Jorge Majfud •  Opinión •  15/12/2018

El racismo no necesita racistas

«El nuevo mapa del mundo»

© Rafat Alkhateeb / Cartoon Movement

Según el escritor uruguayo estadounidense Jorge Majfud, el debate sobre lo que se conoce como crisis migratoria tiene un componente racial que desde hace siglos se repite en leyes, discursos y prácticas. Tras un recorrido a lo largo de la historia, rico en enseñanzas, el autor nos recuerda hasta qué punto el millón y medio de inmigrantes blancos que viven ilegalmente en Estados Unidos o en México, no se tienen en cuenta en este debate apasionado.

Jorge Majfud

En mis clases siempre intento dejar claro qué es una opinión y qué un hecho, como regla elemental, como un ejercicio intelectual muy simple que nos debemos en la Era de la post Ilustración. Comencé a obsesionarme con estas obviedades cuando en 2005 descubrí que algunos estudiantes argumentaban que algo “es verdad porque yo lo creo” y no lo decían en broma. Desde entonces, sospeché que este entrenamiento intelectual, esta confusión de la física con la metafísica (aclarada por Averroes hace ya casi mil años) que cada año se hacía más dominante (la fe como valor supremo, aun contradiciendo todas las pruebas objetivas) provenía de las majestuosas iglesias del sur de Estados Unidos.

Pero el pensamiento crítico es mucho más complejo que distinguir hechos de opiniones. Bastaría con intentar definir un hecho. La idea misma de objetividad, paradójicamente, procede de la visión desde un punto, desde un objetivo, y cualquiera sabe que con el objetivo de una cámara fotográfica o de una filmadora se obtiene sólo una parte de la realidad que, con mucha frecuencia, es subjetiva o se usa para distorsionar la realidad bajo la pretensión de objetividad.

Por alguna razón, los estudiantes suelen estar más interesados en las opiniones que en los hechos. Tal vez por la superstición de que una opinión fundamentada es una síntesis de miles de hechos. Esta idea es muy peligrosa, pero no podemos escapar al compromiso de dar nuestra opinión cuando se requiere. Sólo podemos, y debemos, advertir que una opinión fundamentada sigue siendo una opinión que debe ser probada o refutada.

Una opinión

Cierto día, los estudiantes discutían sobre la caravana de cinco mil centroamericanos (al menos mil de ellos niños) que se dirigía a la frontera de Estados Unidos escapando de la violencia de sus países. El presidente Donald Trump había ordenado cerrar las fronteras, calificando de “invasores” a aquellos inmigrantes pobres en busca de asilo. En un tweet del 29 de octubre de 2018, el mandatario escribió: “¡Se trata de una invasión a nuestro país y el Ejército los está esperando!”. Sólo la movilización de los militares a la frontera le costó a Estados Unidos unos 200 millones de dólares.

Como uno de los estudiantes insistió en saber mi opinión, comencé por el lado más controvertido: este país, Estados Unidos, está fundado sobre el miedo de una invasión y sólo unos pocos han sabido siempre cómo explotar esa debilidad, con consecuencias trágicas. Tal vez esta paranoia surgió con la invasión inglesa de 1812, pero si algo nos dice la historia es que Estados Unidos prácticamente nunca ha sufrido una invasión a su territorio (si excluimos el ataque del 11 de setiembre de 2001, el de Pearl Harbor, una base militar en Hawái, por entonces territorio extranjero y, antes, a comienzos del siglo XX, la breve incursión de un mexicano montado a caballo, llamado Pancho Villa) y sí se ha especializado, desde su fundación, en invadir decenas de otros países (anexión de los territorios indios, luego de la mitad del territorio mexicano, desde Texas, para reinstaurar la esclavitud, hasta California; intervención directa en los asuntos internos de América Latina, para reprimir protestas populares y apoyar sangrientas dictaduras) en el nombre de la defensa y la seguridad. Siempre con consecuencias trágicas.

Por lo tanto, la idea de que unos pocos miles de pobres de a pie van a invadir el país más poderoso del mundo es simplemente una broma de mal gusto. Como de mal gusto es que algunos mexicanos del otro lado adopten este discurso xenófobo que ellos mismos padecen, consolidando la ley del gallinero.

Una visión crítica

En la conversación mencioné, al pasar, que aparte de la paranoia infundada había un componente racial en la discusión.

“You don’t need to be a racist to defend the borders”, dijo un estudiante. Cierto, observé. Uno no necesita ser racista para defender las fronteras o las leyes. En una lectura inicial, la frase es irrefutable. Sin embargo, si tenemos en cuenta la historia y un contexto presente más amplio, enseguida se nota un esquema de pensamiento abiertamente racista.

El novelista francés Anatole France, a finales del siglo XIX, había escrito: “La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”. Uno no necesita ser clasista para apoyar una cultura clasista. Uno no necesita ser machista para reproducir el machismo más rampante. Con frecuencia, basta con reproducir, de forma acrítica, una cultura y defender alguna que otra ley.

Dibujé una figura geométrica en la pizarra y les pregunté qué veían allí. Todos dijeron un cubo, una caja. Las variaciones más creativas no salían de una idea tridimensional, cuando en realidad lo dibujado no era más que tres rombos formando un hexágono. Algunas tribus australianas no hubieran visto tres dimensiones sino dos en la misma imagen. Vemos lo que pensamos y a eso le llamamos objetividad.

La doble vara

Cuando el presidente Abraham Lincoln venció en la Guerra Civil (1861-1865), puso fin a una dictadura de cien años que hasta hoy todos llaman “democracia”. En el siglo XVIII, los negros esclavos llegaron a ser más del cincuenta por ciento de la población en estados como Carolina del Sur, pero no eran siquiera ciudadanos estadounidenses ni eran seres humanos con derechos mínimos. Desde mucho antes de Lincoln, racistas y anti racistas propusieron solucionar el “problema de los negros” enviándolos “de regreso” a Haití o al África, donde muchos de ellos terminaron fundado Liberia (la familia de Adja, una de mis estudiantes, procede de ese país africano). Lo mismo hicieron los ingleses para “limpiar” de negros Inglaterra. Pero con Lincoln los negros se convirtieron en ciudadanos, y una forma de reducirlos a una minoría no fue solo poniéndoles trabas para votar (como el pago de una cuota) sino abriendo las fronteras a la inmigración.

La Estatua de la Libertad, donada por los franceses con motivo del centenario de la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776, todavía llora en silencio: “dame a tus cansados, a tus pobres, las masas que anhelan libertad…” Así, Estados Unidos recibió oleadas de inmigrantes pobres. Claro, pobres blancos en su abrumadora mayoría. Muchos se opusieron a la llegada de italianos y de irlandeses porque eran pelirrojos y católicos. Pero, en cualquier caso, eran mejor que los negros. Los negros no podían emigrar de África, no solo porque estaban mucho más lejos que los europeos sino porque eran mucho más pobres y casi no había rutas marítimas que los conectaran con Nueva York. Los chinos tenían más posibilidades de alcanzar la costa oeste, y tal vez por eso mismo se aprobó en 1882 una ley que les prohibió la entrada por el simple hecho de ser chinos.

Esta, entiendo, fue una forma muy sutil y poderosa de romper las proporciones demográficas, es decir, políticas, sociales y raciales de Estados Unidos. El nerviosismo actual de un cambio de esas proporciones es sólo la continuación de la misma lógica. Si no, ¿qué podría tener de malo pertenecer a una minoría, de ser diferente de los demás?

Cierto, uno no necesita ser racista para…

Claro, si uno es una persona de bien y está a favor de hacer cumplir las leyes como corresponde, no por eso es racista. Uno no necesita ser racista cuando las leyes y la cultura ya lo son. En Estados Unidos nadie protesta por los inmigrantes canadienses o europeos. Lo mismo en Europa y hasta en el Cono Sur [la región más austral de las Américas, mayormente poblada por descendientes de inmigrantes europeos]. Pero todos están preocupados por los negros y los mestizos híbridos del sur. Porque no son blancos, “buenos”, y porque son pobres, “malos”. Actualmente, casi medio millón de inmigrantes europeos viven ilegalmente en Estados Unidos. Nadie habla de ellos, como nadie habla de que en México vive un millón de estadounidenses, muchos de ellos de forma ilegal.

Terminada la excusa del comunismo (ninguno de esos crónicos Estados fallidos de donde proceden los inmigrantes, es comunista), volvemos a las excusas raciales y culturales del siglo anterior a la Guerra Fría. En cada trabajador de piel oscura se ve un criminal, no una oportunidad de desarrollo mutuo. Las mismas leyes de inmigración tienen pánico de los trabajadores pobres.

Es verdad, uno no necesita ser racista para apoyar las leyes y unas fronteras más seguras. Tampoco necesita ser racista para reproducir y consolidar un antiguo patrón racista y de clase, mientras nos llenamos la boca con eso de la compasión y la lucha por la libertad y la dignidad humana.

Jorge Majfud

Profesor de literatura latinoamericana y estudios internacionales en Jacksonville University, Estados Unidos, Jorge Majfud es un escritor uruguayo-americano renombrado, autor de varias novelas como La reina de AméricaCrisis y Tequila, y libros de ensayo como Una teoría política de los campos semánticos. Es habitual colaborador en diferentes medios internacionales.  

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