Tamer Sarkis Fernández •  Opinión •  12/11/2016

La historia antropológica en Nietzsche hacia el superhombre

El extenso periodo durante el que ese animal en vías de “hominización” que éramos actuaba sobre la Tierra, fue un periodo sin memoria por ser un periodo vivido en la inmediatez por ese animal, es decir, vivido sin consciencia del tiempo y, por tanto, sin hacer consideración de éste.

I.

Así, el estado natural de aquel animal del que venimos era el olvido, no entendiendo éste como no-recuerdo, sino como ausencia de consideración consciente del recuerdo. Como una permanente irreflexividad de los recuerdos.

Seguramente, estallaban en la mente recuerdos a modo de impresiones que determinaban una u otra reacción mecánica a esa impresión presidida, bien por el principio del placer, bien por el del dolor, como un pájaro posado por primera vez sobre la rama de un árbol de fruto borde, que picotea uno de los frutos pero no picoteará por segunda vez.

Ese periodo remoto de fusión integral con el instante presente nos ha dejado regalos a sus herederos. Uno de ellos, esa facultad de descartar, de desechar lo que nos resulta indeseable. Se trata de un verdadero arma de nuestra voluntad de vida alegre, que esta voluntad ejerce contra lo pesado, lo amargo, la obligación forzada, el recuerdo gris, irrelevante o doloroso cuando el dolor no ha merecido la pena.

Cada vez que borramos estas experiencias antes siquiera de que se hallan transformado por una sola vez en recuerdos, es el inconsciente el que está ejerciendo su dominio, su imperio, sobre la consciencia, operando como guardián selectivo que cierra su puerta a intrusos dañinos. Y la cierra al servicio de un organismo sano que, administrando la consciencia sin pasividades, está afirmando su voluntad de seguir siendo sano y fuerte en su existencia, para lo que se quita las sombras de encima como a vampiros que le drenaran sangre reemplazándola por veneno.

Volvamos a esa época primigenia de ausencia de consciencia experiencial sobre lo vivido y sobre lo porvenir, o, para ser más exactos, a esos momentos de ruptura durante los que esos antepasados nuestros empezaron a producirse como seres con sentido del tiempo. ¡Horrible noticia!: había un futuro y en el mismo se instalaba la muerte. Antes había sólo un presente sin horizonte, pero, ahora, empezó a pensarse en el futuro –tómese esta afirmación en su sentido menos voluntarista y más literal posible: el futuro se tornó pensable. A la aseguración del futuro, al retraso de la muerte, había que sacrificar, al menos en cierta medida, el presente.

A la comunidad entera correspondió proscribir y sancionar todo aquello que había emergido como lo imposible –para emplear la expresión de Leopoldo María Panero-, es decir, aquello cuyo ejercicio era incompatible con la persistencia social. Surgen así el tabú de la sangre y el tabú del incesto, la proscripción de ociosidad en momentos orientados a la utilidad, la obligación normativa –y no ya tan sólo por la fuerza de los hechos- de racionalizar el consumo de los recursos, empezando por la racionalización del gasto de la energía vital del miembro de la comunidad, etc.

Algunos de estos tabúes dejan de serlo, para transformarse en prescripciones, si la relación de la comunidad no es consigo misma sino con otra: prescripción de sexo exogámico, prescripción de hacer la guerra, intercambio de mujeres, etc.

Someter el presente al futuro, bajo la forma de esas regulaciones -proscripciones y prescripciones- no le es fácil a la comunidad, ya que ha de vencer la disposición orgánica de cada miembro –y, por tanto, de la propia comunidad- a arrancarse esas convenientes normas por el sencillo acto de olvidarlas, de no tenerlas presentes, de expulsarlas de ese presente que habían venido a aguar.

Ante este peligroso desprecio, los mismos miembros de la comunidad responden elevando la atención de las normas a la categoría de promesas, lo que actúa como un ejercicio de fijación de la memoria. Este ejercicio sólo es exitoso en la medida en que una racionalidad utilitaria invade los razonamientos, advirtiendo, con su lógica atemorizadora, de las consecuencias del olvido. Es decir, haciendo que quien piensa se anticipe mentalmente el futuro en términos de consecuencia. Procurando evitar unas consecuencias y provocar otras, el ser humano se fijará a sí mismo en tanto que un operador con medios, un animal que calcula. Pero, para llegar a pensar la realidad como algo calculable y previsible, él mismo ha tenido que haberse transformado en un sujeto previsible, caminante sobre una regularidad. De otro modo, no hubiera mirado a la realidad con esos ojos, no hubiera buscado en ella esas prestaciones, porque poco le hubieran importado.

II.

¿Con qué medios se produjo un sujeto social de mentalidad y de vida en cierto grado previsibles, dotadas de constancias, requisito previo al acto de desarrollar en él una consciencia de compromiso con la continuidad de la comunidad y, por tanto, una voluntad de no quebrantar el orden de comportamientos que esa continuidad exigía?. En otras palabras, un sujeto concernido de que lo más importante es la reproducción de la sociedad, es decir, que ésta no perezca por sus excesos y sus hábitos inoportunos no es algo espontáneo; hay que conseguir ese sujeto. ¿Porqué se supone que debería importarle, a un animal que toma su deseo como patrón de comportamiento, que la permanencia social tiemble a costa de lo que hace, o de lo que no hace, o de lo que deshace?.

Estamos bien instalados en la idea de que la persecución de la conservación social es una tendencia natural de toda sociedad. El pensamiento utilitarista inglés, la tradición antropológica inglesa y la sociología funcionalista nacen de ese prejuicio. Se explica la actividad social instituida por su funcionalidad, es decir, como recursos adaptativos de que la sociedad se sirve en su fin supremo de continuidad. Ante estas descripciones sobre el sentido de la vida social y de la participación de sus sujetos, sentido identificado con la protección de una porción humana lo más acercada que sea posible a la totalidad humana que compone la sociedad, cabe preguntarse al menos dos cuestiones:

¿Es esto así?; ¿Esta afirmación se corresponde con una constante en la historia de las sociedades, o sólo hace que retransmitir lo que, desde una determinada moral –por ejemplo, la cristiana-, se dice que debería ser?. A la luz de numerosos ritos instituidos, códigos normativos y actividades que se han dado y se dan en múltiples sociedades, y cuya función no es la de ajustar la sociedad a la supervivencia, sino, por el contrario, la de mutilarla, la de descargarla de una porción de sí misma –a veces de su mayor parte- imposibilitando así su perduración y de modo que se la lleva a ser otra cosa, sólo cabe una respuesta a la tesis funcionalista de adaptación comportamental al principio de adaptación social, y es que no se trata de una característica inherente a los seres humanos en tanto que “ser social”. Por ejemplo, en la India se da el fenómeno de que el funcionamiento articulado del sistema de castas no refleja una preocupación por la adaptación de cada casta como fragmento funcional articulado en ese marco de totalidad, sino que refleja un esfuerzo por forzar la inadaptación de determinadas castas, por debilitarlas hasta el punto de dificultar su propia continuidad en unas dimensiones estables. Esta era, por ejemplo, la función del código de Manú en la India védica, analizado por Nietzsche en El ocaso de los ídolos. Esto nos lleva directamente a la segunda pregunta:

¿Cómo llegó, desde las primeras sociedades, a ser una constante del pensarse de cada sujeto, ese “ceda el paso” a la conservación de la comunidad y ese plegarse a una identidad propia constante, como naciendo continuamente de sí misma, que los utilitaristas toman como propiedad de “El Hombre” y los funcionalistas como “propiedad social”?. ¿Qué lo puso bajo el influjo de ese afán de conservarse arrancándolo de una fuerza irreplanteable –no escogida- que está determinada a expresarse por la fuerza, en tanto que existe como fuerza?.

Nietzsche responde que la moralidad de las costumbres y la camisa de fuerza social hicieron al hombre calculable.

III.

Producir este hombre atado a su memoria de “los compromisos con la comunidad de pertenencia” fue una tarea sangrienta, que se sirvió del castigo, el sufrimiento y el dolor. Eso prueba que el miedo a un futuro penoso por carencia de medios, y a la muerte que podía comportar, no eran coacciones suficientes para un ser dividido entre estos temores, por un lado, y, por el otro, la persistencia en él de aquella animalidad que se agotaba en un presente infinito para ella.

Estas obligaciones eran fijadas, también, mediante la imposición religiosa de una práctica ascética, al apartar al sujeto de la actividad y, por tanto, privarle de ideas “desconcentradoras”, centrándole de ese modo en la meditación, y, por tanto, en la repetición, de aquello que se pretendía grabar en su espíritu.

De este modo, el sujeto llegó a desarrollar un modo de razonar que ha pasado a ser considerado como “la razón” en sí, es decir, un modo de reflexionar presidido por la sobriedad, la aplicación a “lo que es debido”, la sensibilidad por los peligros que acompañan a todo desafío a las responsabilidades contraídas. Una razón conservadora, que tasa los pros y los contras de cada acción, y de cada abstención de la actividad, sobre el bienestar del sujeto, presionado no ya por un futuro vago y distante de extinción comunitaria y de sí mismo, sino por la amenaza de castigo en un futuro inmediato. Es, a fin de cuentas, una razón que ha aceptado que aquello que le conviene es la paz, y hace de esa conveniencia de comportarse la identidad supuesta al pensamiento, en tanto que ejercicio “racional” opuesto a “lo irracional”, esto es, a todo lo que de sí mismo no tiene cabida en una sociedad cuya voluntad de persistencia le ha ganado, por el momento, la partida.

IV.

Con respecto al origen de la “mala conciencia”, es decir, de la conciencia de culpa, un estudio etimológico del término culpa revela que, en varios idiomas, está totalmente desconectado de cualquier noción de una supuesta “voluntad libre”, de la que se hubiera hecho mal uso, hecho que habría convertido al sujeto en “culpable moral”, por haber escogido “voluntariamente/ libremente” -esta mirada moral identifica ambos conceptos- el “mal camino”.

El término culpa deriva en esos idiomas, por el contrario, de la expresión “poseer deudas”. La sociedad no veía, en el castigado, alguien reprensible por haber podido obrar de un modo distinto del que obró, es decir, por ver en él un sujeto responsable en el sentido cristiano de libre albedrío. La justicia no se justifica apelando que castiga a una voluntad libre; castiga porque quien ha quebrantado la deuda que contrajo con la sociedad –sus obras deben garantizar la sociedad en lugar de amenazarla, del mismo modo en que la sociedad lo garantiza a él- provoca el enfado de la comunidad.

El enfurecimiento se genera también por el daño recibido; el mecanismo del castigo compensa este daño mediante la producción de placer, derivado éste del daño causado. El castigo es una oportunidad de descargar crueldad, y el placer que provoca basta para rescatar el equilibrio perdido.

V.

El sujeto deudor que ha roto el pacto con la sociedad acreedora, le entrega algo de sí mismo, en substitución de aquello escatimado. De este modo, le entrega dolor, su cuerpo, la salvación de su alma, su libertad, su esposa, su vida e incluso la paz en la tumba. La sociedad se cobra la deuda y la relación antecedente a la afrenta es reestablecida.

A este placer de hacer sufrir se añade un placer suplementario: el ejercicio de un poder sobre el castigado ofrece el espejismo de ostentar un rango superior al del objeto de castigo, lo que no es otra cosa que una impresión de soberanía sobre la vida de otro; el gobernado se identifica de ese modo con el gobernante, y disfruta en la sociedad de su parcela de poder.

Un signo inequívoco de las culturas superiores es el practicar un arte de la crueldad: el ejercerla de modo refinado, superando sus expresiones crudas en favor de la producción de ritos, fiestas y procederes que no son otra cosa que crueldad elaborada, a la que se ha dado la consideración que a la animalidad merece, pero de un modo propiamente humano, que trasciende la manera meramente animal de desatarla.

VII.

Procurar dolor proporciona placer; no es cuestión de abominar la existencia del dolor, sino de no errar en el blanco, esto es, de elegirlo acertadamente.

En esto, como en las demás disposiciones humanas, su negación avergonzada –el avergonzarnos del ser humano y de nosotros mismos- no puede conducir más que a una mirada pesimista de las posibilidades de vida, consecuencia inextricable del desprecio con que se mira al que produce, con su actividad concreta, un modo concreto de vida. Lo que anida en el fondo de la mirada pesimista es la premisa lógica “Bajo es y nada elevado puede originar; la vida está irremisiblemente condenada dado la vileza de su materia prima”.

Juzgando malos sus instintos, el hombre intenta por todos los medios “purificarse”, es decir, vaciarse de sí mismo para acercarse a un modelo ideal de identidad y de existencia caracterizado por la perfecta autonegación hasta la indiferencia; hasta haber dejado de necesitar ejercer fuerza alguna contra la animalidad –Nietzsche, sarcástico, llama a este referente nihilista, “el ángel”. Uno de los efectos inmediatos de este via crucis es el adquirir una percepción de la vida fundamentada en el más hondo desprecio; no podía ser de otra forma: absteniéndose de sí mismo, este tipo de hombre se ha ido creando una vida insípida y, en efecto, despreciable, lo que ni siquiera a él se le escapa del todo.

Otra fuente para el desprecio de la vida es la conversión de la condena moral a la crueldad, en identificación del dolor con la vileza de la existencia. Se interpreta el dolor que la vida contiene como una prueba de que la existencia es culpable y tiene su castigo correspondiente. En este último caso, se trata de una mirada moral hacia el dolor derivada de una mirada moral que repudia todo ejercicio de provocación de dolor.

Esos mismos sufridores que, en primer término, no aceptan el dolor como fenómeno vital, no sólo van a acabar por aceptarlo, sino que lo van a erigir en virtud. Para realizar esa particular transacción valorativa del dolor, hubieron de inventarle un sentido poderoso, llegando nada menos que a santificarlo: “Venimos al mundo a sufrir como único medio de pago de la deuda eterna contraída con Dios por el Pecado original; bendito destino que nos conduce a la Gloria eterna”. Nietzsche se refiere a esta operación de invectiva justificativa del dolor con esta sentencia: “Lo que nos indigna del dolor no es el dolor en sí, sino el sin-sentido del dolor”.

VIII.

El sentido originario de “justicia” quizás fue el de cumplimiento de un compromiso de atenciones recíprocas entre sujetos que se piensan como iguales. La ruptura del vínculo rompe la percepción compartida de igualdad, lo que priva, a quien faltó, de ser tenido por uno más de la comunidad hasta que el pago con dolor de la deuda adquirida permite su reingreso. Había dado la impresión de no ser lo que decía ser, pero esa impresión es desconsiderada tan pronto como demuestra ser capaz de ofrendarles un dolor –un placer para ellos- de valor similar a la atención que se ahorró y que fue una ofensa a quienes supieron no estar siendo tratados como iguales.

IX.

Este egoísta cuyo comportamiento ha indicado que no pensaba los demás como iguales a él, ya que se ha pensado a sí mismo y a sus intereses como realidades separadas y que primaban con respecto a la ofensa y, más allá de la ofensa, con respecto al perjuicio causado, pasa a ser comprendido por los destinatarios de su agravio tal y como él mismo se ha definido, esto es, como alguien externo, escindido. Por sus actos, la mirada de los demás lo descubre recién ubicado en una exterioridad; es una mirada que detecta su destierro, y ella misma lo destierra, al menos transitoriamente, de la consideración previa que recibía.

No es casualidad, por tanto, que una de las formas más antiguas de castigo sea el destierro: es el reflejo punitivo de ese destierro valorativo que se ha sucedido antes. Por obra de una fácil asociación de ideas, el destierro se convierte así en una de las formas preferenciales de suministrar dolor: se encuentra en el destierro una forma de hacer sufrir a la que se considera adecuada por su cercanía significativa con el motivo del castigo. La idea de desterrar nace así a partir de una visión del destierro como una respuesta equitativa en tanto que modo de procurar sufrimiento, por la cantidad y el cariz del sufrimiento, y no es practicado con la motivación de apartar el peligro, de llevar al sujeto a la soledad regenerativa o de ofrecer ejemplo disuasivo, contra lo que dicen los tópicos.

Así mismo, el destierro es una devolución del sujeto a un estado asocial, carente de los bienes para la vida que provee la comunidad. Quien no ha pensado en común es desposeído de toda protección.

X.

Cuanto más rica, poderosa y fuerte era una de esas comunidades que generan la actividad de castigar –o cuanto más llega a serlo una sociedad en el desarrollo de su potencial- menos necesita la dureza en la impartición de dolor, pues encaja los golpes de quienes atentan contra sus normas sin grandes trastornos. Llegada a este punto, la sociedad incluso protege a esos sujetos del enfurecimiento y el resentimiento de los agraviados particulares, más débiles o más emotivamente afectados que ella misma. En algunas comunidades, la indulgencia fomentada por el poder que la comunidad ha alcanzado, llega a tales cotas que se vuelve pensable la desaparición de toda forma de castigo. La propia sociedad se ha vuelto más poderosa de lo que pueda llegar a serlo la justicia y, por tanto, soberana con respecto de la misma, independiente de ésta; no la necesita en lo más mínimo.

XI.

La justicia no nace del resentimiento y no es una “dignificación” de la venganza. La ideología que desde la ciencia derrocha tinta en “demostrar” esta identificación percibida, es, en realidad, el pensamiento de quienes están poseídos por el resentimiento; de quienes supuran venganza y miran desde ésta.

Al contrario: la justicia, en su extender las alas, tapa el sol al resentimiento y lo anula; no hay mejor prueba de justicia que tratar justamente a un enemigo. Ello es lo más lejano al resentimiento, tanto como lo es de la indiferencia, la tolerancia y el perdón de quien no puede realizar otro tipo de valoración y hace de su debilidad una virtud. La justicia que no le es posible ejercer, la canaliza hacia una mirada ciega de odio cuya impotencia desfigura al enemigo hasta convertirlo en la síntesis del Mal; la mirada del resentimiento es injusta por naturaleza y, lejos de detenerse en mentirse sobre el enemigo, se miente sobre el sujeto mismo de la mirada, anunciándoselo como el piadoso que perdona porque está por encima, cuando no puede hacer otra cosa que tragar porque está por debajo.

La mirada del fuerte es más sincera consigo misma y con su objeto, más espontánea y más veraz. La del débil –sometido a su enemigo y dependiente en su destino de los actos de aquél- tiene que autotranquilizarse recurriendo a la mentira de que, aunque él no pueda descargar su ira contra el enemigo, la “mala conciencia” de su enemigo tiene a la fuerza que torturarle. Convierte la culpa, originariamente un hecho definido por la sociedad castigadora, en un sentimiento del sujeto, que lo castiga. Está inventando una característica “Humana” consistente en dañarse en virtud de una supuesta ley moral necesaria que gobierna el espíritu de “El Hombre”.

Cuando el resentimiento sí podía causar estragos, allí se desplegaba la justicia para vedarle la presa que corría a destrozar. Los fuertes hallaron en la ley el modo más pesado de inviabilización de los estragos que para la sociedad suponía la venganza reactiva: de ese modo, mediante la prohibición y la prescripción, protegían a la sociedad del daño que para su capacidad de pervivencia comportaba la eliminación de aquellas personas que, aun habiendo perjudicado, eran también parte activa cooperante de la sociedad en su tarea de continuidad.

Esta diferenciación entre “lo justo” y “lo injusto” no precede a la ley, a diferencia de lo que afirma la metafísica, esto es, ellos no son realidades autoconsistentes y autofundadas; no existe la Justicia en sí, sino que expresó, inicialmente, el punto de vista de la continuidad de la sociedad y su valoración de lo que era más y menos importante para ella. El desatamiento de violencia que hace el vengativo no puede ser injusto, ya que esto es aquello para lo que su voluntad ha sido determinada; lo que se nombra como “justicia” no es otra cosa que la represión de la afirmación plena de esa forma de vida. Represión ejercida por la voluntad de preservar un tipo de vida superior que, con el ataque a la sociedad a que se ve llevado el resentido, percibe peligrar su propia existencia en la medida que el resentido pone en peligro la existencia social.

XII.

No pueden ser confundidas las causas del derecho con las funciones que esta realidad cumple. Al otorgar un sentido nuevo a una realidad por el acto de apropiársela, una fuerza (unos valores, unos intereses, una sensibilidad, unos instintos, un poder, una racionalidad, una perspectiva, un Modo de Producción, etc.) pone, a esa realidad, a funcionar de un modo distinto dentro de la realidad general englobadora que esa fuerza ordena y estructura. Un relevo de fuerzas es un relevo de realidades –en su sentido y en su valor, si se trata de fuerzas antagónicas.

La historia de una realidad no es la historia de su progreso hacia su autorrealización plena, de modo que cada vez estaría más reconciliada consigo misma, en el caminar del fenómeno hacia la esencia, o hacia la Idea. El ser en el tiempo no tiende inercialmente a un presunto “sí mismo”; no va por sus propias fuerzas “a mejor” o a la liberación. Una realidad es la resultante de un juego violento de fuerzas, entre las que siempre hay que contar con la huella que ha marcado en ella la fuerza poseedora, aunque esté en decadencia y condenada a abandonar la realidad, de modo que la forma de determinar esa realidad por las fuerzas definitorias está a su vez determinada por su necesaria interacción con esas propiedades asentadas. Las realizaciones cada vez más plenas lo son siempre dentro de una misma realidad, esto es, son el desarrollo de una misma conjunción de fuerzas, en el sentido de un despliegue de su acción y sus consecuencias reales. En este proceso, esa fuerza –resultante de un conjunto- ahoga a otras hasta su extinción. Un valor no es, en modo alguno, un pensamiento azaroso o la expresión de un a priori mental, pero tampoco el reflejo invalorable de una realidad material que lo produce para su utilidad y ante el cual no cabe más que quitarse el sombrero en una simple constatación “objetiva” y “neutral”.

Un valor es la expresión de un determinado modo de vida y tiene el valor que tiene éste, según el tipo de Voluntad de poder que ese modo de vida permite y que alimenta, pero también que recoge y que expresa en una dialéctica entre instintos y condiciones materiales de existencia.

Tradicionalmente, los valores se habían santificado mediante el acto de aislarlos de su origen, es decir, de coronarlos como la fuente de su propia valía incuestionada. La moral democrática introduce y consolida una nueva vía de protección de los valores imperantes: su asunción generalizada, o mayoritaria. Esta concepción puede triunfar únicamente haciendo pasar la generación de valores –y su reconocimiento- como si fuera un mecanismo reactivo del ser humano en su tendencia a la adaptación. Pensados de este modo, los valores en curso son, por definición, los adecuados al encajamiento de los sujetos en “su vida”; prueba de ello es que casi todos adoptan estos valores y las excepciones “son inadaptados que sufren y con probabilidad acabarán por hundirse”.

La sociedad envenenada de espíritu democrático representa, por tanto, un perfeccionamiento del fetichismo de los valores. Estos han dejado de ser vistos como realidades con valor en sí; cuestionar su valor aparece entonces como un anacronismo, un absurdo, un error de planteamiento, una pregunta equivocada. Los valores –se pretende- ni tienen valor en sí, ni dejan de tenerlo como “servicio”. Son relativos, recursos de adaptación que no cabe evaluar: Debord denuncia el modo en que el espectáculo expresa su auto-apología sintetizándolo en la valoración “Lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece”. Al obviar la Voluntad de poder –el elemento activo generativo propiedad de la especie humana- y contemplar la generación de valores como un ejercicio adaptativo, la ideología democrática inhabilita para plantear la cuestión del valor de los valores porque hace impensable que el origen de estos tenga un valor. Este valor sólo resulta tasable a una crítica que analice ese origen en relación a la calidad de las fuerzas que componen la Voluntad de poder que se expresa allí, y no en tanto que operación adaptativa. La moral democrática sólo puede ver los valores como lo segundo porque ella misma es la herencia de un largo proceso histórico de producción y conservación de valores que han sido el reflejo de la primacía de las fuerzas adaptativas. Es la esclavitud hecha moral.

Cuando la idiosincrasia democrática ha triunfado en sociedad, son las demandas y el modo de entender propios de la condición esclava los que ordenan el pensamiento general. Para el esclavo –por la manera en que le marcan la mente sus orígenes y su historial ascendente de sufrimiento, miseria, amenazas y miedo- adaptarse es ya el cenit –“el Bienestar”. La democracia es la realización de aquello que su propia Voluntad de poder le insta a perseguir; la democracia es su garantía de seguridad.

Pensar los valores como lo que es fundado por actos creativos desplegados desde la interioridad en afirmación, sencillamente queda en el extramuros de su mundo perceptivo. El nunca ha funcionado así y no piensa los valores en esos términos. Es más, nunca fue capaz de osar funcionar así, lo que hubiera supuesto desafiar su propio sometimiento y exponerse a la respuesta de sus amos. Al revés: la Voluntad de poder reactiva que en él ha predominado siempre, principio director de su valorar y su hacer, le lleva por el camino de despreciar ese conjunto expresivo no condicionado que a él se le priva mientras que es característica de los odiados señores. Mediante estos gestos mentales defensivos acaba creando valores, pero sólo en la medida en que va negando. Se trata de valores fundamentados en contrariar.

Hemos visto el porqué de esa concepción que la democracia tiene de los valores: como respuestas ajustativas de los sujetos. Efectivamente, esta tesis explica unos valores; los de los esclavos y de la propia democracia. El esclavo no puede reconocer la posibilidad de los valores como efecto de la intervención de una interioridad humana soberana en relación a su exterioridad. A lo que la fuente contraria –una Voluntad de poder vigilante y en guardia en la prevención del escarnio, el maltrato, el castigo y la ejecución- pare en el terreno de los valores, a este engendro servil, lo llama nada menos que Virtud. Dos milenios después de san Pablo, la democracia se propondrá derechos y migajas; “un trato justo”, y, al tiempo, participación activa y compromiso.

Cuando esta misma perspectiva esclava toma posesión de la ciencia y le transfiere el sentido que le es propio, el lenguaje cambia de formas. Al proyectar su idiosincrasia a las realidades fisiológicas y biológicas, y comprender estos procesos como si fueran fundamentalmente adaptativos –es decir, como si estas funciones adaptativas no tendieran a estar subordinadas jerárquicamente a las fuerzas afirmativas, teniendo el papel de servir a estas fuerzas- el esclavo no puede continuar hablando de Virtud. Sabido es que la ciencia debe ser “objetiva”, según la definición que de la objetividad pronuncia el positivismo. Se supone que no cabe valorar; “el análisis científico es neutro”. Por tanto, tiene que hablar de la adaptación como de “la Ley de la vida” que la biología y la fisiología han descubierto. Este hallazgo científico tan “objetivo” y “neutro” es exportado por la ciencia social al estudio del comportamiento de las sociedades –aunque es verdad que Darwin enuncia su teoría de la adaptación después de que Spencer formule sus tesis organicistas. En el caso de la mirada científica a las sociedades, lo que se esencializa y se cosifica como “Ley social” coincide con la actividad real en unas sociedades europeas regidas por esa “Virtud” de los esclavos.

XIII.

En lo que respecta al castigo, su aspecto, su morfología, su desarrollo, su daño, su escenificación, no son a veces nada más que la vestidura perenne de algo cambiante por debajo de ella: la racionalidad del castigo.

Por otro lado, no fueron sino ciertas fuerzas las que se apropiaron de una realidad a la que confirieron una función punitiva. Antes de esa apropiación, nada tenía que ver aquella realidad con el castigo.

Los sentidos de que se dota a una realidad no siempre son sucesivos; no siempre se desplazan unos a otros. Esto vale para el castigo, realidad en la que coexisten, se mezclan, se complementan, se contradicen y se sintetizan creativamente toda una colección de sentidos que el persistir de la cultura amplía.

XIV.

El sentido común señala que el castigo ha sido la principal incubadora y fertilizante para el asentamiento del sentimiento de culpa. Al contrario: ha constituido siempre un disuasivo de sentirse culpable, porque se veía a la sociedad infligir un daño mucho mayor sin asomo de remordimiento.

Que los jueces deban pensar que tratan –o no, en supuestas “excepciones”- con un “culpable moral” es una idea relativamente reciente en la historia de la especie. Ni ellos ni su sociedad manejaban este mito, hoy “incuestionable”, de la responsabilidad.

Tampoco el castigado se pensaba así, de modo que no había oportunidad para que pudiera rabiar de descontento y auto-reproche por sus actos; las consecuencias que le estaban destinadas por estos eran su único pesar.

XV.

El efecto del castigo no era, de este modo, culpabilizar al hombre, sino volverlo obediente al darle percepción de lo difícil que lo tenía para burlar las imposiciones y proscripciones sociales. El castigo fomentaba en él una impresión de ser limitado en fuerzas y de hallarse impotente frente al aparato punitivo. Le cogía por el cuello y lo precipitaba desde las alturas de su ensoñación de libertad para ponerlo frente a un espejo deformado de autodevaluación. Le arrancaba las alas.

XVI.

A la sociedad le costó muchos esfuerzos someter la voluntad de sus miembros a sus necesidades de continuidad, sometiendo los instintos de estos a las regulaciones que había fijado para sí misma. Cuando logró pacificarse ella y pacificar el espíritu de sus integrantes, por ese mismo acto había gestado en ellos la mala conciencia.

Se les arrebató la puesta en juego de sus instintos, en la medida en que fue reemplazada la vida que habían estado viviendo hasta entonces. No se trataba sólo de represión punitiva ni de moralización; el nuevo modo de vida no daba oportunidad a su expresión porque no dejaba lugar alguno a aquellas actividades que los habían acogido. Su actividad pasó a tener un carácter preeminentemente utilitario, y a ser constantemente inspeccionada por la conciencia. Mientras, los instintos se retorcían por desplegarse sin hallar en el exterior qué pudiera recibirles.

Los instintos actuaban entonces sobre el único terreno donde podían irrumpir: atormentaban la conciencia en preguntas, dilemas, ansiedades y reflexiones. Este desarrollo de la “existencia interior” –toda esta actividad pensante que reflejaba contradictoriamente tanto dolor por la encarcelación de los instintos como protesta, indignación, autocompadecimiento y necesidad de justificación de las nuevas circunstancias como mecanismo defensivo de autotranquilización-, dio lugar a lo que más tarde se denominaría “alma”. Los instintos que rebotan contra el hombre en su inevitable movimiento hacia cualquier lugar –concretamente los que se forman a partir de una energía de transgresión, de perturbación de lo constituido, de impermanencia, de nomadismo, de inconvivibilidad con la indiferencia- hacen de la conciencia el canal y el destino de su fluir. Es el nacimiento de la “mala conciencia”.

Lo que le faltaba en esa sociedad, lo inventa dentro de él: será él mismo objeto, desde entonces, de esos instintos transfigurados en una voluntad de autodañarse. Todo ello fue consecuencia de unas condiciones de existencia que lo alienaban de su animalidad.

Esto abre una era que se ha prolongado por siglos y que dura todavía, pero que con ella trasluce la existencia de una lucha aún inconclusa de una parte del hombre contra su sometimiento, y que es su lucha por dejar de ser lo que es; un camino hasta el transhombre.

XVII.

Los dispositivos a través de los que el hombre fue sometido a una vida regularizada eran violentos, y orquestados de acuerdo a un propósito racional y organizado de administración de la violencia; eran dispositivos de estado. Aunque a primera vista pudiera parecer que los fines de ese poder estatal eran represivos –impedir la manifestación de los instintos en conductas e incluso disolverlos; apagar su vida en lechos corporales-, la represión constituía un episodio intermedio necesario a la realización de la identidad esencial de ese poder: crear un tipo de sujeto aplicado y competente en la tarea de reproducir la sociedad, y de mejorar su funcionamiento en cuanto fuera posible. Era un poder que se ejercía para formar.

El origen del estado reposa en el acto de apropiación de unos hombres por otros. Por este adueñamiento, los fijan a un espacio y los someten a unas funciones; los atan a una realidad. Frente a esta afirmación, se halla el mito del origen del estado como el efecto de un contrato entre seres que persiguen garantías contra una constante amenaza violenta que les impide conservarse. Estas teorías contractualistas presuponen un “Hombre” abstracto que ordenaría lo que quiere y lo que hace con arreglo a un leit motiv de conservación más fuerte que cualquier otro. Conciben así un “Hombre” a imagen y semejanza de lo que ha llegado a ser el tipo humano dominante, del que ellos participan.

Por otro lado, ligarse a un contrato no entraba en las perspectivas de los poderosos, pues no tenían ninguna necesidad de ello. En realidad, estas teorías son propaganda del estado –la manera en que éste se entiende a sí mismo a través del pensamiento de sus ideólogos. Lo que vienen a decir las teorías contractualistas, es que el estado presupone la igualdad y que nace de ésta, cuando no es otra cosa que la traducción organizativa de determinadas relaciones de poder.

XVIII.

En el fondo, lo que movía a estos seres en la imposición del estado, no dejaba de ser un impulso en pos de forjarse unas condiciones a la altura de lo que su interioridad exigía poder dar de sí misma. Sólo podían vivir de ese modo en la medida en que esclavizaban. Ese mismo impulso afirmativo crea la mala conciencia al hallar en el propio sujeto el único terreno sobre el que manifestarse. Al no tener a su alcance realidades externas que cuestionar, desgarrar y destruir, hará todo esto consigo mismo.

Actuar con abnegación y desinteresadamente no significa actuar sin esperar ninguna recompensa. En realidad, el llamado “altruista” está determinado por una necesidad de hacerse la vida desagradable, de dañarse, su única fuente provisora de placer. Es un masoquista. Esa impotencia suya de vivir tragada como “mala conciencia” deviene valor: el llamado “desinterés”.

XIX.

Una modalidad de la relación entre acreedor y deudor a la que hemos ido refiriéndonos es la que se establecía entre la comunidad y la generación anterior, siendo este vínculo específico más intenso a medida que las generaciones se remontan más y más, llegando a su máxima expresión en el vínculo con los mitos fundadores de la comunidad, fueran totémicos o coincidentes con la gesta épica de un fundador humano. Este vínculo no contenía necesariamente el afecto –de hecho, no lo contuvo hasta pasado mucho tiempo-, sino que consistía en un compromiso asumido de estar en deuda. Se percibe la persistencia de la comunidad como el fruto de los sacrificios y obras de los antepasados, que deben ser pagados con sacrificios y obras. La deuda es cada vez más importante, pues los espíritus de los antepasados continúan interviniendo en el mundo de los vivos. Hay que alimentarles gracias a sacrificios, reconocer su nobleza y valorar las tradiciones, en tanto que son las prácticas y las ideas de esos antepasados.

Cuanto más poder tiene la comunidad para afirmar su voluntad y expresar su identidad sin sujeciones, más miedo tiene a sus antepasados y a no poder saldar su deuda con ellos. Probablemente, el miedo es el principal compuesto formativo de los primeros dioses.

Así mismo, cuanto más se hunde la comunidad en su propia decadencia, mayor es la devaluación considerativa que afecta a los ancestros.

Más tarde, los seres humanos nobles adquieren una conciencia tan fuerte de la nobleza de sus cualidades que valoran éstas como atributos propios de sus ancestros y de sus dioses.

XX.

Cuando el parentesco va desapareciendo en tanto que piedra angular estructuradora de la sociedad, la conciencia de deuda permanece, y la deuda aumenta durante miles de años. La mitología de una sociedad se hace eco de este desarrollo suyo y lo narra como una cuestión de dioses; de sus luchas y adquisición de poder. La unificación de sociedades en un imperio significa la unificación de los dioses en uno; el nacimiento del monoteísmo.

La llegada del dios cristiano supone que el sentimiento de culpa alcanza su cumbre. Podríamos pensar que el debilitamiento en la fe y en la devoción hacia este dios indica descomposición simultánea de la idea de estar en deuda con él y del sentimiento de culpa que acompaña a ésta. Los sujetos quedarían así liberados de la culpa; serían, en este sentido, inocentes: llegarían a recuperar su inocencia primigenia propia de aquella existencia anterior a la conciencia de deuda.

XXI.

Pero esta conclusión no vale para la cristiandad. En su afán de hacerse con puñales que clavarse, aquel sujeto sobre cuyos instintos pesaba una especie de candado social impedidor, tomó las realidades de culpa y deber –por deuda, hasta entonces, con los beneficios que proveen la comunidad, los antepasados y los dioses- y les afiló una punta moral. El crepúsculo del dios cristiano no significa que se enciendan las estrellas de la inocencia. La “mala conciencia” maneja estas armas y se las clava al sujeto, gritándole que su culpabilidad proviene de su condición de responsable –sujeto “dotado” de voluntad libre y que no ha hecho lo que tenía que hacer, o ha hecho lo que no tenía que hacer.

El cristiano no se ve culpable por la lealtad de la gratitud que le uniera con un dios, y que se traduce en el deber de hacer ofrendas a éste. El cristiano fundamenta su culpa en la secuencia responsabilidad-pecado-castigo eterno –y por ello incumplible. Al final, este tipo humano que se juzga despreciable, no soporta un dios cuyo castigo ve como fuente de su desgracia, por otra parte merecida a su juicio. Guiado por su necesidad de repartir culpas, apaga cualquier afecto por ese dios y lo apaga a él. Pero la repugnancia de uno mismo no se detiene ahí y, tras haberse ensañado contra dios y haberle expulsado de su vida, se dirige entonces contra otros blancos: “la naturaleza humana” –valorada “baja”- y “la vida” –pensada como un tránsito, como una prueba hacia el merecimiento de lo que vale esa pena; valorada “injusta en sí” y requeridora de algo externo a ella misma que la justifique; destierro de un hombre que debe dejarla atrás y completar su viaje hacia su total negación hecha “paraíso”, “nirvana” o “santidad”. En su camino, ese mismo autodesprecio había inventado a un dios que tuvo que sacrificarse en la cruz para redimir a los hombres de un castigo que ellos jamás podían llegar a pagar por sí mismos; un castigo sin límite, proporcional a una “suciedad humana” sin límite.

XXII.

Que un hombre como éste se apropie la realidad religiosa y le dé un sentido adecuado a sus fines, significa que esta realidad se transforma en el más brutal instrumento de tortura de cuantos pudiera haberse confeccionado. Es entonces cuando el tipo de remordimiento que siembran esos instintos tornados “mala conciencia” alcanza una especificidad inconfundible: se trata del remordimiento por ver, en el clamor duramente acallado de esos instintos, una ofensa a dios, desobediencia y tentación. Eso permite al sujeto alegrarse de su imposibilidad de afirmación: esos instintos suyos son el Mal.

Por su parte, dios es la no-realidad de esos instintos y la realidad a que este sujeto debe plegarse, la realidad que debe tender a emular. Ha convertido así en Ideal sus propias circunstancias objetivas de ausencia de libertad.

También le permite justificar su pena: es la moneda con que debe pagar a dios el hecho de que, en otros tiempos, otros hallan vivido de acuerdo a sus instintos, empezando por el primer ser humano –pecado original.

Finalmente, provee de un pozo sin fondo donde bañar y conservar por siempre esa necesidad suya de causarse daño a través de la autodepreciación.

Este hombre no pensará sus condiciones de existencia como algo movido por unas fuerzas no superiores a las que él puede desarrollar –como condiciones que puede destruir-, sino como merecido castigo, o –parafraseando un lenguaje nihilista al uso- “consecuencia de la condición humana”.

XXIII.

En la Grecia antigua, los hombres, lejos de renegar de su animalidad, la afirmaban de un modo superior, a tono con sus facultades humanas, de modo que el animal era superado no por negación –lo que, hablando con propiedad, y como hemos ido viendo, no conduce precisamente a superarlo-, sino por incorporación. Más que superado, era afirmado en su totalidad, es decir, del modo exclusivo en que ese animal que somos los seres humanos es capaz de afirmarse.

El panteón griego nació de la elevada concepción que un hombre así tenía de sí mismo, quien sacralizaba las distintas facetas de él y de su vida. La concepción hoy en día compartida en occidente de que “la religión” –en abstracto- es “algo malo” deriva del acto de pasar ese concepto por el ojo de su referente inmediato; un referente abominado. En realidad, la religión ha albergado en otras épocas y para otras culturas el sentido contrario al del cristianismo.

Por ejemplo, para los griegos, sus dioses eran –entre otras muchas cosas- la garantía suprema de que no iban a quedar atrapados en las arenas movedizas de la “mala conciencia”, pues eran la muestra viva de la nobleza que hay en la afirmación de la pluralidad de verdades que era su interioridad.

Al mismo tiempo, la religión era para estos griegos el grito jubiloso de su inocencia, entendida como irresponsabilidad: detrás de no importa qué actos inefables cometiera, podía estar moviéndose la voluntad de un dios, lo que no significa –como he estado explicando al principio de este texto-, que esos actos no fueran punibles. Lo que no había era lugar para la reprobación moral de este hombre al que un dios había tomado como el juguete de su capricho.

Este razonamiento con que los mortales acusan a los dioses no deja de tener su respuesta olímpica en el imaginario de los griegos, tal y como demuestra su mitología: los dioses ríen de esa explicación y niegan con la cabeza, mientras ven el fondo del hombre con curiosidad y sin ánimo de censura.

Mientras, los hombres a quienes estremecían y horrorizaban esas actuaciones nefastas, persistían en esa explicación suya que giraba en torno a los dioses. Se valoraban de tal modo que no podían dejar de ser extraños a cualquier idea de que pudieran llegar a cometerlas por sí mismos. El pensamiento no es aquí: “Qué ser tan espantoso es el hombre”, como en el cristianismo, sino: “Sin duda, tiene que haberlo cegado un dios”. De este modo exculpaba un griego aquello que eran cuando determinado modo de poner aquello en juego por parte de otros tenía consecuencias espantosas para él.

Pero, dejando aparte estas excepciones catastróficas, la vida plena de agitaciones, guerras, intrigas, reacciones impulsivas, aceptación del peligro y el reto, desafíos al pensamiento establecido, juegos crueles y fiestas donde se disolvían los rasgos identitarios de quienes las celebraban, era la vida normal de los griegos. Evidentemente, parte de esta misma vida eran las consecuencias incómodas y nada plácidas –cuando no espantosas- a que las actividades de los griegos daban lugar en ocasiones. No tenían pensamiento alguno de reprocharse nada a este respecto, pues la locura –se decían- tenía presencia en ellos como uno de los rasgos fundamentales de aquello que eran; aquello mismo de lo que se enorgullecían en su totalidad. Los griegos eran, mirados por los griegos, unos locos -entre otras cosas, sin que despreciaran su condición o se culpabilizaran por ella, sino que la valoraban y se complacían. Actuaban como lo que eran; no había más misterio. Subjetividades así estaban inmunizadas a priori contra toda posibilidad de segregar un concepto similar al de “pecado”.

XXIV.

Hemos visto cómo la “mala conciencia”, que proviene de la intraproyección de determinados instintos, acaba por adoptar esos mismos instintos como su principal argumento de actuación. Los hombres modernos son los depositarios y continuadores de ese trabajo de condena de los instintos y de intento de exterminarlos.

Precisamente esa posición ascética, que se caracteriza por negar la vida y fabricar Ideales con ese particular empuje suyo, es la posición hacia la que deberíamos dirigir la “mala conciencia”. Quien asuma como suya esta necesidad tendrá en su contra a muchos: a los acomodados a lo que son; a los que aprecian lo que son e incluso se enorgullecen de ello; a los que creen que no hay que despreciar este tipo humano actual para poder ser algo radicalmente distinto, noble y precioso, sino que creen que todo es una cuestión de perfeccionamiento; a los que defienden fervorosamente lo que son porque no ven más allá y se previenen así de una amenaza siempre cercana a ellos, de caer en la nada desnuda del ideal con que la recubren; a los cansados por su mismo retorcerse en el sinsabor de ser lo que son, hasta el extremo de que su cansancio les ha apagado todo deseo de dejar de serlo.

El que disiente de este rebaño y declara la guerra a la depreciación de lo que el animal humano porta en sí, guerra que empieza por vivir él mismo afirmando todo lo que de sí mismo repudiaba, se gana la enemistad del rebaño porque pone a todos en la incómoda tesitura de tomarle en serio o fingir su irrelevancia. Está diciéndoles a todos que albergan en su interior un principio de subversión de sí mismos que les permite actuar igual que lo está haciendo él. Lo demás es cobardía y justificaciones deshonestas. Es una verdad dura la que planta ante los demás quien se exige ser el que es y ama ese poder que le permite serlo.

Por el contrario, todo ese mundo elogia y da calor a los que se integran perfectamente en él. Sus buenas caras y palabras reconfortantes son para quienes reconfortan al rebaño reproduciéndolo en sí mismos, de modo que lo mantienen a salvo de tener que enfrentarse al momento decisivo de autodesprecio que su debilidad tanto teme.

Nietzsche ve como algo imposible que, en la época en que escribe este tratado, surjan los hombres que asuman como propia la tarea de destruir los valores en curso y crear otros de acuerdo a una concepción de la especie y de la vida radicalmente diferente. Es una época en la que incluso quienes se muestran críticos con los valores imperantes, no formulan una verdadera crítica de estos, tanto más cuanto se muestran escépticos ante la posibilidad de realizar su transmutación; permanecen en la ignorancia de su propio poder. Esta es la particularidad de esta época con respecto a este reto: “duda de sí misma”, afirma de ella Nietzsche. Duda que, en lo efectivo, se traduce incapacitándola automáticamente.

El ser humano cuya voluntad estará determinada a la transmutación de los valores y, en consecuencia, del modo en que se vive y de lo que se desea, será ese ser humano por desgarrársele las entrañas del sufrimiento y la repulsión que le provoca la visión de unos hombres que son como sepulcros para todas las fuerzas activas de la especie; a él, que ama la especie hasta no poder soportar lo que ésta evidencia haber llegado a ser, y que al mismo tiempo no duda de su potencia abierta.

Su fortaleza le impedirá apartar la mirada de la cara de la realidad para perderse en paraísos adaptadores, en una cómoda laxitud vestida de “bello estoicismo” o en un hedonismo hecho de voluntad de ignorar. Constantemente se aislará en un denso sumergirse en la realidad para ir arrancando de su fondo el secreto de su destrucción. Asume la realidad tan radicalmente como la desacata.

Mientras, el pueblo le reprochará que se ensimisma, que huye de la realidad, cuando lo que está haciendo es asaltar la realidad sobre la que se asienta la superficialidad que el rebaño es capaz de no ignorar y, al mismo tiempo, percatarse mejor de la realidad visceral que se agita fuera del horizonte perceptivo de la existencia domesticada, reserva de caos destinada a erupcionar por su hundimiento. Es una huída, pero hacia la realidad, para lo que tiene que alejarse de su epidermis.

“Por fuerza llegará alguna vez ese hombre del futuro, que nos librará del ideal existente hasta hoy, así como de lo que hubo de surgir de él, del gran asco, de la voluntad de la nada, del nihilismo; ese hombre será la campanada del mediodía, de la gran decisión, que nuevamente liberará la voluntad, que devolverá su objetivo a la Tierra y su esperanza al hombre; ese hombre será el anticristo, el antinihilista, el vencedor de Dios y de la nada…” –Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral, Segundo Tratado.

XXV.

En relación a esta llegada, Nietzsche prefiere guardar silencio para no obstruir la voz de Zaratustra, el ateo, impulso alegórico del propio Nietzsche hacia esa época futura. Zaratustra, además de amar y de anunciar el transhombre, comparte con él los elementos más importantes para su formación. Es, pues, quien tiene una capacidad más completa para hablar del transhombre porque, al tiempo de hacerlo desde la comprensión profunda de su necesidad y de su realidad, habla desde la convivencia con sus condiciones de posibilidad y desde la encarnación en él de estas condiciones.


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