Jesús Arboleya Cervera •  Opinión •  17/05/2018

Estados Unidos no deja de mirar hacia América Latina

Algunos afirman que América Latina no es una prioridad para Estados Unidos. Es verdad que apenas se menciona en los documentos rectores de su política exterior, que sus dirigentes no gustan mucho de pasearse por nuestros países, que su respeto por los gobernantes latinoamericanos es muy limitado y que la prensa le otorga menos atención que a otras regiones del mundo. Sin embargo, América Latina no deja de estar bajo el microscopio de Estados Unidos, porque constituye un elemento indispensable de su sistema hegemónico mundial.

Las embajadas, los órganos de inteligencia, las delegaciones militares, los grupos económicos, las instituciones académicas y culturales, los medios de prensa, las redes sociales y multitud de organizaciones de todo tipo, conforman una inmensa red de mecanismos gubernamentales, paragubernamentales y no gubernamentales que aportan una visión más o menos certera de la realidad latinoamericana.

Tal estructura, diversa y a veces contradictoria, permite al gobierno norteamericano detectar brechas en el sistema de dominación y articular las acciones encaminadas a enmendarlas. Aunque estas acciones tienden a corresponderse con las características de los gobiernos de turno, sus objetivos estratégicos son los mismos. Una de sus características es que el resultado de estas observaciones por lo general conlleva a la utilización de viejos métodos para resolver nuevos problemas. No hay mucha imaginación en la política de Estados Unidos hacia América Latina.

Aunque ahora es más complicado recurrir a las invasiones, ocupaciones y las dictaduras militares de antaño, la línea dura prevalece en la estrategia norteamericana hacia la región, incluso en períodos donde se suponía que el llamado “poder suave” regía la política en el área —dígase la Alianza para el Progreso, de John Kennedy, o la “nueva política” de Barack Obama—. Qué decir entonces de un gobierno como el de Donald Trump, que reivindica la doctrina Monroe como derecho estadounidense sobre el continente.

Solo Cuba logró escapar de esta envoltura y ha sido a un costo tremendo. Sobre todo cuando la desaparición de la Unión Soviética privó al sistema cubano de la alternativa que hasta entonces había posibilitado su inserción en la arena internacional, y provocó un necesario un reajuste estructural que aún no ha concluido, incorporando sus propias incertidumbres al modelo cubano. En estas condiciones, incluso los procesos políticos inspirados en la Revolución Cubana se han visto impedidos de repetir el experimento y han tenido que navegar sin una guía que oriente sus acciones, lo que explica muchos de sus desaciertos desde el punto de vista político y administrativo.

Los llamados “gobiernos progresistas” no fueron el resultado de una conciencia popular debidamente articulada o la unidad orgánica y programática de sus actores. Surgieron de manera casi espontánea, a partir de una amalgama de organizaciones, grupos e individuos muchas veces divididos entre sí, impulsados por los efectos concretos del neoliberalismo y el propio deterioro de la gobernabilidad que el modelo promociona, en su interés por liberar al mercado de cualquier tipo de ataduras.

Por su propia naturaleza, se plantearon las reformas del sistema a partir de un complicado consenso respecto a las normas establecidas, y sus políticas populares se centraron en imponer mejoras a los mecanismos de distribución del excedente nacional, siendo muy vulnerables a los vaivenes de la economía. La decadencia de los gobiernos progresistas en América Latina ha estado íntimamente relacionada con el deterioro de los precios de las materias primas en el mercado mundial, una demostración de que estamos en presencia de un problema estructural determinado por la globalización neoliberal, que aplica por igual a los gobiernos de cualquier signo político.

A ello se suma la contradicción existente entre la disfuncionalidad del capitalismo real y el apogeo de la ideología que lo sustenta. Ello condiciona que las metas de los procesos progresistas han estado muy influidas por el individualismo y el consumismo, lo que dificulta la convocatoria colectiva, y establece la paradoja de que las mejoras sociales, orientadas a los sectores más pobres, se debilitan precisamente en la medida en que mejoran sus condiciones de vida.

En las actuales condiciones, el llamado progresismo, contentivo de muchas “izquierdas” —de por sí un término muy relativo—, también requiere de políticas para captar y educar a la clase media, depositaria de los mitos más atractivos de la ideología capitalista, y uno de los elementos más dinámicos de la vida política en la mayoría de los países.

Desde el punto de vista político, los gobiernos progresistas apenas lograron establecer limitaciones a los poderes fácticos imperantes, dígase los grupos económicos, los partidos políticos, los medios informativos, el sistema judicial o los cuerpos militares y de seguridad, los cuales han mantenido su facultad para afectar sus políticas y recuperar zonas de influencia en la población.

Tampoco pueden darse el lujo de cometer pecados, como el divorcio de las masas, la corrupción, la arbitrariedad o la represión de la población, toda vez que la fuente de su poder radica en su legitimidad moral. Es cierto que la derecha ha demostrado capacidad para manipular la realidad y lo ha hecho sin escrúpulos, pero en ocasiones la izquierda les ha facilitado el trabajo al perder credibilidad y afectar las bases de su respaldo popular. Esto explica la pérdida de algunas elecciones y, sobre todo, el deterioro de su capacidad movilizadora en algunos casos, lo que ha posibilitado la impunidad con que la derecha ha llevado a cabo golpes de Estado, la manipulación del sistema judicial y fraudes electorales escandalosos.

No es noticia que estamos frente a un repunte de la derecha en el continente y que Estados Unidos, con la colaboración voluntaria o condicionada de sus aliados, aprovecha la coyuntura para aplicar todos sus recursos con vista a asfixiar a los gobiernos progresistas que aún subsisten —especialmente en el caso de Venezuela—, así como desmantelar los mecanismos de integración que caracterizaron el proceso regional en el pasado reciente e imponer el viejo panamericanismo a través de la OEA.

El problema a considerar es si Estados Unidos está en condiciones de llevar a feliz término esta política. En el mundo actual son muchos los actores gubernamentales y no gubernamentales que intervienen en cada escenario específico. Por ejemplo, la competencia económica de China en Latinoamérica, cuya eliminación constituye el centro de la política de Trump hacia la región, es un fenómeno con bases objetivas que Estados Unidos no tiene la capacidad económica de evitar, no importa si la derecha o la izquierda gobierna un país determinado. Basta mirar la historia reciente de Brasil, Chile o Argentina para comprender esta afirmación.

Incluso las políticas proteccionistas impulsadas por el actual gobierno norteamericano, condicionadas por necesidades económicas y políticas domésticas, limitan aún más la capacidad de enfrentar la competencia china y de otros países y encuentran franca oposición en importantes sectores económicos nativos, cuyos intereses transnacionales se contraponen a este supuesto interés chovinista de “América Primero”. Si antes era indispensable, en la actualidad Estados Unidos tiene una escasa posibilidad real de “ayudar” a sus aliados latinoamericanos, lo que explica que prime la política de desecharlos cuando dejan de resultar funcionales.

Los gobiernos de derecha latinoamericanos, que no han hecho otra cosa que reproducir las viejas formas neoliberales antes fracasadas, más temprano que tarde están destinados a enfrentar una renovada oposición popular, incrementando los niveles de ingobernabilidad de sus países.

Una buena interrogante es si la derecha, acorralada por estos acontecimientos dentro de los marcos que le impone la democracia representativa, romperá estos límites para volcarse hacia la represión más descarnada e imponer dictaduras, como ocurrió en el pasado. En algunos países latinoamericanos ya existen muestras de estos procesos y el avance del neofascismo es una realidad internacional, presente incluso en los propios Estados Unidos.

Sin importar los reveses coyunturales, las condiciones objetivas continúan actuando a favor del progresismo en América Latina. Pero eso no basta, hace falta el desarrollo de una doctrina de “contrapoder inteligente”, basada en la articulación de verdaderos procesos de participación popular que aseguren la continuidad de los movimientos sociales en el poder.

Fuente: Progreso Semanal


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