Agencia SINC •  Laura G. De Rivera •  Ciencia •  22/04/2024

La Antártida, fértil campo de estudio para los científicos españoles

Come-rocas, bosques de diatomeas que secuestran carbono o la corteza oceánica de hace millones de años son algunos de los proyectos en los que se han volcado los científicos españoles que acaban de regresar de la campaña antártica 2024. Varios de ellos cuentan a SINC en qué ha consistido su aventura y para qué servirán sus investigaciones.

La Antártida, fértil campo de estudio para los científicos españoles

“Los días se hacen más cortos y la nieve es más frecuente en esta época. Es hora de volver a casa y dejar la isla de Livingston y la Base Antártica Española Juan Carlos I, donde tan bien hemos estado y tan científicamente productivo ha sido el último mes. El buque Hespérides nos recogerá pronto y, dentro de unos días, la base también cerrará hasta el año que viene”. Así cierra la investigadora del Grupo de Ecología Microbiana y Geomicrobiología del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) Asunción de los Ríos su cuaderno de bitácora el 27 de marzo de 2024, después de cuatro semanas en la península de Hurd, un lugar del mundo tan extremo, tan apartado, que muchos de nosotros solo lo llegaremos a conocer en fotos.

Junto a Rebeca Arias, la doctora Ríos codirige Rockeaters (2020-2024), un nombre rocanrolero para un proyecto centrado en los pioneros y más intrépidos habitantes de la tundra: los microorganismos que habitan en las rocas. Tras el retroceso de los glaciales, son primeros que colonizan los suelos de las morrenas, sin nutrientes y en condiciones nada favorables. Son el eslabón inicial en el funcionamiento de este ecosistema tan especial. Sin ellos, no se establecerían otras formas de vida. Gracias a su acción metabólica, el fósforo de las rocas se libera y, con él, podrán alimentarse organismos más complejos que llegarán después, sucesivamente, como los líquenes y los musgos, o las dos únicas plantas que se han descrito en el continente austral. “Por eso, cada vez vemos más verde la Antártida”, dice Ríos.

Líquenes crustáceos y fruticulosos en los roquedos colonizados. / Asun Ríos

Microbiodiversidad en la roca helada

Grandes supervivientes en el desierto de hielo, estos microbios también forman comunidades endolíticas. “Hay una gran diversidad oculta que aprovecha la protección de la roca, viviendo en microhábitats que hay dentro de ella. Podrían ser reservorios de diversidad frente al cambio climático”, nos cuenta esta bióloga, fascinada por el diminuto cosmos rocoso que bulle de vida en un paraje tan inhóspito.  Ocurre, por ejemplo, en los valles secos de McMurdo, “una zona libre de hielo de la Antártida con condiciones muy extremas”.

“Todavía hay una gran diversidad de microorganismos en la Antártida que no conocemos”, señala. Para aprender un poco más de ellos y estudiar su contribución a los ciclos biogeoquímicos globales, el trabajo de Ríos en aquellas latitudes consiste en recolectar muestras sobre el terreno, para luego analizarlas con técnicas de biología molecular y microscopía electrónica. “Lograr las muestras más interesantes no es fácil. Los mejores lugares son las rocas que sobresalen en las masas de hielo glacial o los acantilados en la costa solo accesibles con zodiac”, apunta.

El frío, sin embargo, “es lo de menos”. ¿Pero no sería más cómodo quedarse en España para analizar material que recojan otros? Ríos lo tiene claro. “Como bióloga, estar aquí es fantástico. Cuando eres tú quien recoge las muestras, sabes de primera mano en qué condiciones se obtuvieron y eso te ayuda a interpretar mejor los resultados. Vuelves a ser ese científico que estaba haciendo la tesis. Te permite alejarte de todo el papeleo y emocionarte de nuevo con tus experimentos”, confía a SINC esta científica que, este año, ha realizado su sexto viaje a la Antártida.

El equipo de Asun Ríos aprovecha un día soleado para recorrer con zodiacs la bahía sur de la isla de Livingston, para la recogida de muestras. / Asun Ríos

La Antártida hace 20 millones de años

Recoger muestras también es el objetivo de Fernando Bohoyo, investigador del Instituto Geominero de España (IGM-CSIC). Aunque a él no le interesa la superficie, sino el fondo submarino. Dentro del programa AntOcean, Bohoyo zarpó también a primeros de 2024, como director el proyecto TEMPERATE, que trata de determinar la estructura tectónica profunda de la península Antártica y cómo esta influye en la evolución paleogeográfica de la región y en el clima de todo el planeta.

Para eso, estudia el relleno sedimentario de los últimos millones de años y el basamento que hay debajo. El buque Hespérides está equipado con tecnología que permite este mapeo, como la sísmica multicanal, “una especie de ecografía del terreno que alcanza a varios kilómetros de profundidad, equivalentes a entre 15 y 25 millones de años”, explica a SINC este investigador. Porque hablar de espesor del sedimento equivale a hablar del tiempo geológico que esos materiales necesitaron para depositarse.

Con mayor resolución que la anterior pero menos alcance –los últimos 2000-5000 años–, otra técnica que emplean es la sonda paramétrica de alta resolución TOPAS. Como un transformer multiusos, el barco también cuenta con un aparato de batimetría multihaz, “una sonda que hace un barrido de la topografía del fondo como una cortina, a tres veces la profundidad a la que estás. Es muy importante porque sirve para ver la morfología y rasgos tectónicos del fondo marino”, señala Bohoyo.

Para el muestreo propiamente dicho, los científicos recurren a los testigos de gravedad, “un tubo de 5 metros de acero que penetra en el sedimento, a profundidades de más de 3000 metros”, y a una mini draga que es “como una cuchara que alcanza los primeros 50 metros de sedimento”. 

¿Y para qué todo este despliegue? “Nuestro objetivo es conocer los procesos geológicos que tuvieron lugar en la península Antártica desde hace 20 millones de años. Queremos saber qué ocurría en el pasado en escenarios con las condiciones que estamos viviendo en la actualidad en cuanto a subida de las temperaturas, aportes orgánicos, concentración de CO2, etc”, apunta Bohoyo.

La idea es, con esa información, poder predecir el comportamiento de los glaciales y las corrientes oceánicas en posibles escenarios futuros. Aunque puede parecer lejano y ajeno, resulta que las profundidades del océano Antártico se cuece el baile tectónico que intractúa con la corriente circumpolar antártica, “que pone en comunicación el Atlántico, el Pacífico y el Índico y es la que distribuye el calor y los nutrientes a los océanos de todo el globo”, nos recuerda.

Andrés Rigual, en su desembarco en la base Gabriel de Castilla, con el Hespérides al fondo. / José Abel Flores Villarejo

Bosques de diatomeas, fuente de oxígeno

Otro proyecto dentro del programa AntOcean cuyos integrantes se dieron un paseo por la las islas Shetland del Sur a principios de año es BASELINE, de la Universidad de Salamanca, dirigido por María Ángeles Bárcena y Andrés Rigual. A este equipo lo que le interesa son unos seres acuáticos muy especiales, las diatomeas, unas algas unicelulares con un esqueleto recubierto de sílice que son las base de la cadena alimentaria en el océano Antártico. Sin ellas, no habría plancton, ni peces, ni focas, ni pingüinos, ni siquiera ballenas.

“Todos se alimentan directa o indirectamente de krill, que es la especie animal con mayor biomasa del planeta. Y el krill se nutre de algas unicelulares, sobre todo, diatomeas”, cuenta a SINC Rigual, profesor de Paleontología, especializado en microplancton moderno y fósil y su papel en los ciclos biogeoquímicos.

“Son muy abundantes en estas aguas. Son como un bosque que no se ve, porque son microscópicas”, señala. Como ocurre en tierra con los microbios que estudia Ríos, la función metabólica de las diatomeas es una pieza clave del ecosistema, en este caso, global. Para empezar, contribuyen a mantener a raya el exceso de dióxido de carbono de la atmósfera.

“Fijan CO2, que utilizan para construir su esqueleto silíceo. Cuando mueren, lo transportan desde la superficie al fondo oceánico”, señala este científico enamorado de la investigación. Pero no solo eso. Además, estas algas diminutas liberan oxígeno en el proceso. Nada menos que un cuarto de todo el oxígeno que hay en la atmósfera proviene de las diatomeas, y la mayor parte de ellas está en la Antártida. Es la clave, precisamente, una de sus líneas de estudio: “Queremos ver cuánto carbono pueden secuestrar y qué especies serían más eficientes”.

En este sentido, existen proyectos de bioingeniería dirigidos a fertilizar el océano con hierro –un elemento que las algas necesitan para hacer la fotosíntesis y, por tanto, para sobrevivir y reproducirse, secuestrando así más CO2–.

Sin embargo, el paleontólogo aconseja cautela, y advierte de que puede ser peor el remedio que la enfermedad. “El riesgo es muy grande. Cuando alteras un ecosistema de forma tan bestial no puedes predecir las consecuencias. Implicaría cambiar la armonía de los bosques oceánicos y ello puede afectar a los ciclos naturales de los ecosistemas”.

Rigual se ocupa de analizar las muestras de diatomeas de hace miles de años, cuyos esqueletos quedan preservados en el sedimento del fondo marino. “Esto nos permite reconstruir un historia robusta de ls condiciones ambientales del pasado”, nos explica. También observa los cambios recientes en los ciclos vitales de estos organismos y la cadena trófica, con muestras de la sedimentación reciente superficial, “correspondientes a las últimas décadas”, y las columnas de agua actuales.

La península Antártica es una de las que cambian más rápido con el aumento global de la temperatura y los animales que viven allí son los primeros afectados. Queremos documentar ese cambio. Para evaluarlo, necesitamos saber cómo era el origen, el punto de partida”, apunta el experto.

Como un “Gran Hermano” científico

Cae la tarde en aquel extremo del globo y nuestro investigadores siempre tienen nuevas ideas e historias que compartir durante la cena. “Hay especialistas en áreas muy diferentes. La convivencia es uno de los aprendizajes más enriquecedores. Es como un Gran Hermano donde cada uno puede aportar sus conocimientos y surgen ideas de nuevos proyectos. Todos colaboramos y nos ayudamos en la recogida de muestras”, cuenta Ríos.

Eso sí, “la experiencia es intensa y bonita, pero también es dura porque se idealiza”, nos confía Rigual. “No estamos todo el día viendo pingüinos y ballenas. Hemos trabajado en el océano abierto durante 40 días, con mucho oleaje o malas conexiones. La investigación a veces se ralentiza porque, cuando el mal tiempo no permite aterrizar a los aviones, el Hespérides tiene que hacer de taxi para el transporte de material e investigadores en bases de otros países”. Aun así, este intrépido explorador de nuestra era nos contagian su emoción cuando reconoce que “es apasionante poder estudiar cómo funcionan estos ecosistemas únicos”.

Fuente: SINC


Antártida /