia porcina, viejos bandidos con poder nuevo; nosotros los vemos crecer, mutar y revolcarse en el lodo de lo que queda de constitucionalidad en “América”. Los vemos aún montados en sus locomotoras, en sus portaviones, en sus satélites; cada vez más dependientes del Complejo Militar Industrial, cada vez más belicosos hacia México, hacia todo el Sur, el Norte, el Este  y el Oeste.

Solo alcanzamos a ver una clara diferencia entre aquellos que describe Martí, y los Donald Trumps de hoy: aquellos urdían, pujaban, acorralaban al gobierno de los Estados Unidos… los de hoy no solo hacen eso, sino que son, literalmente, el gobierno de los Estados Unidos.

El presente trabajo aparece en Obras Escogidas de José Martí del Centro de Estudios Martianos, Tomo I, 1868-1885, Editorial Ciencias  Sociales, 1992.

Los secretarios del Presidente

Nueva York, agosto de 1885

Señor Director de La Nación:

Era un John Roach amigo grande de los republicanos. Tiene arsenal, y no menos de $10.000,000 le han sido pagados, no más que por remiendos de buques mohínos, que nunca salen de un mal paso. Pero más se han pagado en realidad, porque año sobre año, en certámenes simulados, le ha estado adjudicando la Secretaria de Marina a precios nominales, y como hierro viejo, maquinarias enteras de buques en buen estado y material de toda clase.

Y ¿cómo no, si el Secretario de Marina era el propio abogado de John Roach? Así fue que cuando el gobierno sacó a licitación sus nuevos buques de guerra, aunque John Roach ofreció hacerlos a precios que, por lo bajo eran sospechosos, a él se le adjudicaron, y en pocos meses, aun sin haber acabado el primer buque, que le salido tal que no puede aceptarlo el gobierno, ya el Secretario de Marina y abogado de Roach había pagado a éste, so capa de adelanto una considerable parte, en total a veces, del valor de los barcos.

No en balde, cuando la elección de Garfield, dio Roach para los gastos del partido cien mil pesos. Y para la de Blaine, con cuya ruina le ha venido la suya, no parece que dio menos: así quedan inmoralmente obligados a los especuladores los candidatos que no triunfarían sin su ayuda: así afrontan los partidos los desembolsos extraordinarios que requiere una compaña de elecciones. Los especuladores dan, a cambio de legislación y favor que adelanten sus intereses: los empleados dan a cambio de la promesa de ser conservados en sus en atención a sus contribuciones. De ese doble punto, escasamente adicionado con el de algunos partidarios entusiastas se pagan los oradores, los periódicos, las calumnias, los viajes, las paradas de uniforme y antorcha, las vagonadas de documentos impresos, las ricas enseñas con inscripciones y retratos que izan en las calles, y los demás quehaceres oscuros del día de elecciones.

Vencidos los republicanos, sacada la Secretaría de manos de su abogado, llegado el momento de entregar a un Secretario austero y desconocido el primer buque de la serie, conforme a requisitos estipulados en el contrato, hubo de serle devuelto el buque a Roach, porque, a pesar de que todo el Consejo de Marina había aprobado los planos y proyectos de la embarcación, ésta demostraba no reunir, en pruebas generosas e imparciales, las condiciones estipuladas en el contrato. Rechaza el gobierno el barco: pone Roach a salvo su fortuna, y quiebra. Se publica la lista de los injustificables anticipos del Secretario anterior a su cliente, en pago de buques que acaso no pueda comenzar a hacer jamás.

El Consejo de Marina dio por buenos, y con ciertas especificaciones, planos que no lo eran, ni las tenían. Antes de enseñar el contratista el primer buque, el Secretario de Marina le había adelantado poco menos que el valor de todos. Ni inclemencia, ni encono, ni inmerecida gracia ha mostrado el Secretario. Al Consejo de Marina lo ha reprendido ante la nación. A su antecesor en la Secretaría, harto lo reprende el voto público. A Roach, se propone tratarlo como si fuese el gobierno, como es, un mero aunque importante acreedor de la quiebra. La sencillez y justicia de este escarmiento ha ganado honrosa popularidad al Secretario Whitney.

La política tiene sus púgiles. Las costumbres físicas de un pueblo se entran en su espíritu y lo forman a su semejanza. Estos hombres desconsiderados y acometedores, pies en mesa, bolsa rica, habla insolente, puño presto; estos afortunados pujantes, ayer mineros, luego nababs, luego senadores; esta gente búfaga de rostro colorado, cuello toral, mano de maza, pie chato y ciclópeo; estos aventureros, criaturas de lo imposible, hijo ventrudos de una época gigante, vaqueros rufianes: vaqueros perpetuos; estos mercenarios, nacidos, acá como allá, de padres perdidos al viento, de generaciones de deseadores enconados, que al hallarse, en una tierra que satisface sus deseos, los expelen más que los cumplen, y se vengan con ira, se repletan, se sacian en la fortuna que viene, de aquella que esperaron generación tras generación, como siervos, como soldados, como lacayos, y nunca vino; estos tártaros nuevos, que merodean y devastan a la usanza moderna, montados en locomotoras; estos colosales rufianes, elemento temible y numeroso de esta tierra sanguínea, emprenden su política de pugilato, y, recién venidos de la selva, como en la selva viven en la política, y donde ven un débil comen de él, y veneran en sí la fuerza, única ley que acatan, y se miran como sacerdotes de ella, y como con cierta superior investidura e innato derecho a tomar cuanto su fuerza alcance.

En Cartago, estos hombres se asentaban en el palacio de Amílcar; se comían sus bueyes y bebían su vino; se revolcaban ebrios, repletos de germen desocupado, al pie de sus rosales olorosos; se echaban vientre a tierra, cubiertos de oro y de perfumes, y luego se alzaban como la esfinge, las palmas de las manos apoyadas en el césped, en los ojos una mirada redonda como la de trilobites, asido entre los dientes el rosal roto: y luego cargados de botín, rugiendo por su soldada, se iban como una plaga, por los campos, a juntarse anca a anca para caer, con las lanzas tendidas y secando a su aliento la tierra, contra la República.

La inmigración tumultuosa; la fantástica fortuna que la recibió en el Oeste; la fuerza y riqueza mágicas que surgieron y rebosaron con la guerra, produjeron en los Estados Unidos esas nuevas cohortes de gente de presa, plaga de la República, que arremete y devasta como aquélla. El país bueno la ve con encono, pero alguna vez: envuelto en sus redes, o deslumbrado con sus planes, va detrás de ella.

Algunos presidentes, como Grant mismo, hecho a tropa y conquista, la aceptan y mantienen, y comercian con ella su apoyo y la accesión de una tierra extranjera. Forman sindicatos, ofrecen dividendos, compran elocuencia e influencia, cercan con lazos invisibles al Congreso, sujetan de la rienda la legislación, como un caballo vencido, y, ladrones colosales, acumulan y se reparten ganancias en la sombra.

Son los mismos siempre; siempre con la pechera llena de diamantes; sórdidos, finchados, recios: los senadores los visitan por puertas excusadas; los secretarios los visitan en las horas silenciosas; abren y cierran la puerta a los millones: son banqueros privados.

Si los tiempos sólo se prestan a cábalas interiores, urden una camarilla, influyen en los decretos del gobierno de manera que ayuden a sus fines, levantan por el aire una empresa, la venden mientras excita la confianza pública mantenida por medios artificiales e inmundos y luego la dejan caer a tierra. Si el gobierno no tiene más que contratos domésticos en que repacear, caen sobre los contratos, y pagan suntuosamente a los que les auxiliaren en acapararlos. Caen sobre los gobiernos, como los buitres, cuando los creen muertos; huyen por donde no se les ve, como los buitres por las nubes arremolinadas, cuando hallan vivo el cuerpo que creyeron muerto. Tienen soluciones dispuestas para todo: periódicos, telégrafos, damas sociales, personajes floridos y rotundos, polemistas ardientes que defienden sus intereses en el Congreso con palabra de plata y magnifico acento. Todo lo tienen: se les vende todo: cuando hallan algo que no se les vende, se coligan con todo los vendidos, y lo arrollan.

Es un presidio ambulante, con el que bailan las damas en los saraos, y coquetean los prohombres respetuosos, que esperan en su antesala y comen a su mesa. Esta camarilla, que cuando es descubierta en una empresa, reaparece en otra, ha estudiado todas las posibilidades de la política exterior, todas las combinaciones que pueden resultar de la política interna, hasta las más problemáticas y extrañas. Como con piezas de ajedrez, estudian de antemano, en sus diversas posiciones, los acontecimientos y sus resultados, y para toda combinación posible de ellos, tienen la jugada lista. Un deseo absorbente les anima siempre, rueda continua de esta tremenda máquina: adquirir: tierra, dinero, subvenciones, el guano del Perú, los Estados del norte de México.

Esto quiere ahora la camarilla, que cree ver en la suspensión del pago de las subvenciones a los ferrocarriles americanos, decretada últimamente como medida angustiosa por México, buena ocasión para estimular el descontento y arriar los apetitos alejandrinos que, como que los llevan en si suponen en el pueblo norteamericano hacia sus vecinos de lengua española.

Esto propone ahora la camarilla: comprar en 100.000,000 de pesos la frontera del norte de México. No han hallado todavía, como hubieran hallado en tiempo de Blaine, el camino del gobierno: la Casa Blanca es ahora honrada. Pero insisten; pero pujan; pero arman sin escrúpulos el reconocimiento y desdén con que acá en lo general se mira a la gente latina, y más, por lo más cercana, a la de México; pero acusan falsamente a México de traición, y de liga con los ingleses; pero no pasa día sin que pongan un leño encendido, con paciencia satánica, en la hoguera de los resentimientos.

¡En cuerda pública, descalzos y con la cabeza mondada, debían ser paseados por las calles esos malvados que amasan su fortuna con las preocupaciones y los odios de los pueblos!

¡Banqueros no: bandidos!

Fuente: Panorama Mundial


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