Paco Campos •  Opinión •  04/11/2016

La verdad elaborada y compartida

Pretender que la política se desarrolla al margen del lenguaje, como si fuera un don divino o un resultado de múltiples voluntades es como anhelar un mundo fantástico, idílico e incluso utópico, como a muchos les gusta decir. Al final todos esos firman hoja tras hoja un acuerdo, esto es, una verdad: la verdad sólo se expresa en las proposiciones, y lo que queramos esperar de esa concepción extralingüística de la verdad correspondería, y eso mucho conceder, a un soliloquio. Porque, haciendo un símil sobre un guión de Tavernier –Round Midnight-  la verdad no es como una fruta que puedes coger del árbol, sino el árbol mismo que crece dentro de ti.

        La verdad sólo sirve si es elaborada y compartida. Si no es compartida –seguimos hablando de política- no sólo entre iguales, sino entre diferentes, entones nunca será establecida, sancionada, sentenciada o como demonios queramos llamarla. No hay nada que decir, si realmente queremos decir algo, que sólo sirva para un ‘nosotros’, y menos aún para un ‘yo’. Pero, ¡ojo! No confundir con la piel de cordero que nos invita a un acuerdo universal, de Estado, siempre y cuando los ‘otros’ entren por ‘mi’ aro. Este sería el lenguaje de las iglesias de las distintas religiones, el lenguaje bélico y el de las mayorías absolutas o relativas, qué más da, si todas suelen restregar el argumento cuantitativo.

        ¿Lo dicho significa que nunca habrá verdades en política? No, todo lo contrario -> la política democrática, verdaderamente democrática, consiste en acumular una verdad tras otra, que no es otra cosa que vivir plenamente, que no es otra cosa que compartir experiencias, intercambiarlas, desarrollarlas… porque nada hay fuera de ese llamado ‘mundo de la vida’. Porque de lo contrario tendríamos que hacernos está pregunta: hasta cuándo, hasta que instancia, habría que esperar para que una proposición de verdad fuera satisfecha. Pues hasta que atravesáramos el umbral de la metafísica y, ya en ese mundo de regocijo personal, nos importara muy poco la pregunta leninista ‘¿Qué hacer’?, y su tratamiento actual, claro.

          


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