Rolando Pérez Betancourt •  Cultura •  20/11/2019

El Hollywood de Hitler

En el documental queda claro un concepto afín a Goebbel: las masas no van al cine para ser aleccionadas, sino para evadir una realidad, de ahí lo imperioso de crear para ellas nirvanas artificiales. Ni siquiera disfrazaban esa intención.

El Hollywood de Hitler

Si bien la cinematografía nazi plasmó a bombo y platillos su ideología, y para ello no escatimó recursos, se ocupó igualmente de producir historias de corte «escapista» –comedias, musicales, melodramas, policíacos–, dirigidas a distraer la atención de un público atrapado en un tiempo convulso.

Llevada a términos numéricos pudiera decirse que aquella dualidad en la producción fue de 50/50, según se afirma en el documental El Hollywood de Hitler (2017), que forma parte de una trilogía del ensayista Rüdiger Suchsland, encaminada a examinar el cine del Tercer Reich, cerca de mil filmes realizados entre los años 1933-1945 bajo lo que pretendió ser una «fábrica de sueños» al mejor estilo de la Alemania nazi.

El director Suchsland emprende un análisis metódico –social, político y estético–, marcado por la objetividad y la contención, sin diatribas contra filmes que lo hubieran merecido por sus enfoques racistas y xenófobos, un cine que gustaba proclamar que duraría mil años, y elaboró un imaginario ideológico cuajado de estereotipos en contra de valores ancestrales de la humanidad.

La exhibición de parte de esa obra, que tuvo en Hitler su estrella máxima, ha estado prohibida en Alemania y se necesitan permisos para proyectarse como material de estudio, por lo tanto, permanece inédita para las nuevas generaciones, ávidas de saber qué fue en realidad aquel engranaje cinematográfico signado por una política demencial.

El documental de Suchsland permite acercarse  a los días en que el cine nazi puso el mayor empeño en la calidad técnica de sus producciones, tratando de crear un «arte propio» y de competir con Hollywood, al que no tuvo reparos en  adaptar, acorde a una escala de valores que ya desde los años 30 venía siendo trazada por los ideólogos del nazismo (de esa manera, el artificioso «american way of life», destilado por los filmes estadounidenses, fue encontrando su equivalente germano en filmes amelcochados que glorificaban el patrioterismo nazi y entonaban loas a los tiempos por venir tras el triunfo del nazismo).

Aunque se sabe que Hitler gustaba del cine, en especial de la obra de Disney, la responsabilidad de impulsar la industria recayó en Goebbels, con una cultura fomentada en universidades de Bonn y Berlín. Nombrado desde el mismo 1933 ministro de Propaganda e Información, una de sus principales tareas fue servirse de escuelas y medios de comunicación para convertir a Hitler en un dios destinado a dominar el mundo. Y nada mejor para ello que el cine.

Rüdiger Suchsland, director y guionista del documental. Foto: Tomada de Internet

Goebbel trató de que le filmaran un Potemkim nazi, y también prohibió a última hora que una versión alemana de Titanic llegara a las pantallas en 1943, año en que la batalla de Stalingrado le dio un vuelco a la guerra. El filme podía interpretarse como una metáfora del hundimiento alemán y  de la noche a la mañana su director Helbert Sepin, que había dejado media piel en el rodaje,  le resultó sospechoso a la Gestapo y sin juicio ni alegatos terminó en la horca.

Dispuesto a impresionar al mundo con su cine, que en ritmo de producción llegó a estar en segundo lugar por detrás de Hollywood, Goebbel no escatimó dinero (ni presiones) para asegurar la permanencia en el país de directores y estrellas. En los primeros tiempos trató de superar internacionalmente a la Meca californiana, lo que le obligó a no tocar temas escabrosos, ni siquiera a filmar películas de horror que podían ser «malinterpretadas». No pocos de esos filmes muestran la alegría desbordada del pueblo alemán, un supuesto entusiasmo plasmado en comedias y musicales, y no faltan los técnicamente brillantes (y repudiables en su contenido) documentales de Leni Riefenstahl, una innovadora con la cámara que exaltó hasta el hartazgo el mito de la raza aria.

En El Hollywood de Hitler queda claro un concepto afín a Goebbel: las masas no van al cine para ser aleccionadas, sino para evadir una realidad, de ahí lo imperioso de crear para ellas nirvanas artificiales. Ni siquiera disfrazaban la intención, y al respecto el narrador del documental expresa: «en general, el cine nazi estaba pensado para abolir toda distinción entre realidad y fantasía».

Lo cierto es que deslindando aquellos filmes de marcada propaganda política ideológica, lo que queda es un cine de entretenimiento no muy diferente al que hoy se ve. Al respecto, el director Rüdiger Suchsland opina: «La industria del entretenimiento siempre ha tenido la función de controlar a la gente. Incluso en las democracias. Se puede argumentar que, gracias a internet y a la casi total digitalización de la sociedad, estamos en una nueva etapa de control y manipulación, y que la industria del entretenimiento está cada vez menos enfocada a desarrollar mentes libres y a iluminarlas. Es lo que pienso a veces, pero también creo que las teorías de la conspiración y el pesimismo cultural son un grave peligro para la democracia. Están ahí para hacernos sentir impotentes».

 Una tesis que vincula al cine nazi con el presente y que no es nueva. Ya el ensayista Siegfred Krakauer, en su magna obra De Caligari a Hitler (1947) revelaba que las tendencias sicológicas dominantes en aquel cine «podían extenderse con provecho al estudio de masas, tanto en Estados Unidos de América como en otros países».

 Sabido es que, desaparecido el imperio nazi, la expansión cinematográfica estadounidense terminó por apoderarse de la mayor parte de las pantallas del mundo y hoy solo queda una sola fábrica de sueños.

 


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