Carolina Vásquez Araya •  Opinión •  24/07/2018

Cuando habla el pueblo

La represión contra manifestantes es señal inequívoca de pérdida de control político.

Más de 300 muertos y alrededor de 2 mil heridos ha dejado hasta la fecha la represión en las jornadas de protesta en Nicaragua. Esto refleja la profunda crisis de autoridad del gobierno de Daniel Ortega –el líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional quien derrocó al dictador Anastasio Somoza hace ya 39 años- y marca la necesidad urgente de un cambio en el escenario político de ese país hacia un ambiente de diálogo y consenso, un umbral que ya parece difícil alcanzar. El perfil de las víctimas de la represión habla por sí solo: son jóvenes estudiantes, sacerdotes, niños, adolescentes, hombres, mujeres y personas mayores cuyo único delito es salir a las calles a manifestar su repudio contra el gobierno y sus políticas. Los ataques, de una violencia extrema, han sucedido en distintas localidades de ese país, protagonizados tanto por la Policía Nacional como por grupos parapoliciales.

La comunidad internacional ha expresado un blando repudio por los operativos del gobierno sandinista y a través de sus distintos organismos exige el respeto de los derechos humanos y el cese de la represión. Pero en el conflicto nicaragüense hay mucho más que dos bandos en pugna: existen intereses geopolíticos de enorme poder por parte de Estados Unidos, cuya influencia en la región resulta incuestionable y cuyas tácticas de intervención son ya ampliamente conocidas. Este factor es una de las razones por las cuales algunas organizaciones políticas de izquierda persisten en su apoyo al régimen, amparándose en un discurso desactualizado y rotundamente antiimperialista  cuyos argumentos de corte ideológico no logran justificar la gran debacle gubernamental ni sus acciones represivas.

Es imposible pasar por alto un hecho trascendental en esta lucha desigual: la fuerza y el valor de los nicaragüenses, quienes exponen su vida por defender sus derechos ante un sistema corrupto que ha traicionado los ideales que dieron origen a su plataforma de gobierno. Algo que comenzó con una simple protesta por las reformas a la seguridad social decantó en la exigencia de la renuncia de Daniel Ortega y su equipo de gobierno, saliéndose de los cauces pacíficos para desembocar en un enfrentamiento directo cuyas imágenes abundan en los medios de comunicación.

Existen denuncias de que en distintas localidades de Nicaragua se han producido arrestos injustificados y sin orden de aprehensión emitida por un juez, ciudadanos secuestrados para desaparecer por días sin dejar rastros, apareciendo luego muertos y torturados; familias completas atacadas en sus viviendas por individuos encapuchados, centros de detención saturados de civiles capturados durante las jornadas de protesta. El cuadro actual de la crisis nicaragüense es demasiado complejo como para explicarlo por medio de fórmulas de ideología política o un posicionamiento de apoyo a un régimen que no ha sabido apegarse a los principios democráticos y a sus promesas de fidelidad a la causa sandinista.

La Nicaragua de hoy va en una vía peligrosa que podría desembocar en una guerra civil, escenario propicio para que agentes internos y externos aprovechen el caos para echar por tierra los avances sociales que se hayan alcanzado durante estas cuatro décadas. Esto hace presumir que de no lograrse un acuerdo satisfactorio en un contexto de paz, la estabilidad de Nicaragua tomará años en recuperarse y tendrá un alto costo en sus perspectivas de desarrollo. Para salir de la crisis, un paso esencial es escuchar a su pueblo y atender sus legítimas demandas, para ello de nada sirven las armas ni la violencia.

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