Puño en Alto •  Opinión •  01/05/2022

Medina, Luceño, Almeida, San Chin Choon y más del montón

Un proveedor malasio cuyo nombre recuerda tanto al embutido que pudiera parecer inventado con recochineo; un aristócrata, a la sazón sátrapa con denominación de origen; un empresario trincón e hipócrita que evoca a un distintivo de astado taurino y un alcalde campechanito con complejo de agente de la Stasi de la RDA, gustoso de medir la supuesta altura social a los que procura servir. Con estos mimbres solo era posible que se orquestara una operación del trinque y saqueo tan burdo de las arcas públicas como es el caso de la estafa de las mascarillas. ¿Qué podía salir mal de tamaña chapuza dada la catadura moral y ética de los intervinientes?

Solo al bueno de Azcona se le hubiese podido ocurrir escribir un guión de una supuesta y zafia estafa con esta tropa para que un genio como Berlanga inmortalizara, una vez más, cierta parte de la sociedad patria trincona con correspondencia internacional.

No obstante, ni la descripción caricaturesca de los personajes en cuestión, ni la monumental chapuza, que solo se puede entender desde la creencia de la impunidad que le daban, por una parte, las especiales y propiciatorias circunstancias creadas por la propia pandemia y, por otra, por las atribuciones sociales que pretendían representar cada cual, no debe servir para quitar un ápice del hierro que supone lo que urdieron en tales graves circunstancias utilizando los resortes sociales y hasta políticos necesarios para ello.

La reacción de cada cual, una vez descubierto el pastel, igualmente compagina con la catadura moral individual y en conjunto de la tropa. Pero lo que no son ni unos pillos, ni chuscos ejemplares de la picaresca propia del país como algunos lo han pretendido calificar para minimizar su importancia.

El malayo, de existir realmente, se encuentra desaparecido en combate, riéndose debe estar allá en aquel paraíso fiscal de Kuala Lumpur, felicitándose de haber engañado a los que engañan a los que supuestamente se dejan engañar.

El aristócrata, vividor donde los hayas, cuya nobleza no obliga a nada más que a seguir viviendo bien y a tutiplén a costa de lo que sea, niega la mayor argumentando que solo ha cobrado lo estipulado normalmente y quien lo investigan son unos recalcitrantes rojos perseguidores de quienes se distinguen por tener abolengo legendario en el tiempo. Lamenta que tener las cuentas bancarias embargadas, aunque el saldo no supera los 300 euros. El empresario formado, profesional, moral y éticamente en una muy conocida universidad privada religiosa, que debió faltar a las clases de moral y ética, manifiesta que obró siempre pensando en el bien que realizaba a la sociedad y que cobró lo que tenía que cobrar, faltaría más.

Y por último, la reacción del alcalde capitalino que ha pasado por todas las fases propias del manual de costumbre para estos casos. Negar lo evidente, culpar a terceros y pretender pasar por víctima doblemente: ser estafado y perseguido por una conjura de la insaciable izquierda opositora en el ayuntamiento.

El final al sainete de este vomitivo nauseabundo saqueo de las arcas públicas está en manos de la justicia y, en último extremo, en el reproche social generalizado. Pero la justicia en este país sabemos de qué pie cojea y por desgracia la sociedad no tiene los resortes éticos y morales engrasados para dar la respuesta contundente a estos trincones.

 

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