Kepa Arbizu •  Cultura •  13/12/2023

“Dejar el mundo atrás”, de Sam Esmail. Y de repente… El Apocalipsis

El realizador de las reconocidas series “Mr. Robot” o “Homecoming”, se pasa al formato largometraje para, tomando la esencia del libro homónimo, escrito por Rumaan Alam, enfrentar con inteligencia, tensión e incluso ironía el misterioso apagón energético al que es sometido Estados Unidos y que desestabiliza su sociedad.

“Dejar el mundo atrás”, de Sam Esmail. Y de repente… El Apocalipsis

Al igual que Charles Baudelaire señalaba que el mejor truco esgrimido por el Diablo para pasar desapercibido consistía en hacernos creer que no existía, del mismo modo el colapso energético, y todas sus dramáticas consecuencias, ha encontrado en la negativa a ser valorado como una posibilidad relativamente inmediata su argumento “preferido” con el que esconderse agazapado. En un imaginario colectivo emborronado donde se apilan en el mismo saco los discursos vertidos por charlatanes junto a los expuestos por expertos, el resultado final arroja una displicencia, apoyada bajo el autoconvencimiento de asistir a un excesivo catastrofismo, como actitud particular frente a un problema de entidad global. A modo de propaganda involuntaria, los estudios actuales que señalan la capacidad de las próximas tormentas solares a la hora de desactivar todos los mecanismos de comunicación, dejando al descubierto nuestra absoluta dependencia de ellos, sirven para dotar de una perfecta y apocalíptica verosimilitud a «Dejar el mundo atrás», adaptación del libro homónimo, dirigida por Sam Esmail.

Estrenada el pasado 8 de diciembre en Netflix, la facturación formal de este film no puede ser considerada ajena al padrinazgo ejercido por la exitosa plataforma, que más allá de convertirse en un boyante escaparate de exhibición es al mismo tiempo un expendedor, a través de la mayoría de su catálogo, de ciertas características comunes en sus realizaciones. Elementos que trasladados a este caso concreto se manifiestan en la recolección de estrellas de Hollywood en su reparto (entre el elenco se encuentran Julia Roberts, Ethan Hawke o Kevin Bacon); un aspecto visual imponente transmisor de un ambiente intrigante; la trascendental utilización de la música, sea incidental o en formato de banda sonora; una extensión considerable, 141 minutos, bajo una división episódica y sobre todo unos aspectos técnicos llamativos en su función por atraer la atención del espectador, como es el uso de variados tipos de encuadres como generadores de incertidumbre. Aceptando que todo ello es parte de la línea editorial aplicable a una alta representación de la filmografía actual, con esta película queda avalado que dichas herramientas, cuando no son sólo filigranas vacuas, sino un vehículo perfectamente conducido y bajo unos propósitos conceptuales claros, pueden ser un ejercicio de gran valor.

A partir de ahí la cinta puede ser leída desde diferentes puntos de vista y estrujada hasta lo que cada espectador crea conveniente. Porque ya desde su propio inicio podemos encontrar un sutil acento paródico, donde la antaño bautizada como Novia de América, y en cierta medida recuperada por este mismo director con la serie «Homecoming», finiquita un inicial discurso sensiblero sobre las motivaciones que le llevan a realizar una escapada con su marido y dos hijos por medio de una lapidaria y explicita sentencia que desvela su verdadera razón: no soporta a la gente. Una misantropía que dominará su personaje y que encontrá su contraposición en el mucho más frugal comportamiento de su marido (Ethan Hawke), al que un buen partido en la televisión y bebida parece ser suficiente botín para hermanarse con la humanidad. Un plan vacacional que, ya desde su partida hacia un pequeño paraje en Long Island, donde les espera una lujosa casa alquilada, es fotografiado con ácida mirada al retratar a los cuatro habitantes del vehículo compartiendo espacio pero cada uno conectado a un aparato digital diferente, y es que por lo visto, la familia que interacciona virtualmente junta, permanece unida, aunque cada uno desde su propio nicho.

Como el buen thriller ante el que estamos, su manejo de la intriga se realiza a base de no enseñar lo que sucede sino de cautivarnos con la incógnita, señalando esa placentera llegada al responso vacacional como la antesala de una pesadilla. Incluso antes de deshojar los diferentes acontecimientos, su entrada en la paradisíaca playa, si no fuera por la cantidad de deshechos que se arremolinan en su orilla, es acompañada de una terrorífica música que, si para ese momento todavía no nos había derivado -una analogía claramente intencionada- a Tiburón, la aparición en la costa de un gran petrolero, que con su casco en punta amenaza la seguridad de los turistas, no deja duda respecto a su clara referencia a la obra de Spielberg. Más que un homenaje, que también, se trata de una actualización, versión 3.0 si se prefiere para mantener la nomenclatura de la cinta, de aquellos miedos expresados hace décadas y que todavía siguen vigentes, una argucia que repetirá en varios momentos, esgrimiendo escenas de Hitchcock, Tarantino o principalmente, y asumiendo también su ambientación, de M. Night Shyamalan. Porque toda la narración de la película puede ser catalogada como un continuo tejido entorno a los diferentes avisos de emergencia, el más llamativo y recurrente la presencia de una naturaleza cambiante que observan como peligro los protagonistas cuando en realidad es un grito de socorro, que el ser humano desoye continuamente inmerso como está en una carrera por delimitar sus preocupaciones a las de su propia vida y aquellos más cercanos. Pero por si no fuera suficiente nuestra propia condición aislacionista, siempre podremos recurrir a alguna de esas series de inerte nostalgia alimentada de ridículas problemáticas con las que alienar nuestras expectativas existenciales, extraordinario y trascendental en ese terreno el papel que asume la adicción y empatía emocional de la hija pequeña, mientras el hermano mayor lucha contra sus desmandadas hormonas, con «Friends».

Mientras los primeros contratiempos domésticos -relacionados con el desfallecimiento de todo tipo de formatos electrónicos- incomodan a la familia, ya que si en aquella película de serie B dirigida por Stephen King, «La rebelión de las máquinas», éstas se ponían en pie de guerra, aquí sólo les hace falta una huelga de brazos caídos para desatar el desastre, la aparición de un padre y una hija de raza negra -pero adinerados y a priori dueños de la casa- pidiendo pasar la noche despertará el recelo y las sospechas de Julia Roberts, respuesta opuesta a la de un servicial y alegre marido que, por el contrario, más adelante, será incapaz de tender la mano a una mujer latina de clase trabajadora. La perturbación que siempre genera la aparición inesperada de un huésped, igualmente muy bien utilizada en la reciente «Barbarian», funcionará al mismo tiempo de metáfora sobre ese arraigado resquemor que sentimos hacia quien catalogamos de forastero y como desencadenante, al menos cronológicamente, de todo un in crescendo en el desabastecimiento generalizado de redes eléctricas que propiciará la evolución o cambio de registro de varios de los personajes según las circunstancias se van precipitando. Un desarrollo argumental perfectamente hilado para delatar la estructura de fragilidad sobre la que se aposenta ese supuesto gigante tecnológico que, al perder su maquinaria, deja al desnudo una sociedad aterida por los mismos miedos atávicos de siempre y desposeída de su iniciativa para sobrevivir sin una luz que indique el funcionamiento de los diversos dispositivos.

Sin la explicita violencia de la serie «El colapso» ni la reflexión filosófica de la extraordinaria «Take Shelter», «Dejar el mundo atrás» encuentra su particular rumbo conduciendo con pulso extraordinario la turbulenta naturaleza que palpita en sus entrañas como el calado humanista de su propuesta. Su paso sereno pero de intrigante determinación hacia ese cataclismo final no persigue una sorpresiva ni efectista revelación, lo suyo es una apuesta mucho más angustiosa, situándonos en un contexto donde pese a presentarnos como la generación más preparada e informada de la historia, seguimos funcionando bajo esa inestable incertidumbre a la que ni todos los avances tecnológicos impedirá reaccionar bajo sus más raciales instintos. Frente a esa discordante sinfonía sobre la que nos hacen danzar torpemente los grandes poderes o las informaciones interesadas, el individuo ha rechazado la opción de crear un entorno común donde la protección propia confluya con la ajena para encaminarse hacia su particular guarida en la que sentirse -ilusamente- a salvo. Al igual que la humanidad, el gran dilema al que nos enfrentamos para derrocar al Apocalipsis no ha variado: Usar nuestra mano para tenderla en señal de ayuda o para empuñar el arma.

Kepa Arbizu.


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