Francisco González Tejera •  Opinión •  30/10/2016

La canción del niño Braulio: Crónica de un asesinato fascista

La hicieron pasar por loca cuando enterraron al niño Braulio en el cementerio de San Lorenzo, Lola García se pasaba el día llorando en la vieja casa de la Carretera General de Tamaraceite, no había tregua en sus llantos desde que vio que la “Brigada del amanecer” sacaba a su bebé de cuatro meses de la cuna y lo arrojaba violentamente contra la pared. Su cabecita destrozada, el manantial de sangre que bramaba entre los gritos, casi alaridos de sus hermanitos Lorenzo, Paco y Diego.
 
A Pancho le llegó la noticia a los pocos días en el campo de concentración de La Isleta, se vino abajo, hasta el incipiente proyecto de fuga se truncó, no podía más, casi deseaba que se ejecutara la sentencia de muerte del Consejo de Guerra de una vez por todas, que lo fusilaran de forma inmediata, como sucedió a los pocos meses, el 29 de marzo de 1937 en el campo de tiro, de exterminio, cercano al infierno donde estaba recluido por defender la democracia y la libertad junto a miles de camaradas y compañeros.
 
Casi nadie se acercaba a la casa de mi abuela, los vecinos de toda la vida del pueblo temían que los viera algún falangista, que cualquiera los delatara por visitar a la destrozada madre, las horas parecía no pasar, trascurrían lentas, en una agonía letal. A los pocos meses comenzó a circular un rumor de que todo era mentira, que ese niño nunca había nacido, que su madre lo había inventado para desacreditar a los criminales fascistas.
 
Lola salía acompañada de su hermana Rosa algunas mañanas a comprar la escasa comida, un poco de gofio, algo de pan duro, algunas papas nuevas…, había gente que cruzaba la calle para no pararse a hablar con ellas, otras personas, las más cercanas al nuevo régimen las miraban mal, hacían comentarios en alta voz, se burlaban, se reían de su dolor, otras las amenazaban al grito de “putas rojas de mierda”.
 
En la iglesia el cura de Tamaraceite se negó a hacerle una misa al niño Braulio, ni siquiera le dieron un parte de defunción en la parroquia de San Lorenzo, cerca del cementerio fue enterrado el 28 de diciembre de 1936, día de los Santos Inocentes, si lenta agonía desde la noche del día de Navidad, le fecha fatal en que fue asesinado, destrozado, por el grupo de esbirros encabezados por el empresario y Jefe de Falange de la isla de Gran Canaria, Eufemiano Fuentes.
 
Se tejió un manto de olvido intencionado, todo el mundo sabía que era cierto el crimen, pero todos callaban, el mismo día del fusilamiento de Pancho hubieron golpes en la puerta, abrían y no había nadie, se escuchaban risas, pasos acelerados de hombres corriendo, así durante toda la noche, no les dejaron dormir, los niños lloraban desalados, hasta que llegó al día siguiente la noticia de que a Francisco González Santana lo habían enterrado como a un perro en la fosa común del cementerio de Las Palmas acribillado a balazos.
 
Ya viejita muchos años después, en la minúscula casita de tejado de El Puente, me cogía de la mano después de hacerme el bocadillo de tortilla francesa y pan de La Milagrosa, se me quedaba mirando, sus ojos casi ciegos, sus gafas de aumento, me hablaba de lo que amaba a su marido, de lo buen padre que era, de cómo entregó su vida por la noble causa de la clase trabajadora, de las cosas del niño Braulio, de su mirada brillante, con una luz de inteligencia desconocida, que “era tan bueno”, que “apenas lloraba”, que “se dormía enseguida pegado a la teta como un glotoncito, para no despertarse en toda la noche».
 
Braulio sigue vivo aunque lo hayan querido enterrar para siempre, también es parte de esa memoria que nos robaron, su ternura y sus manitas cerradas moviéndose en la cunita construida con una caja de tomates, el sonido angelical de su sonrisa se sigue escuchando en las noches de invierno junto al viento infinito de la justicia universal.
 
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«Así es como su historia debió haber terminado» – Steve Dennis
 
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