El mito de la eficiencia capitalista
Detrás de la narrativa del progreso y la innovación, el capitalismo esconde su verdadero rostro: un sistema cleptocrático global que concentra riqueza mediante el saqueo colonial, la explotación laboral y la destrucción ecológica, mientras los modelos socialistas han demostrado mayor racionalidad distributiva y sostenibilidad.

Se repite con insistencia que el capitalismo es un sistema eficiente, capaz de generar riqueza y bienestar. Sin embargo, la supuesta “eficiencia” capitalista es en realidad un mito. El capitalismo no produce riqueza de la nada. Su “milagro” histórico ha sido saquear y apropiarse del trabajo, de los territorios y de las materias primas de otros. La acumulación originaria descrita por Marx es precisamente eso: robo, esclavitud, genocidio indígena y despojo de tierras comunales.
El norte global sigue viviendo del sur global: materias primas baratas, mano de obra semiesclava y deuda externa como mecanismo de dependencia. África es el ejemplo más claro. Se trata de un continente rico en minerales estratégicos —coltán, litio, oro— donde multinacionales del norte extraen recursos con violencia, dejando a la población local en la miseria. Desde el punto de vista ecológico, el capitalismo resulta además radicalmente ineficiente, pues la “creación de valor” se mide únicamente en PIB, sin descontar la destrucción de suelos fértiles, aguas potables, bosques, biodiversidad o estabilidad climática. La riqueza capitalista no es más que deuda ecológica.
En realidad, el capitalismo corporativo no redistribuye: concentra. Hoy el 1% de la población mundial concentra más riqueza que el 99% restante (Oxfam, 2023). Y lejos de incentivar la innovación, las grandes corporaciones funcionan como monopolios rentistas que bloquean la competencia, acaparan patentes, especulan y destruyen economías locales. La lógica capitalista conduce inevitablemente a crisis recurrentes —1929, 2008, 2020— y, en cada ocasión, es el Estado quien debe rescatar al capital privado con dinero público. ¿Dónde está entonces la tan proclamada eficiencia?
Frente a ello, los modelos socialistas muestran más racionalidad. El caso de China es ilustrativo: aunque hoy combina mercado con planificación, sus logros no se explican sin las bases de redistribución y control estatal. Según datos de Naciones Unidas (2020), ha sacado de la pobreza extrema a más de 800 millones de personas. ¿Qué país capitalista ha hecho algo semejante? Cuba constituye otro ejemplo. Pese al bloqueo más largo de la historia, mantiene sanidad y educación universales gratuitas, un índice de alfabetización superior al de Estados Unidos y una esperanza de vida casi idéntica. Además, es uno de los países con menor huella ecológica del planeta y de los pocos que cumplen los Objetivos de Desarrollo Sostenible (según WWF, Informe Planeta Vivo). Vietnam, por su parte, tras décadas de guerra devastadora, ha logrado en cuarenta años un crecimiento sostenido, reducción masiva de la pobreza y altos niveles de educación gracias a un modelo de economía planificada con apertura controlada.
La diferencia es clara. El capitalismo se basa en la acumulación infinita en un planeta finito, lo que lo vuelve insostenible por definición. Los sistemas socialistas, al menos en su teoría y en muchas de sus prácticas, parten de la planificación racional de los recursos, orientada al bien común y no únicamente a la ganancia inmediata. La “escasez” que Occidente critica en Cuba o Corea del Norte no es necesariamente signo de fracaso, sino de vivir dentro de los límites materiales. El capitalismo, en cambio, solo aparenta prosperidad porque externaliza sus costes al sur global y a las generaciones futuras.
Incluso desde la filosofía política conviene preguntarse: ¿quién es realmente el parásito? El argumento liberal acusa al socialismo de vivir de lo que produce el capitalismo, pero la historia demuestra lo contrario. Es el capital privado quien parasita de los bienes comunes: infraestructuras, educación pública, salud, ciencia financiada con impuestos. Es el norte quien parasita del sur, mediante esclavitud, colonialismo, deuda externa y extractivismo. Y es el presente quien parasita del futuro con emisiones, residuos y pérdida de biodiversidad.
En este marco, el socialismo no significa vivir de lo que otros producen, sino garantizar que lo producido colectivamente se reparta colectivamente en lugar de ser capturado por una minoría privilegiada. Redistribuir no es parasitar, es devolver a la sociedad lo que ella misma ha generado.
La conclusión es clara: el capitalismo no solo no es eficiente, sino que constituye un sistema cleptocrático global que acumula riqueza gracias a la explotación del sur, del trabajo ajeno y de la naturaleza. Los experimentos socialistas, aunque con errores y contradicciones, han demostrado mayor capacidad redistributiva, eficiencia ecológica y racionalidad social.
Fuente: El mito de la eficiencia capitalista | Células verdes