Unión Proletaria •  Opinión •  02/10/2023

La experiencia de la Internacional Comunista en la construcción de partidos de tipo bolchevique (y VI)

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VI- Luchando contra el fascismo y la amenaza de guerra

La crisis económica mundial de 1929-1933 y sus efectos socioeconómicos.

La crisis económica mundial de 1929-1933 trazó una divisoria en el de­sarrollo económico y sociopolítico del mundo capitalista. Por su inci­dencia en todos los aspectos de la vida social, en el sistema de relaciones de clase e interestatales, no tuvo parangón en la historia del capitalismo. Las contradicciones internas en los países capitalistas se agudizaron fuertemente, provocando la polarización de las fuerzas sociopolíticas.

Los rasgos importantes de la crisis económica de 1929-1933 que influyeron directamente en las condiciones de la lucha de clases fueron su extraordinaria profundidad, su carácter universal (la crisis afectó todos los países capi­talistas y todas las esferas de la economía) y su duración. La «gran de­presión» de los años 30 sólo se interrumpió con el auge de la producción de material bélico en vísperas de la segunda guerra mundial.

El coste de la destrucción material que causó esta crisis fue muy superior al de la primera guerra mundial. El empobrecimiento absoluto del proletariado pasó a ser un fenómeno general en todos los países capitalistas.

En vez de la era permanente de prosperidad y la «armonía de clases» prometidas, el mundo capitalista tropezó con un desbarajuste económi­co sin precedentes y una fuerte agudización de las contradicciones entre el trabajo y el capital, con la intensificación de la lucha de clases.

Los años de la crisis económica de 1929-1933 fueron la fase inicial de un nuevo auge del movimiento obrero internacional, un período de rea­grupación de fuerzas, de comprobación de las nuevas formas y métodos de la lucha de masas, de fortalecimiento orgánico e ideológico-político de las organizaciones obreras, de despertar para la actividad creadora de capas enteras de masas trabajadoras, todavía ayer pasivas y políticamente neutrales. En los países oprimidos y dependientes volvía a levan­tarse una alta ola del movimiento de liberación nacional.

Durante la crisis, la lucha de los desempleados se convirtió en im­portantísimo factor político. No había alcanzado nunca una magnitud tan enorme ni adquirido un carácter tan organizado y definido. Y esto fue debido no sólo a la miserable vida de la población trabajadora, sino también al trabajo abnegado de las fuerzas de izquierda (ante todo, de los comunistas). Las consignas y rei­vindicaciones del movimiento de desempleados eran luchar por el pan, los subsidios y el seguro social de desempleo, contra los desalojos y por la organización de obras públicas, etc. Como consigna principal del movimiento, se proclamó la lucha por crear un sistema estatal multilateral y eficaz de seguro social de desempleo a cuenta de los capitalistas, especificándose que ese sistema debía ser extendido también a los elementos de la pequeña burguesía que, como resultado de la crisis económica, se vieran privados totalmente de medios de subsistencia.

Fueron especialmente impresionantes los éxitos de la Unión Soviéti­ca en contraste con la bancarrota de la economía capitalista, la miseria y el empobrecimiento de millones de trabajadores y la agravación de los antagonismos y de la lucha de clases en los países del capital. Con las grandes realizaciones de los constructores del socialismo -que en un brevísimo plazo convirtieron un país pobre, desangrado por las guerras y el caos económico, en un Estado en proceso de dinámico desarrollo y de verdadera soberanía del pueblo- se materializaba un sueño de la hu­manidad, lo cual incluso dirigentes obreros ajenos al marxismo se vie­ron obligados a reconocer.

La lucha de los trabajadores debía enfrentar el recrudecimiento de la represión, apuntalada con una irrefrenable campaña propagandística en la cual se utilizaban todos los medios y métodos modernos de manipulación de la conciencia de las masas en el espíritu del antirradicalismo y el anticomunismo belicosos y de la «colaboración de clases». Las limitaciones de las libertades políticas y el terror policíaco se combinaban con el fomento de la discordia na­cional, de los ánimos revanchistas y chovinistas. Se reactivó el aparato, acrecido extraordinariamente, de violencia de la dictadura de la burguesía, aparato que se apoyaba en numerosas formaciones paramilita­res «voluntarias» de «vigilantes», de «patriotas», etc.

Las condiciones que cambiaron con rapidez, la agudización, mayor que nunca, de la penuria y las calamidades de las clases oprimidas, la ofensiva del capital contra los derechos y libertades civiles conquistados por aquéllas provocaron no sólo una notable reactivación de las masas, sino también la politización de sus reivindicaciones y consignas. La lu­cha económica y política de los trabajadores contra la ofensiva del capi­tal en los años de la crisis económica mundial de 1929-1933 dinamizó el movimiento obrero en todos los países del mundo burgués. Fue un período complicado de liberación de las ilusiones y los prejuicios arraiga­dos, un período de acumulación de fuerzas por una plataforma de clase, de comprobación de la capacidad de obrar de los partidos y los sindica­tos, de nuevas formas y métodos de lucha, de programas y consignas ideológicos. Desde el punto de vista de la acumulación de experiencia, dicho período fue muy fructífero.

Por lo que se refiere a la burguesía, enfrentó la crisis y la combatividad del movimiento obrero mediante los más diversos recursos, desde el reformismo liberal hasta el fascismo y la renuncia a las instituciones de la democracia burguesa. «La burguesía se ve obligada a rebelarse contra la obra de sus propias manos —dijo Palmiro Togliatti en las conferencias sobre el fas­cismo leídas en Moscú en agosto de 1935—, por cuanto lo que antes fue para ella un elemento del desarrollo, hoy se convierte en un impedimento para la conservación de la sociedad capitalista.»[1]

El fascismo se diferenciaba de un país a otro, pero su base de clase era única por su esencia. En las fases iniciales, el fascismo se popularizaba como un movimiento «desde abajo» e incluso como un movimiento an­ticapitalista, tratando de ganarse con promesas llamativas, efectos tea­trales y propaganda chovinista, a los grandes sectores pequeñoburgue­ses, elementos desclasados, la juventud, poniéndose la toga de luchador por los intereses de los «humillados y ultrajados», vinculando demagó­gicamente la idea de nación a la de clase. Una vez alcanzado su objeti­vo, el fascismo revelaba enseguida su carácter de clase como poder de la gran burguesía monopolista más reaccionaria y de los círculos asocia­dos con ella.

En contraste con los teóricos socialdemócratas y los trotskistas que veían en el fascismo la rebelión del pequeño propietario enfurecido por las cargas económicas, algo episódico, efímero, la Internacional Co­munista mucho antes de que Hitler asumiera el poder, vio y reveló la naturaleza de clase de este fenómeno, considerándolo ante todo como engendro de la reacción imperialista, como instrumento del capital monopolista.

El Programa de la Internacional Comunista, aprobado por su VI Congreso, hacía constar: «La combinación de demagogia social, co­rrupción y terror blanco activo, unida a una agresividad imperialista ex­trema en materia de política exterior: tales son los rasgos más carac­terísticos del fascismo. Utilizando la fraseología anticapitalista en los períodos especialmente críticos para la burguesía, el fascismo, una vez agarrado firmemente al timón del poder estatal, ha ido dejando por el camino sus oropeles anticapitalistas, para revelarse cada vez más como la dictadura terrorista del gran capital».[2]

Ya el propio hecho de que la clase obrera, sus organizaciones políti­cas y económicas pasaban a ser el objeto principal del terror fascista, evidenciaba de qué fuente clasista procedían los fascistas. La benevolencia con que la gran burguesía trataba a los movimien­tos fascistas se manifestó pronto y en formas diferentes: desde la expre­sión de simpatías políticas hasta el apoyo abierto (económico y políti­co).

Para la gran burguesía, en esos años de crisis económica mundial, el fascismo adquirió especial valor gracias a dos circunstancias. Primero, con los partidos fascistas, la gran burguesía logró un ins­trumento de yugulación del movimiento obrero y revolucionario. Se­gundo, esos mismos partidos le permitían aplicar, no sin éxito, la políti­ca de engaño ideológico y de embotamiento de los sentimientos radicales de izquierda entre las grandes masas de la población. La gran burguesía que empezaba a perder el control sobre las masas cada vez más desengañadas del parlamentarismo, vio en el fascismo un medio de mantenimiento y extensión de la ba­se social de su dominio.

El ascenso de Hitler al poder sirvió de señal para la amplia ofensiva del fascismo en muchos países capitalistas. No sólo aniquilaba al mo­vimiento obrero y sus organizaciones políticas, sino también las institu­ciones democráticas en general, incluidos el parlamento, el derecho electoral, etc. Se distinguía de la reacción anterior, en que tenía carácter total, sustituyendo el progreso político y espiritual que había aportado la revolución burguesa por la teoría misan­trópica del racismo y la prédica de conquistas territoriales, acorde con la naturaleza monopolista-imperialista que había adquirido el capitalismo (sobre todo por parte de los Estados que exigían un nuevo reparto del mundo a su favor, en proporción a su fuerza; en otros Estados donde la burguesía se sentía más segura, recurría a la maniobra social, como EE.UU. con el New Deal, desde 1933). Además, utilizando al fascismo como fuerza de choque, la reacción imperialista internacio­nal trataba de hacer realidad el plan, concebido hacía tiempo, de liqui­dación del primer Estado socialista, la URSS.

El avance del fascismo fue el alto precio que se tuvo que pagar por la desunión del movimiento obrero y otras fuerzas democráticas, y por insuficiente comprensión de la relación existente entre la lucha por la democracia y la lucha por el socialismo. Pero fue, al mismo tiempo, un estímulo pa­ra el desarrollo de la aspiración a la unidad de las filas de la clase obrera y a la unidad de acción de todas las fuerzas antifascistas, democráticas.

Las formas de resistencia a la ofensiva ideológica y política del capital hasta entonces practicadas por los partidos comunistas se volvían insuficientes o incluso imposibles en esta nueva situación. Había que formular de un modo nuevo tareas concretas de acumulación de las fuerzas políticas de la revolución socialista. La crisis mundial de 1929-1933 había convertido la lucha por la paz y contra el desencadenamiento de una nueva guerra mundial en una cuestión primordial, toda vez que, en los gobiernos de los países capitalistas no fascistas, crecía la influencia de los partidarios de la colusión con los Estados fascistas agresores, sobre una base antisoviética. Pero fue posible desbaratar este plan gracias al creciente poderío de la Unión Soviética y al fortalecimiento y maduración del movimiento obrero y comunista.

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La estrategia y la táctica de la lucha contra el fascismo y las fuerzas de la guerra.

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El XI Pleno del Co­mité Ejecutivo de la Internacional Comunista (marzo-abril de 1931)

En una situación de profundísimas conmociones sociales y económicas y de crisis de la democracia burguesa, el movimiento comunista fue la única fuerza política organizada que luchó de modo resuelto e intransi­gente contra la reacción imperialista y el fascismo. El XI Pleno del Co­mité Ejecutivo de la Internacional Comunista (marzo-abril de 1931), al hacer constar la intensificación de la pugna entre los dos sistemas—el so­cialismo que avanzaba y el capitalismo atenazado por una crisis des­tructora— señaló que la burguesía reforzaba la ofensiva «no sólo contra la clase obrera, sino también contra otros vastos sectores de trabajado­res de la ciudad y del campo», «organizaba bandas terroristas fascis­tas», allanaba las organizaciones obreras y las demás organizaciones revolucionarias.

El fascismo, dijo D. Manuilski, representante del PC(b) de la Unión Soviética en el CEIC, además de ser un síntoma de descomposición y de crisis del capi­talismo, es también «una de las formas de ataque del capital que contie­ne elementos de superación de esta crisis… El fascismo es el ataque y la defensa del capital». El establecimiento de la dictadura fascista signi­ficaba una derrota temporal del proletariado. A los partidos comunistas se les planteó la tarea de combatir sin escatimar fuerzas, no sólo con­tra las dictaduras fascistas existentes, sino también contra toda ofensiva del fascismo, toda fascistización y todas las medidas de los gobiernos reaccionarios que reforzaban las posiciones del fascismo.

Pero, en aquel preciso momento, todavía no se tenía suficiente claridad sobre la correlación de fuerzas de clase y, por consiguiente, sobre la necesidad de promover a primer plano las tareas democráticas antifascistas. Se decía que la crisis y la lucha de clases colocaba a las grandes masas trabajadoras ante “una opción decisiva: o la dictadura de la burguesía o la dictadura del proletariado”. La estrategia y la perspectiva finales eran correctas, pero se exageraba el ritmo de los acontecimientos, previendo una segunda ronda de revolucio­nes y de guerras que «debía estremecer el mundo mucho más profunda y ampliamente que el ascenso de 1918-1919». Así sería tras la victoria sobre el fascismo en la II Guerra Mundial que dio a luz el campo socialista, pero de una manera muy diferente a las revoluciones proletarias anteriores. No se tomaba en consi­deración en la medida necesaria que el alineamiento de fuerzas resultan­te de la ofensiva fascista cambiaba, se hacía más complejo y contradictorio.

Las conclusiones de la Internacional Comunista y de los partidos comunistas se apoyaban en determinadas tendencias de la lucha social. Los comunistas se daban cuenta de que se producía la polarización de las fuerzas de clase y que la burguesía avanzaba por el camino de fascis­tización, en tanto que los partidos que pretendían el papel de defensores de las libertades democráticas burguesas, resultaban incapaces para ofrecer resistencia a la reacción y el fascismo en ofensiva. Cundía el malestar de los obreros descontentos con el régimen burgués que condenaba a los trabajadores a la miseria y la falta de derechos. Entre el sector avanzado de los obreros se hacía cada vez más popular la consigna de destrucción del capitalismo y de establecimiento del poder del proletariado. Sin embargo, esa tendencia a la polarización entre revolución proletaria y contrarrevolución burguesa -dominante a escala histórica- era consideradas por los comunistas como también dominante a escala política, lo cual no correspondía a la realidad. Los partidos comunistas creían que la crisis y la fascistización en los países capitalistas, de un la­do, y los éxitos del socialismo en la URSS, de otro, empujaban a la clase obrera a emprender una lucha resuelta contra todas las formas de la dic­tadura del capital, incluida la democracia burguesa. Por lo tanto, se promovía el camino más radical y directo de salida de la crisis: la revolución so­cialista. La lucha de los obreros revolucionarios por la satisfacción de sus reivindicaciones económicas y por sus derechos, contra la ofensiva de la reacción y del fascismo, era considerada como inmediata prepara­ción de la revolución socialista.

El Pleno infravaloró las contradicciones entre la democracia burguesa y el fascismo, como una contraposición estrictamente liberal. Y es cierto que el liberalismo exagera el valor de la forma democrática que llega a adoptar el régimen capitalista, despreciando su contenido que es el sufrimiento causado por éste a las masas. El fascismo denuncia demagógicamente esta contradicción para seducir a las masas y luego agravar su sufrimiento cuando consigue ejercer el poder absoluto. Los comunistas, en cambio, les revelamos cómo remediarlo por medio de la revolución socialista, pero la realización de ésta es tanto más rápida y menos dolorosa cuanta mayor libertad y democracia tenga el proletariado para desarrollar su lucha de clases. Por tanto, nuestra oposición al liberalismo va más dirigida al contenido del régimen burgués que a sus formas políticas democráticas, terreno en que el advenimiento del fascismo nos puede obligar a combatirlo en alianza con la burguesía liberal, si no tenemos fuerzas suficientes para pasar inmediatamente a la revolución socialista. Debemos enfocar de manera dialéctica, y no metafísica, la relación entre el contenido y la forma.

Debido a que la socialdemocracia de derecha se mostraba contraria al frente unido del proletariado contra la ofensiva burguesa y permanecía inoperante res­pecto del fascismo que rabiaba por asumir el poder, la Internacional Comunista y los partidos comunistas valoraron de un modo aún más negativo que antes el papel de la socialdemocracia. La Internacional Comunista y sus secciones estimaban que en la situación creada había más razones que anteriormente de considerar la socialdemocracia como puntal social fundamental de la burguesía. En consonancia con ello fue­ron formuladas algunas decisiones tácticas concretas que enfilaban el golpe principal contra la socialdemocracia.

En el movimiento comunista estaba muy extendida la definición de la socialdemocracia como “socialfascismo” (socialismo, de palabra, y fascismo, de hecho), definición que fue no sólo consecuencia de la actitud esquemática, sectaria, de los comunistas ha­cia la socialdemocracia, sino también la reacción de los obreros revolucio­narios a la política de los dirigentes socialdemócratas de derecha. La política de colaboración de clase con la burguesía aplicada por esos diri­gentes tomaba muchas veces formas en que la cúspide socialdemócrata tomaba parte en la represión terrorista contra los obreros revoluciona­rios a semejanza de como lo hacían los fascistas. Era completamente obvia también la tendencia, acusada a comienzos de los años 30, de par­te de la socialdemocracia de derecha a promover políticas afines a los planes corporativos fascistas. En una serie de partidos socialdemócratas surgieron grupos políticos que defendían los planes de instaura­ción un «poder autoritario». Muchos dirigentes socialdemócratas de derecha procuraban adaptarse al régimen fascista, como los del PSOE bajo la dictadura de Primo de Rivera.

La acusación de «socialfascis­mo», a pesar de que la merecían por su conducta algunos jefes de la socialdemocracia, fue errónea porque tomaba la parte por el todo. Impedía advertir a tiempo que en las filas de la socialdemocracia cundían ánimos antifascistas y que, en el curso de la ofensiva fascista, la mayor parte de la masa socialdemócrata tendía a ponerse del lado de la lucha antifascista.

El Pleno apoyó también los acuerdos del V Congreso de la Interna­cional Sindical Roja (agosto de 1930) sobre la necesidad de transformar las oposiciones sindicales revolucionarias en sindicatos revolucionarios independientes. Esta recomendación también restringía las posibilidades de la labor de los comunistas entre las masas, separaba a la minoría revo­lucionaria de la masa sindical fundamental.

La táctica de frente único de los obreros era considerada en esos años principalmente como táctica de denuncia orientada no sólo contra los dirigentes de derecha, sino también contra los funcionarios de base de las organizaciones socialdemócratas. Se subestimaban las posibilida­des de concretar una alianza con el campesinado y los sectores pequeñoburgueses urbanos. Debido al incremento de la influencia fascista en los sectores pequeñoburgueses de la ciudad y el campo, éstos eran conside­rados muchas veces incluso como reserva del fascismo.

No obstante, estos errores e insuficiencias eran los de un partido en lucha, que no escatimaba esfuerzos para organizar la resistencia al enemigo de clase y que no te­mía los sacrificios. Los comunistas eran los adversarios más consecuentes del fascismo y desempeñaban el papel de vanguardia en la lucha de masas contra el capital y la reacción. Los comunistas estaban en las pri­meras filas allí donde los obreros, cesantes, empleados, trabajadores del campo, intelectuales progresistas, etc., empezaban a luchar por la satis­facción incluso de reivindicaciones mínimas, en todas partes donde se producían agudos choques de clase, donde se desplegaban verdaderas batallas contra la ofensiva del capital.

En esos años, incluso se derrotó a grupos sectarios que había al frente de partidos comunistas como el de España.

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El XII Pleno del CEIC (agosto-septiembre de 1932)

El XII Pleno del CEIC (agosto-septiembre de 1932) empezó a corregir algunas de las exageraciones del movimiento comunista que obstaculizaban a la política de frente único. Se subrayó que los partidos comunistas debían desarrollar, ampliar con­tactos con las masas de trabajadores sin partido, de obreros socialde­mócratas y sindicalistas, ganarse su confianza. El Pleno condenó como erróneos los puntos de vista de que tenía lugar la fascistización incluso de las organizaciones socialdemócratas de base, por lo que era imposi­ble un frente único con ellas. Otto Kuusinen dijo en el Pleno que había que proponer la unidad de acción a las organizaciones sindicales de ba­se reformistas e incluso a las organizaciones socialdemócratas locales y que sería desacertado exigir que los afiliados a esas organizaciones rom­pieran con sus dirigentes. Klement Gottwald trató de demostrar en el Pleno que, pugnando por el frente único, no se podía plantear como condición preliminar la exigencia de que el Partido Comunista dirigiera el movimiento. El partido puede ganarse esta dirección sólo en el curso de una larga y abnegada lucha en defensa de los intereses de los obre­ros. Ernst Thälmann enfatizó la necesidad de librar combates por que se vieran satisfechas las reivindicaciones parciales y condenó la consig­na de «derrotar los sindicatos reformistas» y el criterio de que esos sin­dicatos eran una peculiar «escuela del capitalismo».

La corrección cabal de las apreciaciones y orientaciones exageradas de la Komintern se produjo a partir de los acontecimientos siguientes que conmocionaron profundamente al movimiento obrero internacional: la subida de los hitlerianos al poder en enero de 1933, su represión sangrienta tanto de revolucionarios como de simples demócratas, la intensificación del fascismo en otros países y el fracaso de la política socialdemócrata de contener a éste apoyando al “mal menor”, es decir, a los partidos burgueses, en lugar de pasar a la confrontación junto con los revolucionarios.

Ante esta tragedia, las proposiciones de los co­munistas sobre la unidad de acción contra el fascismo empezaron a te­ner una repercusión cada vez mayor entre los obreros socialdemócratas. La Internacional Obrera y Socialista, presionada por los ánimos de los obreros, dirigió, el 19 de febrero de 1933, a los obreros del mundo entero un mensaje avisando que estaba de acuerdo celebrar las negociaciones con la Internacional Comunista con el fin de concretar acciones antifascistas comunes. Sin embargo, el mensaje no contenía un programa concreto y proponía sólo que los co­munistas y los socialdemócratas cesaran los «ataques recíprocos», es decir, que firmaran algo así como un «pacto de no agresión».

El 5 de marzo de 1933, el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista emitió un llamamiento a los obreros de todos los países promoviendo un programa combativo concreto de la lucha antifascista de los partidos obreros como plataforma de unidad de su acción. El CEIC llamó a los partidos comunistas a «intentar una vez más establecer un frente unido junto con las masas obreras socialdemócratas por mediación de los par­tidos socialdemócratas», para repeler la ofensiva del capital y del fas­cismo. De modo que la Internacional Comunista propuso, por primera vez en el transcurso de muchos años, concluir un acuerdo a nivel de la dirección de los partidos comunistas y los socialdemócratas. Fue un se­rio paso en dirección a una política más amplia de unidad de acción de la clase obrera. Pero la dirección de la Internacional Obrera y Socialista rechazó la propuesta.

No obstante, la Internacional Comunista continuó insistiendo y, en junio de 1933, tuvo lugar por su iniciativa el Congreso obrero antifascista europeo que reunió también a una parte de los obreros socialdemócratas y a intelectuales progresistas. La campaña internacional en defensa del dirigente comunista búlgaro Jorge Dimitrov, acusado falsamente por los nazis de complicidad en el incendio del Reichstag, dio nuevos impulsos a la cohesión obrera y democrática antifascista.

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El XIII Pleno del Comité Ejecutivo de la Internacio­nal Comunista (finales de 1933)

El XIII Pleno del Comité Ejecutivo de la Internacio­nal Comunista, celebrado a finales de 1933, llamó a intensificar la lucha por el frente único de los obreros, contra el fascismo, teniendo en cuenta los avances registrados en el movimiento obrero. El Pleno planteó a los partidos comunistas el cometido de movilizar a las grandes masas trabajadoras contra la gue­rra. Una de las importantísimas conclusiones consistía en que el prole­tariado podía con su lucha «demorar, postergar la guerra». Los parti­dos comunistas debían combatir el punto de vista fatalista de que una re­volución verdadera se iniciaría sólo como resultado de una nueva gue­rra imperialista.

La definición, dada en el Pleno, del carácter de clase del fascismo como dictadura terrorista abierta de los grupos más reaccionarios de la burguesía monopolista contenía la idea de que el fascismo es enemigo no sólo de los obreros revolucionarios, sino también de las grandes ma­sas trabajadoras y los sectores democráticos. Partiendo de esta idea, los comunistas llegaron rápidamente a la comprensión de que la lucha con­tra el fascismo sería una lucha democrática general de los grandes secto­res de la población. Y también concluyeron que el Gobierno nazi en Alema­nia era el principal promotor de la guerra en Europa.

Sin embargo, el Pleno seguía sobrevalorando el grado de maduración de la crisis revolucionaria y, aun después de los éxitos prácticos del fascismo, siguió considerando que la socialdemocracia era el principal puntal social de la burguesía. El movimiento comunista internacional todavía se encontraba atrasado respecto de los nuevos acontecimientos a la hora de orientar la lucha concreta de la clase obrera hacia la revolución socialista para la presente etapa que, objetiva y necesariamente, no podía ser de ofensiva y pasaba a ser de defensiva. La lucha directa por la revolución socialista no era factible porque se estaba todavía lejos de tener el apoyo de la mayoría de la clase obrera y de otros trabajado­res. Era necesario buscar consignas de transición capaces de unir todas las fuerzas posibles para derrotar a los fascistas que se habían convertido en el núcleo principal de la contrarrevolución preventiva en curso.

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Preparación del VII Congreso de la Internacional Comunista

A la discusión de estos nuevos problemas se incorporaron destacadas per­sonalidades del movimiento comunista. Jorge Dimitrov, héroe del pro­ceso judicial de Leipzig, arrancado de las manos de los carceleros hitle­rianos, encabezó de hecho la elaboración colectiva por la Internacional Comunista de nuevas decisiones políticas, elaboración realizada en contacto estrecho con el Buró Político del CC del PC(b) de la Unión Soviética. Comenzó el trabajo preparatorio para el VII Congreso de la Internacional Comunista, cuyo cometido principal era destruir lo que impedía la unidad de los obreros comunistas y socialdemócratas en la lucha contra el fascismo y la guerra.

Como sostuvo Manuilski, «debemos tener un programa de lucha más concreto, que no plantee la dictadura proletaria y el socialismo, si­no que lleve a las masas a la lucha por la dictadura proletaria y por el socialismo». Y en su carta del 1 de julio de 1934 al CEIC, al CC del PC(b) de la Unión Soviética y a José Stalin, Jorge Dimitrov planteó la discusión de todo un conjunto de cuestiones. Propuso que fueran revisadas las ante­riores definiciones sobre la socialdemocracia, especialmente la tesis so­bre el socialfascismo, y abogó por la unión de los sindicatos revolucionarios y reformistas, por la transformación de la táctica de frente único en factor eficaz de despliegue de una lucha de masas contra el fascismo.

En el verano y el otoño de 1934, la Internacional Comunista y los partidos comunistas habían sacado importantes conclusiones acerca de la necesidad de que el movimiento obrero enfilara el golpe principal contra la ofensiva del fascismo; de la extensión de la política de frente único; de la necesidad de la unidad de acción con los partidos socialde­mócratas en la lucha contra el fascismo; de la fusión, en varios países, de los sindicatos revolucionarios con los reformistas; de la incorpora­ción del campesinado y de los sectores medios urbanos a las dinámicas acciones antifascistas. Un punto de viraje de significado internacional fue el acuerdo logrado entre el Partido Comunista y el Partido So­cialista de Francia sobre el frente único, acuerdo que proclamó la obli­gación de aplicar contra el fascismo y la reacción métodos eficaces con­juntos en la lucha de clases.

El paso siguiente fue la elaboración de la política de formación del Frente Popular: extender el frente único de los obreros hasta la formación de una alianza que agrupase también al campesinado y los sectores medios de la ciudad (la pequeña burguesía). El 11 de  junio de 1934, el CEIC envió al CC del Partido Comunista Francés una carta en la que se subrayaba la necesidad de asestar el golpe principal contra el fascismo y de oponerle un frente de los obreros de todas las tendencias políticas; se recomendaba elaborar un programa de lucha antifascista que incluyera las demandas de amplios sectores de la población y de sus organizaciones; se instaba a los comunistas a defender con acierto e insistencia todas las demandas pequeñoburguesas no reaccionarias y compatibles con los intereses del proletariado y otros trabajadores. Se hacía hincapié en el cambio de actitud hacia la democracia burguesa. Los comunistas -decía- tienen que dejar de declarar en la prensa del partido o en sus discursos que se plantean liquidar la democracia burguesa, porque esas declaraciones son “erróneas políticamente”. Se destacaba la tarea de luchar con todas fuerzas no sólo contra las tentativas del fascismo -y de la burguesía en general- de abolir o limitar las libertades democráticas, sino también por procurar “su ampliación”.[3]

A los pocos meses de aplicar esta nueva orientación, los comunistas franceses fueron felicitados por Stalin por “su política audaz y conforme -subrayó- al espíritu del leninismo”.[4]

A fines de 1934 y comienzos de 1935, la orientación de que, en la lucha contra el ascenso al poder del fascismo, la reacción im­perialista y las fuerzas de la guerra, los partidos comunistas debían pro­mover a primer plano una amplia plataforma de reivindicaciones demo­cráticas generales y de reivindicaciones económicas inmediatas —una plataforma de Frente Popular— obtuvo prácticamente un apoyo casi unánime en la Internacional Comu­nista y en la dirección de los partidos comunistas. Se debatió como pro­blema clave si esa lucha de contenido democrático general y antifascista debía ser sólo un momento táctico o constituiría toda una fase estratégi­ca de transición hacia la revolución socialista.

El CEIC formuló la conclusión de que las tareas antifascistas y de­mocráticas generales ocupaban el primer lugar y que en una serie de países era necesaria una fase de lucha democrática general, que permi­tiría a las fuerzas unidas destruir el fascismo, abriendo paso a la etapa siguiente: la revolución socialista. Este planteamiento fue la piedra an­gular de la nueva orientación que se puede calificar de estratégica para el movimiento comunista en los países capitalistas.

Llegados a este punto, es necesario tener presente dos circunstancias que hoy todavía no están presentes y que desvirtúan la interpretación derechista-reformista-gradualista de la política de frentes populares y nacionales (política que, no lo olvidemos, demostró su acierto al conducir a la segunda ola de revoluciones proletarias victoriosas y a la derrota del fascismo como ofensiva directa de la burguesía):

1º) No se había producido un mero auge de la reacción y de la fascistización, sino un ascenso al poder de un fascismo completo en varios países capitalistas, incluyendo una de las principales potencias imperialistas, causando un cambio de actitud en la mayoría de los trabajadores, los cuales respaldaban (como siguen respaldando) a la socialdemocracia y al reformismo.

2º) Lo decisivo es que estos acontecimientos objetivos ocurrían en un terreno fertilizado por años de educación y organización comunista de las masas, monolíticamente encabezadas por un destacamento revolucionario a la ofensiva en todos los frentes cual era la Unión Soviética, y donde se hacía un esfuerzo por distinguir entre las organizaciones reformistas y sus dirigentes. Y esto es lo que más nos diferencia, más nos falta y más nos urge recuperar en la actualidad.

En condiciones como aquéllas de los años 1930-45 o como los que parecen madurar nuevamente, una determinada táctica puede adquirir tal entidad que se convierta en una etapa estratégica previa necesaria para que triunfe la revolución socialista. Aquí también, la contradicción entre la estrategia y la táctica debe entenderse de manera dialéctica y no metafísica.

Toda la evolución de la correlación de fuerzas de clase -que llevó a la reacción burguesa hasta el fascismo y al proletariado revolucionario a concentrar toda su lucha contra éste- responde a lo que ya anticipó Engels poco antes de morir:

“La ironía de la historia universal lo pone todo patas arriba. Nosotros, los «revolucionarios», los «elementos subversivos», prosperamos mucho más con los medios legales que con los ilegales y la subversión. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos. (…) Y si nosotros no somos tan locos que nos dejemos arrastrar al combate callejero, para darles gusto, a la postre no tendrán más camino que romper ellos mismos esta legalidad tan fatal para ellos. (…)

Dejémosles que saquen adelante sus proyectos de ley contra la subversión, que los hagan todavía más severos, que conviertan en goma todo el Código penal; con ello, no conseguirán nada más que aportar una nueva prueba de su impotencia. Para meter seriamente mano a la socialdemocracia, tendrán que acudir además a otras medidas muy distintas. La subversión socialdemocrática, que por el momento vive de respetar las leyes, sólo podrán contenerla mediante la subversión de los partidos del orden, que no puede prosperar sin violar las leyes. (…)

Pero no olviden ustedes que el Imperio alemán, como todos los pequeños Estados y, en general, todos los Estados modernos es un producto contractual: producto, primero, de un contrato de los príncipes entre sí y, segundo, de los príncipes con el pueblo. Y si una de las partes rompe el contrato, todo el contrato se viene a tierra y la otra parte queda también desligada de su compromiso. (…) Por tanto, si ustedes violan la Constitución del Reich, la socialdemocracia queda en libertad y puede hacer y dejar de hacer con respecto a ustedes lo que quiera. Y lo que entonces querrá, no es fácil que se le ocurra contárselo a ustedes hoy”.[5]

Esta dialéctica explica cómo la democracia burguesa pasó de ser un engaño para contener la revolución proletaria a convertirse en una bandera de ésta contra la burguesía que la había violado.

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El VII Congreso de la Internacional Comunista (25 de julio al 21 de agosto de 1935)

El VII Congreso de la Internacional Comunista se celebró entre los días 25 de julio y 21 de agosto de 1935. En él, tomaron parte 513 delegados que re­presentaban 76 partidos comunistas y una serie de organizaciones inter­nacionales. En vísperas del congreso, en el mundo había 3.140.000 co­munistas, 785 mil de los cuales correspondían a los países capitalistas. De los partidos comunistas de los países capitalistas sólo 22 (11 en Europa) operaban legal o semilegalmente, y los demás estaban en la clandestini­dad.

Al caracterizar la correlación de fuerzas de clase a nivel internacio­nal, el Congreso señaló el significado determinante de la victoria del so­cialismo en la URSS para el desarrollo mundial. El congreso subrayó la influencia de la Unión Soviética en las relaciones internacionales, en la lucha de la clase obrera y de todos los trabajadores por la paz, contra los instigadores fascistas de la guerra.

Al confirmar la conclusión del XIII Pleno del CEIC de que el fascis­mo en el poder es la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas, más imperialistas del capital financiero, el congreso señaló que esta fórmula expresa la esencia clasista del fascis­mo, esclarece de quién es instrumento.

Al mismo tiempo, el congreso indicó también las contradicciones que existían entre el fascismo y la democracia burguesa. El ascenso del fascismo al poder, dijo Jorge Dimitrov en el informe al congreso[6], no es un simple cambio de un Gobierno burgués por otro, sino la sustitución de una forma de Estado de dominación de clase de la burguesía —la democracia burguesa— por otra, por la dictadura terrorista abierta. El congreso «se pronunció ca­tegóricamente en contra de que se pasara por alto la diferencia cualitati­va existente entre el fascismo y la democracia burguesa…».

Se abandonó la idea de que toda la burguesía se fascistizaba y que la conversión de la democracia burguesa en fascismo era una fatalidad inevitable. El fascismo fue definido en el congreso como una de las formas de superestructura política del capital monopolista en un período de ex­traordinaria agudización de las contradicciones de clase y de inestabili­dad de los regímenes burgueses.

En cuanto a los elementos pequeñoburgueses y desclasados, que constituyen la base de masas del fascismo, se explicó que son utilizados por éste, a despecho de sus verdaderos intere­ses, como fuerza de choque contra el movimiento obrero y democráti­co.

Fue caracterizada la médula de la ideología del fascismo como na­cionalismo burgués beligerante, chovinismo y racismo, dando a la política exterior del fascismo el objetivo de sojuzgar e incluso aniquilar otros pueblos y de colocar a la humanidad ante el abismo de una nueva guerra mundial.

El fascismo pu­do llegar al poder, ante todo—se señaló en el informe de J. Dimitrov—, porque la clase obrera, gracias a la política de colaboración de clase con la burguesía practicada por los jefes de la socialdemocracia, se hallaba escindida, política y orgánicamente desarmada frente a la burguesía que despliega su ofensiva, y los partidos comunistas no eran lo suficiente­mente fuertes para poner en pie a las masas y conducirlas a la lucha deci­siva contra el fascismo.

El Congreso manifestó de modo autocrítico que cierta responsabili­dad correspondía también a los propios partidos comunistas que, a pe­sar de haber sido siempre consecuentes luchadores contra el peligro fas­cista, no supieron evitar una serie de errores.

También indicó que el fascismo trataba de establecer su dictadura antes del viraje decisivo de las masas a la revolución socialista (contrarrevolución preventiva).

La tarea central de los partidos comunistas, del movimiento obrero re­volucionario consistía en articular un frente único de los obreros y un am­plio Frente Popular contra el fascismo. El Congreso definió el frente úni­co de los obreros como fuerza rectora y centro de unión de todos los elementos antifascistas. «La defensa de los intereses económicos y polí­ticos inmediatos de la clase obrera, su defensa contra el fascismo, deben ser el punto de partida y el contenido principal del frente único de los obreros de todos los países capitalistas».

Allí donde la situación lo permitía, el frente único podía ser aprovechado como preparación de la revolución socialista, pero, con carácter general, la tarea de ganarse la mayoría de la clase obrera ya no tenía por objetivo inmediato preparar y realizar la revolución socialista, sino derrotar al fascismo.

El éxito de la constitución del frente único de los obreros dependía ante todo de estrechar los vínculos entre los parti­dos comunistas y socialdemócratas. Para ello, los comunistas debían tener una nueva actitud ante la socialdemocracia. Sin silenciar las con­secuencias fatales de la política de los socialdemócratas, su responsa­bilidad histórica por los reveses sufridos por el proletariado en una serie de países, el VII Congreso centró la atención en el potencial democráti­co general y antifascista que crecía en la socialdemocracia. Sobre esta base, se hacía posible la formación de un frente único con los comunistas, la renovación de los partidos socialdemócratas en el mismo proceso de lucha por el frente único y la superación de sus prejuicios anticomunistas.

Al pugnar por lograr un acuerdo con los partidos socialdemócratas, el Congreso no proponía una unidad que desembocase en el poder prole­tario. La unidad de acción de los partidos obreros estaba dirigida contra el fascismo, contra la ofensiva del capital y la amenaza de guerra, lo cual no se contraponía tampoco a los objeti­vos declarados por los partidos socialdemócratas. La unidad facilitaría a las masas rechazar el embate fascista, aumentaría el peso político de la clase obre­ra, ejercería fuerte influencia en los obreros católicos, anarquistas y no organizados, infundiría a las capas medias vacilantes la fe en la fuerza de la clase obrera, prestaría inapreciable apoyo al movimiento de los pueblos oprimidos de las colonias y las semicolonias y contribuiría a la lucha contra la amenaza de guerra. La unidad de acción que el Congreso proponía se extendía a todos los niveles: en cada empresa, ciudad, a escala nacional y a nivel de las Internacionales.

El Congreso también orientó a los partidos comunistas a luchar por la unidad del movimiento sindical, a constituir sindicatos únicos, con sólo dos condiciones: la lucha de clases y la democracia sindical in­terna. Los comunistas accedieron a no formar fracciones partidarias en los sindicatos, manifestaron que se ceñirían al principio de independen­cia orgánica de los sindicatos con respecto a los partidos políticos, re­chazando, sin embargo, la neutralidad de los sindicatos en lo que se re­fería a la lucha de clases entre el proletariado y la burguesía.

La política de frente único con la socialdemocracia no abolía, ni mucho menos, la lucha contra la ideología y la práctica de la colabora­ción de clases con la burguesía, la labor de educación comunista y de movilización de las masas. «Las acciones conjuntas con los partidos y las organizaciones socialdemócratas —decía una resolución— no sólo no excluyen, sino que, por el contrario, hacen aún más necesarias la crítica seria y razonada del reformismo, del socialdemocratismo, como ideo­logía y como práctica de la colaboración de clase con la burguesía y la explicación paciente a los obreros socialdemócratas de los principios y del programa del comunismo.» Se advertía incluso de que, con el despliegue de la unidad de acción en la práctica, puede aumentar el peli­gro de errores de derecha, hecho que se comprobaría sobre todo después de la II Guerra Mundial.

Por ejemplo, Dimitrov criticaba a ciertos comunistas escandinavos que se contentaban “con denunciar en su propaganda al gobierno socialdemócrata. (…) En Dinamarca, hace diez años que los jefes socialdemócratas están instalados en el gobierno, y durante esos diez años los comunistas repiten día tras día que este gobierno es burgués, capitalista. Debemos suponer que esta propaganda es conocida ya por los obreros daneses. El hecho de que la mayoría considerable conceda sus votos, a pesar de todo, al partido gubernamental socialdemócrata, demuestra lo siguiente: Que no basta con denunciar al gobierno en la propaganda; sin embargo, esto no demuestra que estos centenares de millares de obreros estén contentos con todas las medidas gubernamentales de los ministros socialdemócratas. No; están descontentos de que el gobierno socialdemócrata, por medio de su ‘acuerdo de crisis’, haya acudido en ayuda de los grandes capitalistas y terratenientes y no en la de los obreros y campesinos pobres; que por su decreto publicado en enero de 1933, retire a los obreros el derecho de huelga; que la dirección socialdemócrata proyecte una peligrosa reforma electoral antidemocrática (…)”.

Para romper este círculo vicioso que hoy se repite, preguntaba: “¿No pueden los comunistas en Dinamarca proponer a los sindicatos y organizaciones socialdemócratas el estudio de tal o cual cuestión de actualidad, que formulen su opinión e intervenir comúnmente, por medio del frente único proletario, con el propósito de hacer prosperar las reivindicaciones obreras?”. Y, en lugar de oponer los comunistas “a cualquier clase de reivindicaciones parciales de los socialdemócratas sus propias reivindicaciones, dos veces más radicales”, proponía utilizar las de ellos y sus promesas hechas en las elecciones “como punto de partida para realizar la acción común”, a la vez que “hacer una crítica seria y fundamentada de las concepciones socialdemócratas como ideología y práctica de la colaboración de clases con la burguesía y aclarar fraternal e incansablemente a los obreros socialdemócratas el programa y las consignas del comunismo”.

El propio Stalin, como citaba Dimitrov, abogaba por “un partido combativo revolucionario, lo bastante valiente para llevar al proletariado a la lucha por el poder, y lo suficientemente experto para desenvolverse en las condiciones complicadas de una situación revolucionaria, y lo bastante flexible para salvar toda clase de escollos y llegar al fin”.

El Congreso no se limitaba a propugnar acciones conjuntas de los parti­dos comunistas y socialdemócratas, sino que llamaba a incorporar al frente único a todos los obreros más allá de sus puntos de vista políticos y convicciones religiosas. Incluso exigía desplegar un trabajo permanente en las organizaciones de masas fascistas, desplegando en ellas un trabajo legal e ilegal para formar allí una oposición antifascista.

Se preveía que la unidad de acción acabara haciendo posible la fusión de todas las fuerzas de la clase obrera en un partido revolucionario único, lo cual «exigiría una labor y una lucha tenaces y sería, necesariamente, un proceso más o menos largo». Se determinaron las condiciones que asegurasen el ca­rácter marxista-leninista de los partidos unidos. Y así se hizo en Cataluña, Alemania, Polonia, etc.

Sobre la base del frente único obrero, se fundamentó el Frente Popular como amplia alianza interclasista de todas las fuerzas que se opo­nían al fascismo.

Los comunistas defenderían la demo­cracia burguesa en la lucha contra el fascismo, salvaguardando ante to­do las conquistas logradas por los trabajadores en la dura lucha librada durante años. Siempre habían combatido al capitalismo como freno al progreso social y, lógica y simultáneamente, habían tomado partido por él contra la reacción feudal. Ahora, se trataba de mantener esta lógica frente a la reacción fascista enfilada a aplastar a la clase obrera.

«Hoy, explicaba Dimitrov, la contrarrevolución fascista ataca a la democracia burguesa, esforzándose por someter a los trabajadores al régimen más bárbaro de explotación y aplastamiento. Hoy, las masas trabajadoras de una serie de países capitalistas se ven obligadas a esco­ger, concretamente para el día de hoy, no entre la dictadura del proleta­riado y la democracia burguesa, sino entre la democracia burguesa y el fascismo».

Pero esta cesión no era absoluta ya que, al enfrentarse al fascismo cuya raíz está en el capitalismo monopolista, las reivindicaciones antifascistas, democráti­cas generales de las masas rebasaban cada vez más los marcos de las ha­bituales libertades democrático-burguesas aproximándose a las reivin­dicaciones de la clase obrera y a los objetivos socialistas.

De ahí que el Frente Popular, como régimen de un nuevo poder antifascista o como germen de tal régimen, se distinguiera esencialmente de los bloques anteriores de los partidos pequeñoburgueses y socialdemócratas dirigi­dos por la burguesía, así como de la política reformista de coalición con la burguesía. Enfilado contra la burguesía más reaccionaria, se debilitaba la influencia de la clase capitalista sobre el Frente Popular en beneficio de la influencia de la clase obrera.

En la consigna de Gobierno del Frente Popular -continuación de la de “gobierno obrero-campesino, propugnada por Lenin-, se formulaba un objetivo político de transición, afín y comprensible para las masas, cuya consecución significaría la creación de un poderoso instrumento para profundas transformaciones demo­cráticas generales que cortasen las raíces del fascismo y de la reacción monopolista en la política y en la economía. Según las condiciones concretas, un gobierno de frente popular podría ceñirse a la resistencia antifascista o evolucionar hacia la adopción de medidas que favorecieran la revolución socialista del proletariado. Aun siendo aquél la consigna general, el Congreso no descartaba que, en presencia de condiciones favorables, los comunistas lucharan directamente por esta revolución sin pasar por un gobierno de frente popular.

El congreso exigió que los comunistas apoyasen por todos los medios un Gobierno del Frente Popular que luchase con­tra la reacción y el fascismo. Fue reconocido que, en determinadas con­diciones, sería justo y deseable que los comunistas participaran en tal Gobierno, subrayándose que los éxitos del Gobierno del Frente Popu­lar en la realización de su programa sólo eran posibles a condición de que se apoyase firme y constantemente en el movimiento obrero.

Para las colonias y los países dependientes, el Congreso lanzó la consigna de frente antiimperialista único, valorando concretamente para cada caso el potencial de las distintas fuerzas sociopolíticas presentes, incluida la burguesía nacional. El congreso señaló la particular importancia de que la alianza de las revoluciones de liberación nacional y del movimiento obrero interna­cional se estructurara sobre sólidas bases internacionalistas, impidiendo la penetración del chovinismo que provocaba fisuras y escisiones y debilitaba el frente único contra el imperialismo y el fascismo.

En la resolución del Congreso sobre la lucha contra la guerra se de­cía: «La consigna central de los partidos comunistas debe ser: luchar por la paz». Al señalar la necesidad de dirigir el golpe principal contra el fascismo alemán como principal pro­motor dé la guerra, el foro supremo de los comunistas hizo constar que las agudas contradicciones interimperialistas y la creciente agresividad de los Estados fascistas creaban la posibilidad de la colaboración entre la URSS y las potencias capitalistas interesadas, en el momento dado, en preservar la paz, o incluso entre aquellas que no se planteaban objeti­vos inmediatos de conquista. Fue fundamentada la necesidad de verte­brar un amplio frente de paz que, además de la clase obrera, los trabaja­dores y los sectores democráticos, abarcase también a los Estados amenazados por la agresión fascista. Los comunistas invitaron a todos los pacifistas dispuestos a luchar en la práctica contra la guerra a adhe­rirse a ese frente. El Congreso señaló que en Europa eran posibles gue­rras de liberación nacional contra el agresor fascista.

Se resolvía avanzar hacia una mayor autonomía de los partidos comunistas en relación con los órganos dirigentes de la Internacional Comunista, ayudando éstos a formar cuadros locales capaces de resolver las contradicciones concretas y, por tanto, de conjurar el peligro de aislamiento nacional.

Los acuerdos para formar Frentes Populares prosperaron en Francia (1936), España (1936), Chile (1938). En los demás países, los partidos, comunistas propusieron a los socia­listas acuerdos temporales, y en una serie de casos los partidos comunis­tas llamaron a sus adeptos a votar por los socialistas para impedir la victoria de los partidos reaccionarios.

La nueva orientación de los partidos comunistas ayudó al movimiento obrero y a las clases populares a activar sus luchas y a frenar el avance del fascismo. En 1939, había dos veces y media más comunistas en los países capitalistas que en 1935.

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Después del VII Congreso de la Komintern

Después del VII Congreso de la Komintern, el Comité Ejecutivo de ésta siguió dirigiendo y orientando la aplicación de sus acuerdos en los diversos países.

En España, al hacer frente a la rebelión militar fascista y a los intervencionistas italo-alemanes, los obreros obtuvieron armas y mejoraron su posición social y política. Pero el CEIC aconsejó que los camaradas españoles no abandonaran las posiciones de la república democrática. El intento de plantear, en esa etapa, la tarea de formar los Consejos e instaurar la dictadura del proletariado, dijo Jorge Dimitrov en el CEIC, sería un error fatal: las fuerzas de la clase obrera eran insu­ficientes para derrotar el fascismo; era necesario mantener la unidad con la pequeña burguesía, y con las masas campesinas, y con la intelec­tualidad radical sobre la base del establecimiento y consolidación de la república democrática en esa etapa con la completa derrota de los ele­mentos contrarrevolucionarios fascistas. Se recomendó tener en cuen­ta esta orientación al resolverse cualesquiera problemas concretos, entre ellos, la nacionalización de la industria, la confiscación de la propiedad, la organización del ejército, etc. Sólo la aplicación de la política de Frente Popular podía asegurar la derrota del fascismo y el desarrollo ul­terior de la revolución.

En septiembre de 1936, el CEIC calificó la revolución en España como revolución democrática profunda realizada bajo un tan fuerte im­pacto de la clase obrera y otros trabajadores que su resultado ya no podía ser la república democrático-burguesa. El nuevo poder se imagi­naba como un poder que iría más lejos de la dictadura democrático-revolucionaria del proletariado y el campesinado y, al mismo tiempo, como poder que se apoyaría en fuerzas sociales más amplias.

Jorge Dimitrov se pronunció contra los viejos puntos de vista de que por su contenido el Estado siempre es capitalista o socialista, ya que la vida se ha encargado de demostrar que surgen formas de transición al Estado socialista que pueden existir en un período relativamente largo de desarrollo revolucionario. Dijo que estaba naciendo un Estado de­mocrático, donde el «Frente Popular tiene influencia determinante». Aquí «se plantea la cuestión de organizar la producción sin liquidar definitivamente la pro­piedad capitalista privada. Organizar la producción con la participación y bajo el control de la clase obrera y sus aliados…, es decir, de la pequeña burguesía y el campesinado. Teóricamente, sería tal vez justo expresarlo como forma peculiar de la dictadura democrática de la clase obrera y el campesinado…»

El 16 de octubre de 1936, fue publicado en Pravda el artículo Sobre las particularidades de la revolu­ción española, de Togliatti, en el cual se demostraba que en España esta­ba naciendo una república democrática de nuevo tipo, una «nueva de­mocracia», bajo la cual «sería destruida la base material del fascismo» y se crearían «garantías para nuevas conquistas económicas y políticas de los trabajadores…»[7]. José Díaz, Secretario General del Partido Comu­nista de España, señaló también que en España se luchaba por «la repú­blica democrática, por una república democrática… de nuevo tipo«[8], en la cual serían destruidas las raíces del fascismo y de la reacción, liquida­da la dominación de las clases privilegiadas y se abriría paso al progreso socioeconómico ulterior de los trabajadores.

La revolución democrático-antifascista dirigió su principal golpe, no tanto contra los restos de las relaciones feudales (si bien en España esta tarea era también importante), como contra la parte más reaccionaria del gran capital. Esta revolución reflejaba el nuevo nivel de la interrela­ción de las tareas democráticas generales y socialistas, sobre el que Lenin ya había reflexionado para la revolución democrático-burguesa rusa de 1905 (Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática). La Komintern tenía claro que entre el capitalismo y el socialismo no había ninguna formación socioeconómica especial, pero eran posibles muy diversos pasos al socialismo: el Gobierno del Frente Popular, la democracia popular se conceptuaban como eslabón de enlace entre la lucha antifascis­ta y el objetivo socialista.

Con el ascenso de la lucha por el Frente Popular en Francia en 1936 y 1937 y la guerra revolucionaria nacional en España, la política de formación del Frente Popular empezaba a superar la prueba de la práctica y se enriquecía con ella.

El CEIC dedicaba enorme atención a los programas de transforma­ciones políticas promovidos por los comunistas en España y en Francia. Aprobó la participación del Partido Comunista de España en el Gobierno del Frente Popular. Aconsejó que obrara como la fuerza más consecuente del Frente Popular y de toda la lucha antifascista; que aportara a esa lucha el fir­me principio organizador; que cortara paso a elementos claudicantes e inca­paces; que contuviera el aventurerismo pseudorrevolucionario de los izquier­dizantes; que ofreciera a las masas una política clara que beneficiase a la clase obrera y a todos los trabajadores; que promoviera una profunda democratización del aparato del Estado, mediante la supresión del sector que ejercía funciones de opresión violenta de las masas, la reno­vación de los órganos del poder ejecutivo, legislativo y judicial, y la in­corporación al aparato del Estado de nuevas estructuras y formas origi­nadas por la propia lucha de las masas trabajadoras. Y apoyó la consigna de los comunistas españoles: “sin la victoria en la guerra, no puede haber victoria en la revolución”.

En Francia, las contradicciones en el seno de la burguesía no eran tan agudas como en España, donde había estallado una guerra civil entre las fuerzas reaccionarias y las fuerzas democráticas. En consecuencia, las medidas del Frente Popular no llegaron tan lejos como en España y Dimitrov advirtió que “el capital tiene fuerzas, tiene posibilidad de socavar las posiciones de tal Gobierno, atacando el Frente Popular, de crear una atmósfera de desconfianza en el Frente Popular. Tenemos que decir de eso la verdad a las masas y debemos proponer en el parlamento y en el Gobierno medidas para contrarrestar oportunamente estos intentos de la reacción».

La lucha por la realización de las exigencias políticas y socioeconó­micas del Frente Popular en Francia y en España fue la primera com­probación práctica de caminos reales hacia la república democrático-popular. Esa experiencia enriqueció la estrategia y la táctica del movimiento comunista y obrero internacional.

El CEIC discutió detalladamente en dos ocasiones el proble­ma de la participación del PCF en el Gobierno. Los comunistas relacionaban su participación en el Gobierno con la envergadura de la lucha de masas, con el proceso de transformación del Gobierno en un verdadero Gobierno del Frente Popular. Consideraban, sin embargo, que era inconveniente políticamente su participación prematura en el Gobierno burgués de izquierda o siquiera en un Gobierno que se apoya­se en el Frente Popular, en una situación en que la inmadurez de la lu­cha y el alineamiento de las fuerzas políticas a tono con esa situación condenaran al Partido Comunista a desempeñar el papel de apéndice de los partidos reformistas y burgueses de izquierda.

En la España en guerra, el Partido Comunista asumió la responsabili­dad gubernamental a finales de 1936.

Teniendo en cuenta la correlación de las fuerzas de clase en los países de régimen parlamentario burgués, el CEIC llegó a la con­clusión de que en su mayoría la orientación estratégica general a esta­blecer regímenes democrático-antifascistas no puede materializarse en seguida debido a causas objetivas. La mayoría de las masas de esos paí­ses tampoco era consciente aún de la necesidad de lograr este objetivo. Por lo tanto, se formuló el objetivo político inmediato, directo: lograr, mediante la constitución del Frente Popular, un avance político general a la izquierda, la formación de gobiernos burgueses de izquierda o socialdemócratas capaces de tomar medidas enérgicas contra el fascismo interno y externo y satisfacer las necesidades socioeconómicas inmedia­tas de los trabajadores y los sectores medios de la población. Se subrayó la necesidad de concretar ese planteamiento general, determinar la posi­ción de los partidos comunistas respecto de los gobiernos socialdemó­cratas o de los gobiernos con participación de socialdemócratas. El CEIC aconsejó elaborar una actitud flexible al máximo ante tales go­biernos, aprovechar la influencia en ellos de las organizaciones de ma­sas para llevar a cabo, a través de esos gobiernos y los parlamentos, una serie de medidas en interés de los trabajadores. A la vez que la táctica de presión sobre tales gobiernos, los partidos comu­nistas aplicaban la táctica de apoyo a algunas de sus iniciativas dirigidas contra la reacción y el fascismo.

En los países de dictadura fascista, así como en los países con régimen en proceso de fascistización, la con­signa de luchar por la república democrático-antifascista del Frente Po­pular, república que desbroza con relativa rapidez el camino al poder de la clase obrera, tampoco pudo plantearse como tarea política inmediata.

En Alemania, la promoción de la consigna de república democráti­ca como orientación política básica significó que el Partido Comunista se orientaba a la etapa democrática general, antifascista, de la revolu­ción no sólo en el sentido de determinada fase de la lucha por el derro­camiento de la dictadura hitleriana, sino también en el sentido del poder a ins­taurarse después de esto.

En Italia, considerando que la consigna de república democrática, propiciadora del acercamiento de comunistas, socialistas y republicanos, dejaba al margen del movimiento del Fren­te Popular a los elementos antifascistas que no son republicanos, los comunistas situaron como exigencias políticas inmediatas la conquista de las libertades democráticas y el cumplimiento de las prome­sas sociales contenidas en el programa fascista de 1919.

El CEIC siguió combatiendo las desviaciones tanto de “izquierda” como de derecha en el movimiento comunista internacional, tanto la unidad de acción sólo con el ala izquierda de las otras organizaciones antifascistas, como la reducción del Frente Popular a un bloque dirigido por los partidos burgueses democráticos. Así, criticó el seguidismo e idealización de la política de Roosevelt por parte de Earl Browder y otros dirigentes del PC de Estados Unidos. En su lugar, aconsejó que se respaldara las consignas pro­gresistas de Roosevelt, aquellas de sus medidas que respondían a los in­tereses de los trabajadores, y se criticara abiertamente las que estaban en pugna con esos intereses.

La táctica flexible contribuyó a que los partidos comunistas estre­charan lazos con las masas que estaban en oposición al fascismo, esta­blecieran contacto con los partidos campesinos, ejercieran, en una serie de países, gran influencia en los bloques de izquierda. Priorizando la unidad obrera, el CEIC se pronunció por una actitud flexible al máximo ante los parti­dos socialdemócratas, por aprovechar cada oportunidad favorable para el acercamiento práctico de los partidos obreros en la lucha antifascista, para que la política de la socialdemocracia cambiara en un espíritu anti­fascista. Sin ocultar los vicios de la socialdemocracia, los partidos co­munistas, como señaló el CEIC, debían apoyar en la política de la so­cialdemocracia todo aquello que respondía, aunque no fuera más que parcialmente, a los intereses de los trabajadores.

En la resolución del Presidium del CEIC del 1 de abril de 1936 se subrayaba que «la tarea de refrenar a los provocadores fascistas de gue­rras, la lucha por el mantenimiento de la paz es hoy la tarea central de to­do el proletariado internacional». Se obligó a los partidos comunistas a vincular del modo más estrecho las cuestiones de la defensa de sus paí­ses con las exigencias de ampliar los derechos democráticos de los trabajadores, democratizar el ejército, depurarlo de elementos fascistas y reaccionarios, satisfacer las reivindicaciones esenciales de las masas obreras y campesinas. Se formularon los criterios para determinar el carácter de la guerra que se avecinaba. Se indicaba que la situación creada no se parecía a la situación de 1914: «… ahora existen : 1) un Es­tado proletario que es el mayor baluarte de la paz; 2) determinados agresores fascistas (Alemania, Italia, Japón); 3) diversos países que se encuentran bajo el peligro directo de ataque por parte de los agresores fascistas y de perder su independencia estatal y nacional (Bélgica, Che­coslovaquia, Austria, etc.); 4) otros Estados capitalistas (Francia, EE.UU., etc.), que en este momento están interesados en el mantenimiento de la paz». La existencia de esos factores significaba que la nueva guerra mundial, que estaban preparando el fascismo y los círcu­los imperialistas, debía ser, por su carácter, más compleja y contradicto­ria que la primera y que en ella, desde un principio, existirían no sólo tendencias imperialistas, sino también liberadoras, antifascistas.

La Internacional Comunista y los partidos comunistas hicie­ron enormes esfuerzos para movilizar el movimiento de partidarios de la paz para luchar por un sistema sólido de seguridad colectiva, por una estrecha alianza de los pueblos con la URSS, lograr la unidad de acción de las organizaciones obreras internacionales a fin de luchar contra la guerra y el fascismo, desplegar campañas concretas en defensa de la República Española (Brigadas Internacionales, etc.), en defensa de otras víctimas de la agresión fascista. Las negociaciones con los dirigentes de la Internacional Obrera y Socialista parecían dar resultados positivos, pero éstos los incumplieron orientándose a apoyar la política de apaciguamiento hacia los agresores fascistas de los gobiernos occidentales (Acuerdo de Múnich), que equivalía a la colusión imperialista alrededor de Alemania contra la URSS.

A partir de aquí, los comunistas promovieron la política de frente nacional antifascista y antibélico para constituir bloques o movimientos democrático-patrióticos, llamando a la lucha por fortalecer la capacidad defensiva de los pueblos amenazados por la agresión hitleriana, presionando a los gobiernos para incitarlos a defender la independencia de sus países y a negociar con la Unión Soviética la seguridad colectiva.

Cegados por el anticomunismo, los dirigentes de la inmensa mayoría de los partidos socialdemócratas renunciaron a la uni­dad de acción con los comunistas, a la política de Frente Popular, a la línea de creación de la seguridad colectiva, a movilizar a las masas para que emprendieran ac­ciones independientes contra la reacción, el fascismo y los promotores de la guerra. Esta tendencia se afirmó todavía más cuando la política de apaciguamiento de las democracias burguesas obligó a la URSS a aceptar un pacto de no agresión con Alemania, para impedir ser atacada prematuramente por ésta y romper la tácita unidad antisoviética de las potencias imperialistas. Pero la lucha de los comunistas, que habían alcanzado una fuerza y un prestigio mayor gracias a su flexibilidad política, animó la resistencia popular y desaceleró el avance del fascismo. Todo ello contribuyó a la preparación de la clase obrera, de todos los antifascistas y patriotas para la lucha armada, ya próxima, contra el fascismo, y para la estrecha colaboración con la URSS en esta lucha.

La política de formación de un frente único de los obreros y de un frente popular antifascista permitió formar frentes antifascis­tas nacionales, frentes patrióticos, en los duros años de la lucha ar­mada contra el fascismo. Resultó también una preparación valiosa de los partidos comunistas para las revoluciones democrático-populares y, luego, socialistas de 1944 a 1949. Este camino, sin embargo, sólo pudo transitarse en los países libres de presencia militar estadounidense y británica. Fueron éstos quienes se negaron a que los países vencidos estuvieran administrados conjuntamente por las tres potencias aliadas vencendoras, empezando por Italia y continuando con Japón. Allí donde se impusieron los imperialistas angloamericanos, practicaron un neocolonialismo (que siguen en vigor, a día de hoy), reprimieron legal e ilegalmente (p. ej., la red Gladio) el desarrollo del movimiento obrero y democrático, e impidieron que los pueblos bajo su bota pudieran elegir libremente su régimen socio-político en función de la correlación de fuerzas de clase que hubiera en ellos. Esto fue sólo una de las señales precursoras de la “guerra fría” que impondrían a la URSS y a sus aliados en los años siguientes.

Como había previsto el VII Congreso, la aplicación de la nueva táctica más flexible dio lugar a desviaciones y errores derechistas de algunos partidos comunistas: por una parte, su sumisión a las leyes y a las maniobras políticas de las instituciones burguesas y, por otra parte, su independencia excesiva del conjunto del movimiento comunista internacional, tras la disolución de la Komintern en 1943. Pero, con la ayuda del PC(b) de la Unión Soviética, el movimiento comunista internacional enderezó su rumbo y reforzó la unidad de sus filas, poniendo en marcha el Buró de Información, el Kominform, constituido por varios partidos europeos, desde 1947 hasta 1956. Éste fue precisamente el año en que el partido soviético, durante su XX Congreso, empieza a abandonar formalmente los principios revolucionarios del marxismo-leninismo con el pretexto de corregir el “culto a la personalidad” de su anterior dirigente Stalin, fallecido en 1953.

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A modo de conclusión, la rica experiencia de la Internacional Comunista en la construcción de partidos comunistas de tipo bolchevique contrasta con la actitud de las menguadas organizaciones comunistas de hoy en, al menos, un aspecto principal. Más allá de retrasos en la apreciación de los cambios en la situación objetiva, la Komintern demostró un conocimiento real de los principios del marxismo-leninismo y un esfuerzo por aplicarlos en su totalidad. Es decir, por propagar y defender los objetivos revolucionarios con tanto empeño como el dedicado a fundirse con las limitadas reivindicaciones y reformas anheladas por la mayoría de la clase obrera y del pueblo.

Hemos vuelto a la casilla de salida y la instrucción dada por Lenin en 1920 vuelve a ser la más pertinente: “La tarea inmediata de la vanguardia consciente del movimiento obrero internacional, es decir, de los partidos, grupos y tendencias comunistas, consiste en saber llevar a las amplias masas (hoy todavía, en su mayor parte, adormecidas, apáticas, rutinarias, inertes, sin despertar) a esta nueva posición suya, o, mejor dicho, en saber dirigir no sólo a su propio partido, sino también a estas masas, en el transcurso de su aproximación, de su desplazamiento a esa nueva posición”.[9]

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NOTAS:

[1] P. Togliatti. Conferencias sobre el fascismo. Moscú, 1974, p. 10; véase también N. Komólova, G. Filátov. Palmiro Togliatti, destacada personalidad del movimiento comunista italiano e internacional. —Histo­ria moderna y contemporánea, 1980, Nº 4, pp. 89, 90.

[2] https://www.dropbox.com/s/x250rybcl7hi0j4/INTERNACIONAL%20COMUNISTA%2C%20VI%20Congreso%20de%20Internacional%20Comunista%2C%20Primeira%20Parte.pdf?dl=0

[3] La Internacional Comunista, Varios Autores: https://creandopueblo.files.wordpress.com/2011/09/vvaa-lainternacionalcomunista.pdf, pág. 153.

[4] Hijo del pueblo. Maurice Thorez. Citado en íbid., pág. 156.

[5] Introducción a la edición de 1895 de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Engels: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/francia/francia1.htm

[6] https://www.marxists.org/espanol/dimitrov/1935.htm

[7] Pravda, 16 de octubre de 1936.

[8] Guerra y revolución en España. 1936-1939. José Díaz. T. II, Moscú, 1966.

[9] La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, Lenin. http://www.marx2mao.com/M2M(SP)/Lenin(SP)/LWC20s.html#s10

https://www.unionproletaria.com/la-experiencia-de-la-internacional-comunista-en-la-construccion-de-partidos-de-tipo-bolchevique-y-vi/

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