Gerardo Honty •  Opinión •  03/08/2018

La energía y los zapatos de Discépolo

Hace ya casi un siglo, en el sur de América los hermanos Discépolo dedicaron buena parte de su obra a un asunto central para el debate energético actual: los límites éticos de la ambición.

El mundo invierte actualmente 1,8 billones de dólares (USD 1.800.000.000.000) cada año en nueva producción de energía según el reporte World Energy Investment 2016 de la Agencia Internacional de la Energía (AIE). A pesar de ello, más de mil millones de personas aún no cuentan con electricidad en sus hogares y casi tres mil millones (el 40% de la población mundial) depende de la leña y el estiércol para cocinar. Según la AIE 2,8 millones de personas pobres mueren prematuramente cada año solo por efecto de la contaminación doméstica que produce este tipo de cocción. Más preocupante aún es que, aunque el volumen de inversión en el futuro se mantendrá, esta situación permanecerá casi incambiada para el año 2030 según su informe de prospectiva World Energy Outlook 2017.

Es que la inequidad energética es una más de las varias caras de la injusticia social. De acuerdo a la base de datos del Banco Mundial, el promedio mundial de consumo de electricidad es de 3.000 kWh por persona y por año. Pero en el mundo “desarrollado” (los países miembros de la OECD) el promedio anual por persona es de 8.000 kWh, mientras que los países menos desarrollados (según la definición de Naciones Unidas) este promedio es de 200 kWh. Esta inequidad sin dudas debe ser superada, al igual que todas las varias injusticias del mundo. El problema es el cómo. No sólo cómo se va a cambiar esto, sino en qué dirección. Está claro que todos deberíamos tener la posibilidad de acceder al mismo nivel de consumo energético. La pregunta es ¿cuál es ese “mismo”? ¿Los 200 kWh de los más pobres, los 8.000 kW de los más ricos, o los 13.000 kWh de América del Norte?

En las primeras décadas del siglo pasado vivieron en Buenos Aires un par de escritores fenomenales: los hermanos Discépolo. Enrique Santos, el menor, es el más mundialmente conocido por sus memorables tangos, como “Cambalche” o “El Choclo” entre tantos otros. El hermano mayor, Armando, es menos conocido pero fue uno de los dramaturgos más importantes del teatro rioplatense. Entre una veintena de obras teatrales que escribió, está “Relojero”, donde como en tantas otras, relata las peripecias de personajes que se debaten entre la ética y la ambición en una sociedad inmersa en la debacle posterior a la crisis de 1929.

En medio de una de las tantas discusiones que se daban en una familia donde la crisis de valores iba a lomos de la crisis económica, Andrés, hijo mayor de Daniel el relojero, le dice a su padre: “Si tenés solamente dos pares de zapatos, ya alguien anda descalzo por vos; (…) Eso de ‘no arrebaten que hay pa todos’ es la mentira más ingeniosa que inventaron los comilones”[1].Traigo a este genial dramaturgo y a su obra a colación, porque en el debate sobre la equidad energética se oculta un problema sustancial: no hay “pa todos”.

En los más importantes foros internacionales donde se debaten estos temas, como la Convención de Cambio Climático, los países en desarrollo denuncian –y no sin razón– la desigualdad que, en temas como la energía, existe entre los países más ricos y los no tanto. En lo que se equivocan es en el asunto central: su reclamo es por el “derecho al desarrollo” más que por la equidad.

Lo que los gobiernos de los países en desarrollo pretenden no es distribuir más equitativamente la energía, sino alcanzar los mismos niveles de consumo energético que los países más ricos. Esto es acceder a los 8.000 kWh de los países desarrollados. Lo que parece no percibirse en esta reivindicación es que si todos accediéramos a estos niveles de consumo la producción de energía global debería aumentarse en un 260%.

Cómo ya se ha argumentado en artículos anteriores aquí en ALAI, esto es imposible, ya sea por la escasez de combustibles fósiles[2], por el cambio climático[3], o por los límites de las energías renovables[4]. No alcanzan los recursos planetarios para alimentar esta ambición. No hay tantos pares de zapatos disponibles.

El petróleo convencional ha alcanzado su pico máximo de extracción en 2006 y desde entonces estamos cubriendo la brecha con hidrocarburo no convencional, un combustible que es más costoso de extraer y que, más temprano que tarde, hará inviable su uso. Pero aún si pudiéramos explotarlo a base de subsidios, el Acuerdo de París solo nos permite consumir un tercio de las reservas fósiles conocidas. De manera que, o por costo o por clima, será inviable aumentar la dosis de petróleo a la economía.

Las energías renovables también tienen sus límites, porque si bien estas formas de energía son eventualmente inagotables, los dispositivos necesarios para su aprovechamiento requieren de unos materiales que no son renovables. Solo para poner un par de ejemplos: los vehículos eléctricos pretenden ser un sustituto plausible de los actuales automóviles a combustión. La fábrica Tesla inaugurará en 2020 una fábrica para producir medio millón de estos nuevos vehículos. Pero “para producir 500.000 vehículos al año, básicamente necesitamos absorber toda la producción de litio del mundo”, dijo su CEO, Elon Musk (BBC 20/4/16).

Segundo ejemplo: los aerogeneradores que producen electricidad requieren de una cantidad importante de minerales y tierras raras calificadas “en estado crítico” en razón de su escasez. Entre ellas el Neodimio y el Disprosio han preocupado al Departamento de Estado de los Estados Unidos en un documento llamado “Critical Material Strategy”, donde alerta sobre la imposibilidad de suplir de estos materiales en el futuro.

Las advertencias sobre estos límites son múltiples y basta buscar con un poco de interés en los informes de las agencias internacionales de investigación para comprender que aumentar un 260% la producción de energía es una idea absurda[5].

¿Por qué entonces se insiste con la ilusión de que todos algún día llegaremos a ser tan ricos energéticamente como los desarrollados? ¿Será porque es más fácil manipular a los pueblos con la ilusión de la futura opulencia en lugar de la más genuina perspectiva de austeridad? ¿Será porque nos hemos creído el vano y repetido salmo sobre la inteligencia humana capaz de salvar todos los límites planetarios?

Estoy tentado a pensar que en la vieja batalla discepoliana entre la ambición y los valores terminó ganando la ambición. Que ya no nos importa el costo social o ambiental que haya que pagar para alcanzar la “calidad de vida” de los ricos. Cómo decía el otro Discépolo, el menor, en el tango Qué vachaché: “el verdadero amor se ahogó en la sopa, la panza es reina y el dinero es Dios”.

Gerardo Honty es analista de CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social).


[1] Armando Discépolo. Relojero.  Editorial Universitaria de Buenos Aires Buenos Aires, 1965. p 102 

 


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