Emmanuel Rodríguez •  Opinión •  12/09/2016

Lo que significa el no-gobierno

Aquí estamos, a por unas terceras elecciones para escándalo de los beatos y beatas de Estado y del staff a sueldo de los grandes grupos de comunicación. Pero ¿es este no-gobierno lo que nos debiera preocupar? ¿Es tanto nuestro desamparo ante la ausencia de un presidente capaz y de un gabinete de ministros firme y determinado?

 

Quizás esto sólo resulte preocupante para quienes dependen de los contratos de la Administración central. En todo lo demás, el gobierno de los funcionarios ha demostrado que la máquina del Estado funciona sin el recurso a la clase política, y que la ventaja relativa de no tener gobierno es que no hay nadie al volante para aplicar los recortes decididos en Europa. En otra palabras, la recurrente incapacidad de formar gobierno sólo demuestra una cosa, en condiciones normales, la clase política es superflua. Se comprende así que este largo impasse sin gobierno profundice en su descrédito.

 

El problema está en que estamos metidos de lleno en una situación excepcional: lo que puede estar convirtiendo esta naturaleza superflua de los políticos en una sustancia mucho más peligrosa, y por ende, interesante. Recapitulemos la historia que nos ha traído hasta aquí. 2007-2008: crisis económica, el país se precipita hasta rozar el abismo en el verano de 2012, cuando el rescate europeo se hace inminente. Mayo de 2011: un movimiento de protesta apunta a la dictadura financiera europea y a la corrupción italiana de la clase política española.

 

Desde 2014 este movimiento, al menos en parte, se prueba en una opción electoral llamada Podemos, y luego en los municipalismos empujados por una variopinta alianza de fuerzas políticas. Septiembre de 2011: el movimiento soberanista en Catalunya se desborda definitivamente en la Diada. La independencia decanta dos mitades casi exactas en ese país. La vieja clase política catalanista toma la iniciativa de ese movimiento como vía de recuperación de su propia legitimidad, pero se ve progresivamente enredada en sus propias contradicciones.

 

Grosso modo, este es el embrollo. Y grosso modo su posible solución podría pasar por la renovación de la imagen y formas de ser de los viejos partidos, la integración en el establishment de los recién llegados y el pacto político (referéndum incluido) con la clase política catalan(ist)a.

 

Sin duda haría falta mucha determinación, pero la solución restauradora no requiere de mucho esfuerzo mental. El nombre posible de este arreglo entre élites podría ser “Transición. Segunda parte” o “Transición bis”. Todo ello con el plácet de unas élites económicas europeas —e ibéricas— dispuestas a aflojar la soga financiera, a cambio de ciertas garantías sobre su dominio.

 

Pero ¿por qué algo que sobre el papel parece tan sencillo se aleja una y otra vez? Si se quiere una explicación, echen a un lado los tópicos, todos esos lugares ideológicos que tanto gustan a los convencidos de uno y otro lado: como el sempiterno nacionalcatolicismo reaccionario y nacionalista español del PP, la incombustible identificación de los ex -convergentes con la soberanía catalana o la coherencia del radicalismo de un Iglesias o un Garzón.

 

Desechen los discursos ideológicos porque cuando estos aparecen desencarnados de prácticas extraparlamentarias, no son más que alimento para públicos cautivos y justificación de clientelas políticas. De hecho, todos los partidos —desgraciadamente también los nuevos— son herederos del pacto político, de un viejo chanchullo llamado Transición.

 

Y para quien no recuerde que eche un vistazo a su historia y verá cómo han destacado por una enorme y genial flexibilidad táctica por encima, obviamente, de cualquier principio. Basta recordar que los del franquismo no provienen del franquismo sino del “reformismo franquista” que facilitó la “recuperación de la democracia”, y que los de la ruptura de izquierdas de una matriz sociata-oportunista y carrillo-estalinista que no tuvo ningún problema que no tuvo ningún problema en apaciguar calles y fábricas en aras del pacto político.

 

Pero volvamos a la pregunta, ¿por qué no repiten, por qué ahora no pactan? Sin duda, hay un problema genético, una enfermedad degenerativa propia de la clase política. Un partido político —y no digamos una clientela política— es como un ser vivo, y aunque como algunos árboles parezcan eternos, envejecen y se pudren por dentro.

 

Para mantenerse frescos requieren de algo más que de estiramientos de piel. Necesitan de porosidad social y renovación continua. Y eso justamente es lo contrario a un partido, ensimismado en sus luchas internas y complacido por lo general por todas las rentas y capitales derivados de sus posiciones institucionales.

 

Se ha dicho, con razón, que el desorden político actual tiene que ver —tanto en el PP como en el PSOE— con la imposición de una lógica de partido antes que de régimen.

Este egoísmo partidista explicaría por qué Rajoy no dejó gobernar a PSOE-C’s tras las elecciones de diciembre, cuando en buena ley turnista era lo que correspondía, al menos en clave regeneración democrática. De forma parecida se podría explicar la actual determinación del doctor Pedro Sánchez en no dejar gobernar al PP. Pero el argumento es demasiado generoso con nuestra clase política.

 

Su miopía —en la lengua de Estado: “su falta de altura”— tiene que ver con una lógica de camarilla, no de partido. Al fin y al cabo un partido aspira al gobierno y a hacerse con la parte mayor del poder formal del Estado, y, por lo tanto, a veces logra pensar en su conservación y estabilidad. En cambio, una camarilla sólo piensa en su propia conservación, para lo que necesita del Estado, aun cuando sea incapaz de entender lo que significa esa palabra.

 

Así se explica que Rajoy esté dispuesto a todo con el fin de conservar el gobierno. Sabe que en ello le va no sólo su propia supervivencia política, sino seguramente su propia integridad legal. Por eso se ha empeñado en proteger a Soria y por eso le importa un pito que todo esto desprestigie a la larga a la clase política. Rajoy juega al desgaste y al aburrimiento con efectos destructivos para todos los jugadores y el propio juego.

 

Llegamos pues al núcleo que debiera servirnos de explicación: la causa de la crisis política es la propia clase política, o, por decirlo de otra manera, su incapacidad para encontrar formas consistentes y legítimas de arreglo entre élites. La ausencia de gobierno es sólo la fina piel de una cebolla que se sigue pudriendo.

 

De hecho, lo que hace la situación excepcional es que no hay visos de que mejore. No sólo nuestros políticos son incompetentes y de difícil reemplazo, sino que el contexto general seguirá empujando para desplazar una y otra vez la “normalización institucional” a un horizonte más y más lejano.

 

Consideren la situación de Europa, de la que España no deja de ser una provincia modesta. Consideren la evolución de la coyuntura económica, las necesidades de financiación de la banca italiana, la apatía del crecimiento en los países centrales, el estancamiento de la economía mundo. Aunque estemos en un episodio de calma relativa, los nuevos episodios de crisis van a seguir destruyendo vidas y depósitos bancarios, pero también redes clientelares y chanchullos económico-empresariales.

 

La crisis económica promueve el modo napolitano de la política española: la fragmentación y la guerra interna entre familias dentro de un mismo espacio político por unos recursos vueltos escasos. Atiendan ahora a la trayectoria política, el fuerte y continuo avance de la derecha llamada “populista”. Ensayen sus metáforas preferidas de Apocalipsis con el sorpasso de los cristiano-demócratas de la CDU por la AfD en el pequeño land del que proviene la lideresa europea, Angela Merkel.

 

Decía Lenin (no hace falta ser leninista para citarlo) que “para la revolución no basta con que las masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de seguir viviendo como viven y exijan cambios: para la revolución es necesario que los explotadores no puedan seguir viviendo y gobernando como viven y gobiernan”. Hace un tiempo que la segunda afirmación es un hecho incontestable, no sólo en España, también en Europa. Nos falta por ver cómo evoluciona la primera proposición.

 

En este rincón sudoccidental de la península europea, la crisis se volvió política por un movimiento de protesta que nació en mayo de 2011. Este se convirtió en partido(s) e institución, dando el primer paso hacia su integración y la deseada “normalización institucional” vía regeneración democrática. Quizás fuera inevitable dada la composición social y cultural de ese movimiento. Pero lo que hace completamente imprevisible la situación es que esta normalización resulta por ahora imposible.

 

Si el descontento “por abajo” vuelve a saber expresarse de forma autónoma a lo que ha sido su expresión partidista, preparémonos, porque entonces sí tendremos todas las condiciones para un nuevo periodo turbulento. Un periodo en el que la banalidad de si hay o no gobierno, será eso, una banalidad.

 


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