Carolina Vásquez Araya •  Opinión •  16/08/2018

La trata: un pingüe negocio

El silencio alrededor de los crímenes contra la niñez evidencia complicidad institucional.

Las macabras historias de los “hogares seguros” en donde van a parar niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad revelan hasta dónde son capaces de operar las organizaciones criminales y cómo la sociedad calla y tolera. Estas aberraciones suceden no solo en Guatemala, Argentina o Chile; también en países más desarrollados en donde los derechos de la niñez pasan por debajo de la vista pública y se violan sin control alguno. Las víctimas, al pertenecer a los sectores más débiles de la población –NNA pobres, abandonados y sometidos a la autoridad de otros- no poseen la menor credibilidad frente a los sistemas de justicia.

Esto fortalece a las redes de trata de personas en sus distintas modalidades en un sistema cuya principal característica es la discriminación contra los sectores más pobres, las mujeres y los menores de edad. Es decir, grupos poblacionales cuyos derechos no son ejercidos libremente, sino dependen de quienes ostentan el poder en un escenario de machismo y patriarcado. ¿Qué ha sucedido con las denuncias recurrentes de la periodista Mariela Castañón en Guatemala sobre las fuertes sospechas de la existencia de redes de trata en los hogares seguros de ese país? Nada. Los entes de investigación, callan. El gobierno sobre cuyos integrantes flotan sospechas de abuso sexual y violaciones, calla. Y la ciudadanía insiste en condenar a las víctimas con su actitud atávica de desprecio por su condición de marginadas, porque en su visión de las cosas nada es más despreciable que un ser humano débil e impotente.

Las acusaciones crueles e injustas contra las niñas violadas y quemadas en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción hablan por sí solas. Se las etiquetó como prostitutas y delincuentes por el simple hecho de haber ido a caer en un sistema de abuso, tortura y muerte. Las razones por las cuales habían sido institucionalizadas no fueron analizadas ni comprendidas por una mayoría urbana siempre presta a condenar a sus semejantes a partir de rumores y apariencias, dando mayor crédito a los victimarios que a las víctimas.  

Arriesgar la vida frente a organizaciones criminales tan poderosas es una apuesta valiente de los pocos periodistas que se han dado a la tarea de investigar. Los tentáculos de estas redes se fincan con fuerza no solo en entidades gubernamentales y cuerpos de seguridad particulares y oficiales, también se garantizan impunidad gracias al poder de sus clientes. Es decir, de no emprenderse una campaña de fondo para erradicarlas, lo natural será su consolidación porque el dinero que fluye del negocio de la trata constituye un instrumento poderoso para romper obstáculos en todos los frentes, incluido el sistema de justicia, por lo cual las denuncias quedan en legajos muertos acumulando polvo.

Uno de los síntomas más preocupantes del poder del negocio de la trata es la recurrencia de desapariciones de niñas, niños y adolescentes de todas las edades, especialmente en nuestro continente. Son miles de seres indefensos cuya ausencia detona alertas pero de quienes, a pesar de las denuncias, nunca se vuelve a saber. Sin embargo, innumerables prostíbulos que ofrecen servicios sexuales de menores gozan de la protección de la policía y otros funcionarios, quienes aprovechan ese recurso de enriquecimiento ilícito cerrando los ojos a una realidad aberrante. Es imperativo comprender en dónde reside el origen de esta monstruosa maquinaria y comenzar a construir sociedades cuya principal prioridad sea la protección de la niñez. La vida de estos seres vulnerables no es una moneda de intercambio sino la base de una sociedad funcional, justa e integradora. Una sociedad menos sentenciosa y más empática.

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