Franco Vielma. Misión Verdad •  Opinión •  13/11/2018

Gustavo Petro y la crisis de identidad de la izquierda millennial

El corolario de la situación actual de la izquierda latinoamericana se conjuga desde las inercias y realidades que definen la política en este lugar del mundo. Para empezar, desde hace mucho en términos prácticos es imposible referirnos a una sola izquierda latinoamericana. Es más oportuno referirnos a varias de ella, no sólo por sus contradicciones ideológicas o programáticas que son de vieja data. Al día de hoy esta distinción queda delineada también por el lugar que tienen en la política real. Hay izquierdas en ejercicio de poder y otras que no.

El devenir de las izquierdas en cercanía o distanciadas del poder también está definido por el indiscutido auge de la ultraderecha en la región, como signo del alcance real al poder de unas versiones más recalcitrantes del establishment político y económico de las élites locales y transnacionales. Dicho de otra manera, la sola sinergia que imponen las derechas en sus tonalidades, marca la agenda y define la presentación política de las izquierdas en Latinoamérica.

Partimos de esa idea principal para inferir que la pérdida de una sola agenda programática es una realidad para las fuerzas de izquierda. Decir “pérdida” ya es bastante atrevimiento, pues también es oportuno cuestionar si alguna vez existió tal cosa, aún en los tiempos en que políticos como Hugo Chávez, Lula da Silva, Néstor Kirchner, Rafael Correa, Fidel Castro, Evo Morales y Daniel Ortega eran parte identitaria de un bloque político sólido a escala regional.

Gustavo Petro como retrato

En mayo de 2018, Gustavo Petro se presentaba en la campaña colombiana como insignia de la izquierda moderada. Condicionado por la dureza de la propaganda antiizquierdista y antichavista en su país, Petro divagaba colocándose como una figura de centro-izquierda, acomodando su ubicación política entre la socialdemocracia y el centro más incoloro posible, para luego romper en su discurso con el enunciado “anti-izquierda y anti-derecha”, afirmando que era de los de abajo que iba contra los de arriba. Tal cual como hace pocos años lo hizo el partido Podemos en España.

El tema de Venezuela, impuesto en la campaña por el hoy presidente Iván Duque, colocó a Petro a tener que referirse sobre Maduro. Se colocó en una narrativa casi idéntica a la de su contrincante para generar esa necesaria distinción que creía útil en su campaña. Petro desconoció la reelección del presidente Maduro en mayo, omitiendo al contrincante Henri Falcón, quien de manera inédita ofreció lo que ningún candidato de la derecha venezolana hizo jamás: entregar la soberanía monetaria de Venezuela a la Reserva Federal estadounidense en su campaña pro-dolarización.

Petro omitió ese gran antagonismo político y contribuyó a propagar la tesis de la pérdida de legitimidad en Venezuela.

Luego de su campaña electoral, Petro se erigió como líder opositor a Duque, pero manteniendo una línea de ataques duros a la Revolución Bolivariana y a su directorio. “Maduro es un incapaz”, ha dicho. También ha afirmado que en Venezuela gobiernan “fuerzas de la muerte”, aseveración cuyo dramatismo sólo sería comparable al de Luis Almagro. Salvo la honrosa y sensata postura que ha tenido contra la intervención militar en Venezuela y hasta coincidiendo incluso con factores de la derecha regional, Petro tiene una presentación idéntica a la que tendría cualquier figura “políticamente correcta” en estos tiempos de satanización, bloqueo e intento de aislamiento de Venezuela. Esos son los tiempos nuestros en la política latinoamericana, los del cinismo.

Las cuestiones sobre la izquierda millennial

Pero el problema de fondo de esta reflexión no yace en Gustavo Petro. Quizás él tan solo es un retrato de una inconsistencia mucho mayor que yace en la izquierda latinoamericana. La izquierda millennial, para llamarla de manera un tanto desdeñosa, por su crisis de identidad, su hipersensibilidad, su facilidad para acomodar su discurso frente a circunstancias, su tendencia a seguir la corriente dominante (muchas veces impuesta por su adversario), su tendencia al lloriqueo, a la denunciología y a tratar de desenvolverse perennemente desde posiciones cómodas, sin ser ofendidos y sin ofender a nadie.

La izquierda millennial podría verse como una derivación propia de las crisis de identidad política producto del cambio de siglo. Este período histórico que ha tenido variantes, como el “socialismo del siglo XXI” que pregonó Chávez y que aún pregona Evo Morales, pues ello es la emergencia de una respuesta política frente a la tesis del “fin de la historia” de Fukuyama, aún lidiando con los coletazos de la caída del Pacto de Varsovia y el trauma insuperable de la izquierda más dogmática luego de ello.

La izquierda millennial progre y sus rasgos de indefinición política parte desde sus crisis de identidad, pero también especialmente desde su crisis programática. Las frases de su sentido político son idénticas a las de un recién graduado millennial al apenas llegar a un puesto de trabajo como oficinista: “No me siento conforme”, “Debería crear tienda aparte porque yo soy especial”, “Esto no es lo que yo quisiera”, “Esto no cubre mis expectativas”, “Aún no tengo claro lo que quisiera hacer”, “La situación que yo quisiera ni siquiera existe en este planeta”, “Todo da lo mismo”, “Si lo logro no sé qué haré luego”.

Si tenemos alguna duda sobre las crisis metodológicas de la izquierda en el gobierno, debemos hacernos varias preguntas.

Preguntémonos sobre los momentos en que la revolución ciudadana no quiso tocar intereses de poder profundo en Ecuador, para luego sopesar el resultado del ascenso de Lenín Moreno capitalizando el gobierno para la derecha de ese país, sin que les hiciera falta ganar una elección. ¿Por qué no hubo una respuesta popular en Ecuador por ello? Debemos preguntarnos.

O el golpe de Estado a Dilma, el encarcelamiento a Lula y la elección de Bolsonaro en medio de un gobierno portátil de facto. Preguntémonos si, a fin de cuentas, el resguardo de la institucionalidad política y militar que Lula no quiso tocar, por ser un moderado, resultó como se esperaba, justo en una trama de pérdida del vínculo del Partido de los Trabajadores frente a una masa que no se politizó, porque tal cosa era la propagandización de la política pública. Preguntémonos sobre ello.

O más interesante aún, debemos preguntarnos si la indefinición política o las ambivalencias en el discurso necesariamente se traducen en un efectivo resultado electoral, cuando un abierto neoliberal como Mauricio Macri derrotó en una campaña con globitos a un socialdemócrata oficialista como Daniel Scioli en Argentina.

Si tenemos alguna duda sobre las crisis metodológicas de la izquierda siendo oposición, debemos hacernos varias preguntas.

Debemos preguntarnos si la conquista del poder por parte de las fuerzas de izquierda en algunos países necesariamente pasará por una izquierda que se diluye como versión idéntica y edulcorada de la misma derecha, eludiendo todo sentido de polarización política mediante la agudización de las contradicciones de clase. Preguntémonos si es programáticamente viable ello, al día de hoy, justo cuando está ocurriendo el natural desgaste de los partidos políticos en sus presentaciones tradicionales, cuando asciende la ultraderecha y transcurre el agotamiento de las institucionalidades políticas.

Debemos preguntarnos si el discurso y el programa político progre-hipersensible (de ser “políticamente correctos”, de no ofender y temerle a ser ofendidos) que ha caracterizado a la izquierda en varios países no ha sido el hervidero de sus propias derrotas, entendiendo que vivimos tiempos en que un tipo como Jair Bolsonaro dice que va a “erradicar a los rojos” y gana una elección, pero un candidato de la izquierda no puede darse el atrevimiento de decir que va a encarcelar a lo más alto y exclusivo de la burguesía corrupta, pues al decirlo temería perder una elección.

Debemos preguntarnos sobre la comodidad política de ciertas fuerzas de izquierda, de estar dentro de la corriente dominante, que siempre elude todo estrés político y no quiere ser incómoda para sus adversarios, que no quiere lucir desencajada, para la cual ser irreverente es estar fuera de moda. Lo ejemplos pululan. Preguntémonos eso.

Una postal desde Venezuela

Sin ánimos de querer crear un ombliguismo político, las definiciones elementales sobre política exterior latinoamericana yacen hoy de manera muy sencilla: o se está en contra o se está a favor de la política estadounidense de bloqueo a Venezuela. Ese es el lugar que queda para las izquierdas en la política real. Sí, es un maniqueísmo, pero así son las señales de nuestro momento. Gustavo Petro lo entendió así y así ha elaborado su postura.

Es cierto que “cada contexto es distinto”, cada momento de la política “marca el desarrollo de los eventos”. Eso es lo que diría un intelectual típico de la izquierda latinoamericana, analizando el saldo actual y sopesando la tragedia, para luego resumir su análisis en el “qué malos son ellos” y “pobres nosotros”, o como hacen algunos de estos mequetrefes, desembocando en la “necesidad” de mantener distancia de Maduro o de Venezuela.

Pero también vivimos los tiempos en que Venezuela es uno de los blancos del ataque más duro de la élite global. Mientras tanto, las versiones variopintas de la izquierda millennial en la región han sufrido hasta el despojo de su propia narrativa, teniendo ahora que maniobrar en la semiótica programática del adversario, para colmo de males de los venezolanos, en contra del chavismo y el pueblo venezolano que son el blanco del asedio. Pareciera que, tratándose de Venezuela, por excepción, este momento de la política no “marca el desarrollo de los eventos”, pues algunos enfilan el discurso contra Venezuela aunque sea Venezuela la que recibe los ataques.

Lo que debe preguntarse la izquierda que es oposición en América Latina es por qué el chavismo prevalece. A qué particularidades obedece que siga ganando elecciones con una gran crisis económica y un bloqueo financiero en vigor. O cómo es que la oposición interna ha sido políticamente desarticulada sin paredones ni mazmorras. ¿A qué sentido práctico de la definición política y del ejercicio del poder obedecen tales circunstancias?

Si bien es cierto que sobre el chavismo se ciernen enormes contradicciones y este también navega pragmáticamente entre avatares y circunstancias, hay varias palabras que definen al chavismo en más de 20 años de devenir, tanto como opción política y luego como fuerza de poder: definición, consistencia, sentido de la identidad política, antagonismos frente al adversario y consolidación de una agenda propia.

En esos derroteros, el sentido de lateralidad política es irrelevante, el pragmatismo marca la agenda y la definición de una línea programática de ejercicio del poder pasa por caminar en el delgado hilo que divide a la institucionalidad y la transgresión de los convencionalismos políticos, cuestión que al presidente Maduro le ha correspondido lidiar bajo un esquema de país bajo asedio para el cual no hay manuales pre-definidos, ni escuelitas de gobierno de izquierda, ni libritos.

El sentido de emergencia que hay hoy en una cohesión programática de las fuerzas políticas de la izquierda latinoamericana demanda un golpe contundente a la mesa y diseñar estrategias acorde al tamaño de las circunstancias, sin sentimentalismos, sin infantilismos políticos, sin hipersensibilidades ideológicas y sin constipaciones.

¿Se entenderá esa premura a plenitud, o nuestros camaradas seguirán llorando?


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