La batalla de Alepo y la encrucijada siria
La batalla de Alepo ganada por las fuerzas leales al presidente Bashar al Assad y sus aliados rusos rememora de forma inversa en su proyección la de Berlín que puso fin a la Segunda Guerra Mundial y sirvió para el replanteo de la correlación de fuerzas en el mundo.
No es que Alepo signifique el fin del conflicto armado -que va a continuar mientras la Desh siga siendo alimentada por la derecha internacional y ese mal llamado Estado Islámico tenga capacidad de reclutamiento de carne de cañón-, pero al contrario de Berlín puede impedir el nuevo reparto territorial que pretendía balcanizar a Siria.
Si aquellos que provocaron el conflicto sirio desearan sacar alguna lección de Alepo lo primero que deberían admitir es que la inteligencia ruso-siria logró en un tiempo relativamente corto neutralizar a la Daesh y detener su avance militar y político, e incluso religioso, gracias a la confrontación ideológica planeada para separar a los grupos de oposición en armas.
Los estrategas rusos y sirios lograron identificar en la enmarañada selva de las fuerzas contrarias al gobierno de Damasco los troncos principales del bosque, y a partir de ese conocimiento determinar que la oposición no era un grupo homogéneo, ni siquiera afín entre sus componentes, e incluso con contradicciones antagónicas e irreconciliables que indefectiblemente debilitaban al adversario y convertían en inútiles el apoyo de Israel y el Occidente.
Se trataba de una fuerza caótica, fragmentada y asimétrica en su potencialidad que dificultaba incluso a sus aliados direccionar y distribuir la ayuda militar y financiera, y peor aún la mediática.
Por supuesto que la intensa e inteligente labor de reconciliación y diálogo que encabezó Rusia tuvo que apoyarse muy firmemente en el aspecto militar que jugó el papel de disuasión sin el cual hubiese sido imposible la desfragmentación de moderados y radicales cuya presunta unidad nunca existió más allá de los deseos y sueños de Estados Unidos e Israel.
La victoria de Alepo es histórica no solamente por haber liberado militarmente ese vasto y destruido territorio convertido en un bastión donde los terroristas acumularon su mayor potencial de armas y la campaña publicitaria fue más fuerte, sino que los rusos pudieron demostrar sobre el terreno que el objetivo principal era lograr un acuerdo con todas las partes -excepto los terroristas de Daesh- que condujera a la paz, y eso estimuló a los grupos menos radicales y desarmó la campaña mediática internacional contra el gobierno de Al Assad.
La victoria de Alepo no solamente permitió salvar la vida de casi 10.000 sirios, sino que abrió otra ventana de posibilidades para introducir el régimen del cese de las hostilidades también en otras regiones de Siria después de más de cinco años de acciones agresivas desde marzo de 2011 cuando se inició el conflicto entre el gobierno y los opositores al presidente Bashar al Assad.
Lo cierto es que desde entonces hasta hoy, Estados Unidos, Israel y sus aliados de Europa, no lograron que las revueltas que financiaron primero como aparentes protestas pacíficas que no tardaron en teñirse de sangre, y las brutales acciones militares después hasta desembocar en una guerra total con bombardeos indiscriminados que convirtieron en ruinas a Damasco y otras ciudades milenarias, pudieran derribar al gobierno legítimo de Al Assad.
Como expliqué hace unos meses en un largo artículo, si Siria estuviera enclavada en un lejano y desconocido punto estéril de cualquier océano por donde ni los barcos crucen, seguramente sus ciudades y campos estuvieran intactos y su gente viviría feliz con su multiplicidad de tendencias religiosas, sin éxodo ni llantos, ni el luto que arrastra.
Pero ha tenido la mala suerte de estar situada en medio de la ruta del petróleo y ser un nodo trascendente en una región donde se cruzan los yacimientos de gas natural más importantes del mundo, tanto en tierra como en el Mediterráneo, vitales para el consumo energético y la vida muelle de gran parte de Europa.
Está ubicada, además, en uno de los extremos geográficos de mayor concentración de pólvora y metralla, atrapada como un sándwich explosivo entre Turquía, Irak e Israel, y flotando encima de embalses de hidrocarburos y gas natural sobre los cuales hacen planes de explotación presidentes y primeros ministros allende los mares, complotados con jeques, emires y califas, ejecutivos de poderosas empresas, generales y políticos fuera y dentro del Levante, que obvian con desenfado términos como soberanía, independencia, derechos nacionales y otros carentes de significado para ellos.
Siria, por supuesto, no es víctima de un destino manifiesto -que todo el mundo sabe no existe aunque insistan en hacerlo creer- por poseer una riqueza petrolera que para algunos países es una maldición. De ser cierto, la suerte de Arabia Saudita sería horrible por su condición de primer productor del mundo, pues en la guerra fría y en las calientes los tiros, las bombas, los sabotajes, el terrorismo, los muertos, heridos y mutilados han tenido como preferencia los países petroleros periféricos, excluyendo a los sauditas.
El panorama no ha cambiado en la postguerra fría y Venezuela, acosada por las empresas petroleras norteamericanas y europeas, es un buen ejemplo. Irak lo sigue siendo.
Si el combustible fósil, sea gas o petróleo, no generara apetencias descomunales y paranoicas, el Oriente Medio hace años que fuera una zona de paz y estaría entre las áreas más tributarias a la cultura universal por su rica y milenaria historia desde muchos siglos antes de Cristo.
Pero, ¿quién se atreve a declarar el Levante zona de paz? Nadie. Los intereses que allí convergen desde los cuatro puntos cardinales son una gigantesca bomba de fragmentación que cuelga sobre el planeta casi imposible de desactivar porque implica el sacrificio de la renunciación, una penitencia que no está en el evangelio de las transnacionales del petróleo.
El Levante es ahora zona de sangre, y no por la presencia de un pretendido Estado Islámico (EI) fabricado como Frankenstein en algún oscuro laboratorio sin rostro ni huellas dactilares, que surgió como arte de magia después de las invasiones militares de Estados Unidos a Irak y Afganistán, y mucho después de Bin Laden o Al Qaeda y la Hermandad Musulmana, o de Al Nusra.
Lo grave es que Daesh ya se ha inscrito en los libros de bautizo con nombre y apellido, tiene rostro, sede y capital, un líder público, una mesnada venal con la cual airea monumentales pretensiones territoriales, actúa como aglutinador del mundo musulmán yihadista más tenebroso y conservador, y es apoyado incluso por algunos que proclaman que lo combaten.
Levante tampoco es zona de sangre porque se le atribuya ser la madre del terrorismo, o porque la necesidad del espacio vitae justifique a los ojos de algunos las matanzas de palestinos, y organizaciones internacionales y grandes metrópolis hagan mutis por el foro cuando se exige la retirada de Israel de los territorios árabes ocupados y el cese de su colonización.
Nada de eso: el Oriente Medio es zona de sangre por la presencia de gas y petróleo en su subsuelo, y la posición estratégica que ocupa para la distribución y comercialización hacia Europa y el resto del mundo mediante oleoductos, gasoductos y tanqueros, y ello explica las desgracias de Irak, de Libia, las amenazas a Irán o la devastación de Siria, e incluso el propio drama territorial kurdo y su eterna diáspora y divisiones seculares.
Adicionalmente está en el arco militar trazado por la estrategia del Pentágono y la OTAN como un muro de contención de la República Popular China y Rusia.
Evidentemente el Daesh, Estado o Emirato Islámico, como también se le dice, fue una entelequia sin ningún tipo de estructura como tal, que evoluciona hacia formas superiores de organización y mando mediante la violencia criminal y el temor terrorista. En el caso específico de Siria se ha aprovechado de la ambición occidental de hostigar hasta eliminar al gobierno de Bashar al-Assad lo cual explica la necesidad de mantener una presencia militar norteamericana y europea para sostener la ocupación de Occidente en la región con apoyo de Israel.
No son pocos los que creen que había un propósito no tan oculto de balcanizar a Siria y crear un Estado tapón artificial en la zona norte, con la utilización de facciones kurdas, para dejar al gobierno de Bashar al Assad en la inopia y listo para ser sustituido por un régimen de la Hermandad Musulmana o cualquier otro grupo afín a Occidente.
Por suerte, ha sido una tarea casi irrealizable por el obstáculo que significa la presencia rusa en los campos de batalla, y porque Israel difícilmente podría zanjar las profundas divergencias entre el régimen del Kurdistán iraquí que preside Masud Barzani y apoya Tel Aviv, y las facciones kurdas turcas adversarias de este y de Israel.
Benjamín Netanyahu no renuncia al viejo plan de asaltar con los peshmergas del clan Barzani el norte de Siria y crear un Kurdistán independiente en la frontera con Irak, pero ni los kurdos sirios ni los turcos aceptan a este gobernante corrupto y se correría el riesgo de que un Estado tapón en esa zona reactive el conflicto kurdo en Turquía donde residen cerca de 20 millones de ellos divididos en numerosas facciones. Los kurdos de Irán tampoco lo aceptarían.
El propósito de que un nuevo Kurdistán lo gobierne la minoría turca, por supuesto que no ha podido caminar y sigue siendo un sueño en una noche de verano. Peor aún: es un imposible político, ideológico, militar, financiero y estratégico.
Estados Unidos, Europa e Israel se cogieron el dedo en la puerta con la pretendida eliminación del gobierno de Bashar el Assad para poner alguno proclive a ellos y hacer lo mismo en Jordania y Líbano, pero al igual que sucede con el hipotético Kurdistán independiente, la presencia militar rusa y su éxito sobre las fuerzas terroristas, en particular este de Alepo, lo han hecho imposible.
La victoria de Alepo confirma también que en la crisis siria hay que contar con el presidente Al-Assad para cualquier solución y que, contrariamente a la imagen negativa que los grandes medios de comunicación occidentales han intentado crear, el mandatario sirio se ha confirmado ante sus compatriotas como un valeroso líder.
No obstante, el juego de Estados Unidos bajo el gobierno de Barack Obama ha sido claro: cambiar la geopolítica entera del mercado de gas mundial en favor de las empresas occidentales e Israel y dar así un golpe mortal a Rusia e Irán en el comercio de los energéticos. Pero no lo pudo lograr.
Ahora no parece que el nuevo gobierno bajo el empresario multimillonario Donald J. Trump, vaya a seguir ese guion ajeno aun cuando está repletando su gabinete con lo más encumbrado del sector petrolero norteamericano, aunque con un «moderador» en la secretaría de Estado, supuestamente amigo del presidente ruso Vladimir Putin.
Evidentemente, la victoria de Alepo frena también los planes de Israel, Francia y Reino Unido de crear un nuevo Kurdistán, y debe traer también fatales consecuencias a Tel Aviv en sus planes de poder explotar el yacimiento de gas descubierto en 2010 frente a las costas de Puerto Haifa de 16 billones de pies cúbicos el cual nombraron Leviatán por sus monstruosas dimensiones, pues está en una zona demasiado peligrosa para los inversionistas.
En ese caso específico, Tel Aviv comprende que, en estos momentos, la extracción y comercialización del gas de Leviatán depende de la evolución de la guerra en Siria y del papel militar y político preponderante de Rusia.
Todo este entorno explica en parte por qué quienes han creado y aupado a grupos terroristas como el Daesh o al Qaeda les temen como el propio doctor Víctor Frankenstein a su creación monstruosa que al final lo asesinó, y anuncian ahora acciones militares contra el Estado Islámico después de años de tolerar crímenes, bombardeos y saqueos que han dejado a Siria en ruinas y creado una avalancha de refugiados más angustiante y deprimente que el éxodo de Egipto.
Hay una cruenta batalla por el control de Siria como la hubo por Berlín pero, como entonces, es solamente la punta del iceberg.
Siria es el teatro circunstancial de los hechos. Lo grave es que la han convertido en la encrucijada que lleva a la paz o la guerra euroasiática y norteamericana, la primera impulsada por quienes luchan por una responsabilidad compartida en un mundo multipolar, la segunda y más salvaje que el hombre viene enfrentando desde que empezó a caminar, por aquellos que siguen obstinados en un control unipolar del universo que ya a estas alturas de la historia es un imposible material, humano y moral.