Emocionarse es gratis pero puede salir muy caro
Muchos estudios han puesto de manifiesto que primero sentimos y milésimas de segundo después racionalizamos lo que hemos hecho impelidos por nuestras emociones o sentimientos.
Este psicologismo primordial ha sido capturado por la mercadotecnia, la publicidad y la propaganda para incidir en la mente de los consumidores y los electores con el propósito de elevar las ventas de productos y bienes y de captar votos de personas indecisas.
Desde hace décadas el coaching y mentoring han hecho suyo el concepto etéreo de inteligencia emocional, pretendiendo corregir la fría razón reflexiva o especulativa con dosis adecuadas de emociones templadas que dieran un cariz más humano y positivo a nuestras decisiones.
En realidad lo que de verdad se intentaba lograr es defenestrar a la razón de la cúspide de la inteligencia y poniendo en su lugar algo más genuino y benefactor: las emociones y los sentimientos. ¡Ay, el romanticismo!
Antes que pensar mejor es sentir podría ser el lema del neoliberalismo imperante desde mediados del vencido siglo XX.
La gente que piensa demasiado puede convertirse en rebelde mientras que si se deja arrastrar por sus emociones compulsivas no irá más allá de convertirse en un eslabón aíslado que como máximo requerirá de terapias individuales para regresar a la rueda del consumo cotidiano.
La razón exige respuestas coherentes. Las emociones y sentimientos, por el contrario, solo precisan expresar sus deseos y colmarlos mediante intercambio monetario o poseyendo el objeto de su inmediato impulso. Si el proceso deviene en frustración, lo dicho antes, psicoterapia y volver a empezar.
Por su parte, la inteligencia que usa de la razón es menos doblegable. Una idea puede ser refutada pero si no caemos en el dogmatismo seguiremos pensando a través de rectificaciones o adaptaciones mentales a la nueva realidad conocida.
De todo lo antedicho se desprende que las emociones y los sentimientos son más manipulables que la razón. De ahí que abunden las obras artísticas que van directamente a provocar reacciones emocionales o sentimentales. Llorar y empatizar con personajes de ficción es muy fácil. Se dice de esas personas de lágrima rápida que son sensibles, todo lo contrario de aquellas personas que sopesan sus decisiones y son críticas con la realidad que habitan.
El colectivo emocional de lágrima a pie de suspiro llora a raudales en lo virtual mas le cuesta entrar en la cruda realidad. Una persona inmigrante o pobre o una mujer maltratada, protagonistas de una película, una novela o una obra de teatro o recreadas en un cuadro pictórico o una escultura son más asimilables si no son reales que si son de carne y hueso. Una vez bien lloradas y empatizadas en la ficción, la ética personal del espectador se queda a salvo y puede inmunizarse ante la realidad real en la que vive.
La ficción tiene efecto placebo: la lágrima fácil nos exime de actuar social, sinndical y políticamente. Una vez cubierta nuestra cuota de sensibilidad artística nos quitamos de encima la responsabilidad política.
La división radical entre emociones cálidas y positivas y razón fría, negativa y calculadora es una falacia. Todo ser humano es portador de inteligencia, razón, emociones y sentimientos. Y pese a los estudios que dicen que primero viene la emoción y luego el raciocinio para justuficar o censurar lo sentido, lo cierto es que el proceso viene a ser dialéctico, como todo en la vida, se influyen mutuamente.
Poner el acento en las emociones es una cuestión ideológica de primer orden para manejar mejor a la sociedad en su conjunto. Primero dirigimos las pulsiones emocionales lo que supone una intervención directa sobre los pensamientos que siguen. Y lo que sigue son pensamientos, ideas sugeridas y actitudes conformistas con el orden establecido.
Así parece que los pensamientos surgen de nuestra propia cabeza sin atisbar a ver lo que previamente nos han hecho sentir por inducción psicológica los medios de comunicación de masas.
Emocionarse es gratis pero nos puede salir muy caro. Pensar críticamente cuesta un esfuerzo añadido pero tal vez consigamos alcanzar un mundo individual y social más ajustado a la realidad que nos circunda. El precio por emocionarse es nimio pero el valor de pensar no tiene precio.
Las emociones diluyen el yo en una carrera alocada por deseos intrascendentes mientras que pensar puede elevar el yo propio y el colectivo a cotas insospechadas.
No deje de emocionarse con lo que merece la pena pero tampoco deje de pensar por sí mismo/a.