Luis Castro Berrojo •  Memoria Histórica •  06/08/2025

Que nunca nadie sepa

Se ha divulgado estos días que el gobierno propone una nueva ley de secretos oficiales, por ello nos ha parecido oportuno recoger el artículo muy clarificador del historiador Luis Castro sobre ella y publicado aquí. 

Que nunca nadie sepa

Allá por 1968, cuando el andamiaje de la dictadura empezaba a crujir con fuerza, salió la Ley de Secretos Oficiales. Jesús Esperabé, entonces procurador por el tercio familiar de Salamanca, formuló en las Cortes una enmienda a la totalidad, alegando que era demasiado rigurosa y contraria a la libertad de expresión. Esperabé, «el político más destacado después de la Guerra civil en Salamanca», según Ignacio Francia, no logró su propósito y aún tuvo que esperar ocho años los cambios que acabaron con el ‘Movimiento’.

Pero la dictadura implantó esa ley y luego la democracia transigió con ella, como con tantas otras cosas. Que hoy, 57 años después, esté pendiente de derogación es muestra de la inmadurez de la democracia española y del escaso interés público por la historia, que no se puede hacer sin fácil acceso a los archivos y es incompatible con el secretismo. E indica también la actitud oscurantista de muchos políticos españoles, partidarios de que nunca nadie sepa las cosas. En este punto cabe hablar de otro salmantino, Salvador Sánchez Terán, que, siendo gobernador civil de Barcelona, ordenó la destrucción de los documentos generados por el Movimiento durante 40 años, siguiendo directrices del ministro de Gobernación Martín Villa. “Decidimos destruirlo todo -dice en sus memorias-, no solo porque era la orden recibida, sino también porque no había otra alternativa de verdadero interés. Aquellos archivos olían a un pasado remoto”. Se está mejor no sabiendo.

Ese archivicidio ocurrió en otros Gobiernos Civiles, no así en el de Salamanca, que transfirió su documentación al Archivo H. Provincial en los años ochenta. El único problemilla fue que cierta responsable de ello la mantuvo bajo siete llaves durante su mandato y solo dejaba ver algunos papeles a algunas personas. Todavía hoy quedan cosas por catalogar.

«El secreto se halla en la misma médula del poder», dice Elías Canetti, hablando de los reyes absolutos y de las dictaduras. Pero en una democracia las cuestiones políticas deben estar sometidas al escrutinio público, salvo contadas excepciones. De otro modo surge una hiriente paradoja que contamina las relaciones entre el poder y los ciudadanos y pudre la democracia. Mientras que aquel se resiste a desvelar sus secretos, dudando de la capacidad de entendimiento de los ciudadanos, estos se hallan cada vez más desamparados ante los Estados y las redes digitales, que acopian información personal, incluso íntima, de cada uno para luego influir en su conducta.

Este es hoy un problema clave sobre el que habría que debatir a fondo. De momento nos limitamos a poner en duda la legitimidad del secreto como cuestión de principio. Como indica la jueza Garbiñe Biurrun, hay que preguntarse “si hay razones que permiten considerar que alguna actividad del Estado puede ser secreta, por definición. Y, por definición, la respuesta debiera ser negativa, sin paliativos ni excepciones, salvo supuestos muy muy concretos”.

Esto es válido en especial respecto a las violaciones de derechos humanos durante el franquismo. Por suerte, buena parte de ese oscuro y sangriento pasado sí se conoce, pero no porque haya documentos que las prueben; al contrario, se trata de delitos poco documentados (a veces ni siquiera constan las defunciones de los ‘paseados’ en el registro civil). Para su conocimiento se ha debido recurrir a la paciente recogida de testimonios, como la que han llevado a cabo la Asociación Memoria y Justicia o el investigador Ángel Iglesias Ovejero, con su modélico libro sobre la represión franquista en el suroeste de Salamanca. Así se documentan más de mil víctimas mortales de la barbarie fascista en esta provincia.

Frente a ello, algunos querrían un pueblo amnésico y que su indigencia intelectual y moral perdurara en las nuevas generaciones. Como se vio en el último pleno del Ayuntamiento de Salamanca, cuando mayoritariamente se rechazó una moción que pretendía fomentar la cultura de la memoria democrática en las aulas.


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