Isaac Enríquez Pérez •  Opinión •  12/08/2020

El rapto de la praxis política ante el destierro del pensamiento utópico

Uno de los síntomas de la crisis (des)civilizatoria contemporánea es la erosión de la fe en el futuro de las sociedades. La creencia en la transformación social es eclipsada por el fatalismo y la resignación y por una especie de destierro del pensamiento utópico. Ello se manifiesta de manera acusada en la praxis política y, particularmente, en la incapacidad de las élites políticas para construir escenarios alternativos de sociedad.

Ello no es un problema de ineptitud o retraso mental en estas élites –aunque nada nos asegura que ello no exista entre ciertos miembros. Es un problema relacionado con la carencia de ideas que incidan en cambios de gran calado. Esta carencia de alternativas no es exclusiva de las élites políticas, sino que invade a las mismas élites intelectuales, asoladas por la falta de imaginación creadora y de renovados referentes teórico/ideológicos que le den un nuevo sentido al pensamiento crítico.

El tema no es menor, y hunde sus raíces en el crepúsculo de los dioses, o lo que lo mismo, en el crepúsculo del Estado, en tanto macroestructura institucional capaz de racionalizar las decisiones para resolver los problemas públicos. El mismo desmoronamiento de la Unión Soviética y el contrapeso de su estatismo, contribuyó a la resignación de las élites políticas e intelectuales, tras extraviarse todo referente alternativo al capitalismo.

Este vacío dejado por el pensamiento utópico fue ocupado por una trivialización de la praxis política que tiende a suplantar los argumentos razonados a través de la exaltación y exacerbación de las emociones y las frases orientadas a la denostación de «el otro». Es el arribo de un mundo post-factual en su máxima expresión, que atenta contra toda posibilidad de uso de la razón. Esto es, el despojo del pensamiento utópico es directamente proporcional a la entronización del pensamiento hegemónico en cualquiera de sus formas. Ello con el firme propósito de cultivar el social-conformismo y el individualismo hedonista.

Es obviada la noción de que la praxis política es el arte de hacer posible aquello que soñamos, imaginamos y proyectamos; y que, a su vez, consiste en poblar de vida y sentido al pensamiento utópico.

Más aún, la praxis política no sólo fue vaciada del pensamiento utópico, sino también de la proximidad con la realidad y sus lacerantes problemáticas. De tal suerte que la política dejó de ser concebida como una praxis para atender el fondo y las causas últimas de los problemas públicos. Entonces, se subordinó a la gestión, la coyuntura y al cortoplacismo.

Sin la construcción de alternativas de sociedad, la praxis política es minimizada a una simple gestión cotidiana de los problemas públicos, alejándose así toda posibilidad de resolverlos a fondo. Es el pragmatismo en su forma más rústica, alejado de toda posibilidad de diagnósticos certeros y soluciones viables y eficaces.

Si bien lo anterior es una tendencia generalizada en buena parte del mundo occidental, ello se radicaliza en una sociedad subdesarrollada como la mexicana asediada por la debilidad institucional y la carencia de una cultura política sólida. El uso patrimonialista de lo público, la corrupción y la impunidad, la desigualdad y la pobreza, la erosión de las clases medias, el desempleo y subempleo masivos, la estrechez y desarticulación del mercado interno, la violencia y la economía clandestina y de la muerte, son todos ellos problemas públicos que son síntomas de causas profundas relacionadas con específicas estructuras de poder, dominación y riqueza que privilegian la apropiación y concentración de los beneficios en pocas manos. Ello fue exacerbado a lo largo de las últimas décadas, hasta el extremo de tornar fútil la praxis política y las funciones primordiales del Estado, en un intento decidido por arraigar el mantra del fundamentalismo de mercado.

La praxis política no solo dejó de resolver los problemas públicos acuciantes de los ciudadanos mexicanos, sino que el mismo Estado se convirtió en parte del problema tras despuntar élites políticas orientadas a beneficiar intereses creados y a propiciar una desnacionalización de las decisiones y sectores estratégicos. Se trata de una élite rentista y depredadora de las instituciones, que no será fácil erradicar; pero que de ese esfuerzo dependería la misma sobrevivencia del Estado mexicano.

En el caso de este mismo país, la praxis política no sólo fue vaciada del pensamiento utópico y de toda posibilidad de vertebrar y (re)construir un mínimo proyecto de nación, sino que en los últimos lustros se privilegió el ninguneo y el sectarismo, bajo la premisa de destruir al adversario y atizar las pugnas intestinas entre las élites políticas y empresariales, en aras de evitar la obstrucción de los intereses creados.

Sin una mínima cultura ciudadana que acompañe mínimos cambios impostergables y sin una capacidad de la sociedad y de sus élites para reivindicar el pensamiento utópico a partir de diagnósticos certeros, la trasformación social será pospuesta y los problemas públicos se tornarán irresolubles y serán agravados.

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Twitter: @isaacepunam


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