“Fronteras de clase”, de Lea Ypi. El gran muro económico
Reuniendo tres de los ensayos principales de la autora albanesa, esta obra irrumpe radical en el debate sobre inmigración para acentuar la propia naturaleza excluyente del Estado capitalista.

Como si de un zoom exageradamente aumentado se tratase, la observación exclusiva del presente más inmediato puede conducirnos a obviar su condición de mero eslabón en un continuo histórico y de esa forma perder cualquier perspectiva global válida. Un peligro al que parece abocado el debate que sobre la inmigración se cierne cíclicamente, un tema que durante épocas parece dormido entre las preocupaciones de la población pero que, casi siempre espoleado por las peticiones restrictivas formuladas por el ala más reaccionaria de la sociedad, de manera recurrente hace acto de aparición para generar incertidumbre y reclamar medidas. Consecuencia de ese momento actual de repunte, la colección nuevos cuadernos de Anagrama, breves pero trascendentes lecturas sobre múltiples cuestiones, publica los ensayos, titulados bajo el nombre de “Fronteras de clase”, realizados por Lea Ypi respecto a dicha cuestión, a la que se enfrenta con la virtud de desmontar tópicos pero sobre todo de desplegar con rigor un nuevo campo de batalla ideológico, donde las fronteras, lejos de quedar determinadas por banderas, hacen alusión al aspecto económico.
La autora albanesa, filósofa, profesora y politóloga, entre otros méritos, dirige sin paliativos su mirada hacia lo que en su consideración es el espacio sustancial donde se dirime la verdadera diatriba sobre los flujos migratorios: la lucha de clases. Un epicentro desde el que cuestiona no ya leyes o normas dictadas por los Estados, sino todo el engranaje ideológico que alimenta unas decisiones políticas que casi siempre acaban manifestadas en el sufrimiento de una parte considerable de la población. Una enmienda a la esencia de estas acciones que como es lógico toma destino hacia los propios pilares fundacionales del pensamiento capitalista, principal -cuando no hegemónica- doctrina asumida por quienes se han otorgado el poder de comisarios de las fronteras y expendedores últimos de un derecho que manejan como si de una mercancía más se tratase.
Bajo esa potestad para dictaminar quién es digno -y quién no- de conseguir el carnet de ciudadano, tal reconocimiento se promueve ya desde sus burocráticos requisitos como una puerta de acceso más flexible para quien aspira a atravesarla con el bolsillo repleto de monedas. Porque si en algunos países, el Estado español por ejemplo hasta hace muy poco, las inversiones financieras se convierten en un salvoconducto privilegiado y directo para lograr la nacionalidad, incluso la realización de los exámenes de aptitudes cívicas y lingüísticas a los que son sometidos los aspirantes a habitantes de pleno derecho requieren un desembolso previo. Zancadillas pecuniarias que no hacen si no completar una separación en castas, y al igual que en el pasado el sufragio era un derecho de coto vedado, en el presente lo es la aceptación de inmigrantes, supeditada a controles en forma de pruebas académicas -llamadas a ser abolidas en su integridad por la autora del libro- que pretenden dictaminar el mínimo conocimiento cultural del lugar de acogida necesario para recibir su bienvenida. Un aspecto que desde su concepción recoge las huellas de la discriminación, ya sea por exigir un requisito que muchos oriundos con dificultad aprobarían, y sobre todo por el acuerdo tácito, que no democrático, sobre los elementos comunes y determinantes que deben definir a una identidad colectiva, siendo estos a la postre los que complacen y propician la estabilidad del Estado liberal, casi siempre acomodaticio reflejo de unos intereses oligárquicos en absoluto diseñados para integrar a los estratos vulnerables.
Características que delinean un escenario lo suficientemente embarrado moralmente como para acoger la propagación de todo tipo de discursos populistas, desde los encarnados en la campaña a favor del Brexit o bajo las expresiones abiertamente de extrema derecha alojadas en formaciones que esconden tras su patriotismo el desaforado desprecio a colectivos marginados. Unidos todos ellos por un nexo común suspendido sobre el constante alimento de una artificial disputa entre el trabajador autóctono y el migrante, al que acusan de vampirizar recursos y servicios que de otra manera -pretenden hacernos creer- brotarían en abundancia, una ecuación reiteradamente desmontada siendo al contrario más los réditos que las rémoras aportadas, la verdadera simiente de esa “internacional del odio» reside en la incapacidad del estado del bienestar por construir creíbles promesas de igualdad. Un déficit en el que se toma como chivo expiatorio a quien pretende atravesar las fronteras en busca de oportunidades, señalando interesadamente como un posible parásito al que en realidad es el resultado de una injusticia global que paradójicamente hermana a los desheredados de la tierra.
Las páginas de este libro no tienen ninguna intención de exonerar de culpa a las tesis socialdemócratas, muy al contraria las iguala, e incluso conceden más extensión a su análisis, en cuanto a su repercusión respecto a las posturas abiertamente xenófobas. Y es que el “dilema progresista”, como lo bautiza la escritora, a la hora de desplegar un discurso multicultural y supranacional que al mismo tiempo resulte verdaderamente inclusivo se cotiza en pérdidas absolutas en cuanto a solidaridad efectiva. Subvertir fronteras y mapas geográficos, cuando no se ha logrado reparar la asimetría distributiva que impera en los sistemas liberales, resulta igual de poco útil que apilar libros de diferentes colores sobre una mesa que cojea peligrosamente. Sin la implicación necesaria, siempre directamente relacionada con la censura integral del modelo capitalista, para reparar y regular la base de la pirámide, representada por unos Estados-nación y su mala praxis equitativa e incluso su segregación de aquellas entidades culturales o identitarias no reconocidas legalmente, dichas aspiraciones no consiguen alejarse demasiado de lo que significa una poco halagüeña opresión compartida.
Esta desidia ideológica, a la que también juzga por la evasiva retórica y la rotunda negación de cualquier principio de internacionalismo contenida en sus propuestas de alentar cambios solo en los lugares de procedencia de la inmigración, no incumbe exclusivamente a un plano teórico, su implantación en el combate institucional es igualmente puesto en cuestión. Unas aspiraciones, como es lógico, que dependen del sujeto elector, un colectivo del que suele estar alejado el inmigrante proletario y por lo tanto también de los intereses de centrales sindicales o partidos políticos. Incluso la diferenciación entre la capacidad adquisitiva de las clases precarias pertenecientes a Norte y Sur, huella de un imperialismo que todavía incapacita el desarrollo digno de las antiguas colonias, se materializa -en último término- en la defensa de unos intereses ligados a la comunidad propia que en caso de necesidad no duda en buscar el amparo de su bandera, aunque sea la misma que les esquilma diariamente.
“Fronteras de clase” funciona, dada su restringida extensión, como una pequeña píldora que al ser mordida desprende un néctar reflexivo de múltiples capacidades. Bajo la elocuencia concedida por un tajante, y nada enfangada en academicismos ni eruditas referencias, uso de argumentos, Lea Ypi da la espalada a cualquier razonamiento respecto a la inmigración que no nazca de consideraciones estrictamente económicas. Lejos de cualquier dialéctica que priorice el aspecto individual o emocional, que aunque agradecida no suele significar una respuesta válida para atajar los problemas estructurales, estas páginas rastrean la raíz de un conflicto que nace, como casi todos los demás, de la división entre pobres y ricos. La autora conmina, con este libro, a desoír cualquier estrategia que no enfrente esa dualidad y que priorice la búsqueda de soluciones eventuales y cortoplacistas. Renunciar a efectuar planes con destino solo a victorias inmediatas e incompletas, no supone ceder el espacio político a las posturas más reaccionarias, al contrario significa construir un nuevo tablero de juego donde los peones, sean blancos o negros, tengan las mismas oportunidades que reyes y reinas.
Kepa Arbizu
