Luis Toledo Sande •  Opinión •  07/08/2016

Cuba: país deseado y país posible (fin)

El pragmatismo economicista es inútil para cuidar valores éticos como los encarnados en el Fidel Castro que, con espíritu martiano, advertía lo que esquemáticamente se puede sintetizar así: “En torno a la riqueza se genera corrupción”. Como norma, los ricos o en proceso de enriquecerse tienen admiradores, émulos, sirvientes, cómplices. Su influencia es política —actúa sobre la polis, sobre la sociedad—, aunque en determinadas circunstancias no les interese dedicarse al quehacer político, pues les resultaría menos rentable que sus negocios. Por muy heterogénea que su composición resulte, ¿será casual que el imperio les asigne el lugar que les reserva en sus planes con respecto a Cuba?

Los efectos de la influencia de los enriquecidos no desaparecen ni menguan mecánicamente porque el enriquecimiento se legalice. Ni siquiera faltarán quienes reciban en usufructo tierras que ponen a producir con prácticas que pueden terminar en el lavado de dinero, porque operan con recursos sustraídos de entidades estatales.

Dar por cierto el carácter de propietarios comunes de los ciudadanos que trabajan en las diferentes formas no estatales de propiedad puede abonar errores conceptuales y prácticos. De inicio, revela insuficiente claridad en torno a los replanteamientos que se están produciendo en la estructura de clases de la nación, y a partir de ahí se puede soslayar que en el sector no estatal hay propietarios y empleados, dueños y asalariados y, por tanto, dígase de una vez, explotadores y explotados, plusvalía mediante.

Algunos se sentirán felices de ser explotados a cambio de montos salariales muy superiores a los recibidos por quienes trabajan en el sector, fundamental y mayoritario, de la propiedad social de todo el pueblo. Pero eso no autoriza a olvidar la realidad, ni a edulcorarla, ni a creer que el asalariado está bien defendido en una misma sección sindical junto al dueño que le saca la plusvalía, además de imponerle determinadas condiciones laborales.

Fuera del ámbito de la propiedad social —donde todo el pueblo es el poseedor y no debe ser sustituido por el Estado, que tiene el deber de representarlo—, la condición de propietarios comunes puede darse en cooperativas, si todos sus integrantes tienen similar ubicación en el proceso productivo y en la obtención de las ganancias. Pero ¿tienen todas las cooperativas una homogeneidad tal? En cualquier caso, ellas son formas de propiedad colectiva, pero también privada, algo que frecuentemente parece ignorarse.

En general, la existencia de plusvalía y de explotación —que existen objetivamente, a contrapelo de las mejores intenciones asociadas a un proyecto socialista— demanda perfeccionar leyes y códigos laborales. En lo determinante, los que están en boga se pensaron para relaciones laborales en que no había, o no abundaban, propietarios privados y las ganancias se destinaban a los grandes servicios públicos y la defensa nacional, salvo desvíos debidos a la corrupción o a mecanismos administrativos fallidos.

En las actuales circunstancias el Estado y especialmente los sindicatos deben ampliar y profundizar la atención a quienes, ubicados fuera del área estatal, pueden empezar a sufrir —o ya sufren— la pérdida de conquistas históricas de los trabajadores, alcanzadas en larga y a veces cruenta lucha contra el capital. No basta considerar que la existencia de las formas no estatales está condicionada por los objetivos del desarrollo socialista.

En eso no hay magia. Es necesario cuidar hasta los detalles que más insignificantes parezcan, así en los hechos como en las formulaciones en torno a ellos. Tal vez el tiempo que —de 1968 para acá— se dedicó a reducir al mínimo la propiedad privada, haya suscitado prejuicios, dificultades o nieblas al concebir su revitalización, e incluso al nombrarlas. Se creyó necesario insistir en que se debía prestigiar a las pequeñas o ya no tan pequeñas formas de propiedad privada, en el supuesto de que el prestigio revolucionario de la propiedad social se traslada automáticamente a quienes laboran en ella.

La realidad ha mostrado que en la valoración pública la solvencia económica realza el reconocimiento de puestos de trabajo. Aunque pésimo y doloroso, resulta ilustrativo el chiste del profesional altamente calificado que, al embriagarse, expresaba delirios de grandeza creyéndose maletero de un hotel donde percibía propinas en moneda dura.

La idealización puede aumentar si se suman promociones que presenten a la propiedad privada sobre determinados medios de producción solamente como un aporte al empleo, a la eficiencia de la economía y al bienestar. Aumenta, sobre todo, si no se precisa que, aunque esas formas de propiedad privada sean necesarias en un contexto donde predominen las relaciones socialistas, es necesario asegurar los mecanismos dirigidos a prevenir excesos como el egoísmo, el sálvese quien pueda, la influencia corruptora y hasta el racismo.

Para tales excesos, y para otros, como el caciquismo, la entronización de la burocracia y el nepotismo —que, al igual que aquellos, también pueden infectar la propiedad social— no habrá tal vez antídoto de mayor eficacia que la más resuelta y responsable democracia participativa. Hablar de socialismo democrático sería una redundancia innecesaria si no fuera porque en el mundo se ha confirmado que un proyecto declaradamente socialista puede adquirir deformaciones profundas, y llegar a modos de realeza, incluso a perpetuar sentidos dinásticos de organización social propios del feudalismo.

Esos males no deben considerarse exclusivos de determinadas formaciones culturales. Son tendencias de la humanidad afincadas en el hecho de que “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (palabras de Carlos Marx). Y el peso de la tradición se refuerza al unirse con “los intereses y hábitos de mando de los opresores” (palabras de Martí). No basta plantearse una democracia más o menos abstracta.

En el socialismo al cual se aspira en Cuba, no en el que pueda confundirse con el capitalismo de estado, la democracia es vital, imprescindible, y debe distinguirse por su carácter participativo: por la activa y responsable intervención del pueblo en los debates, en la toma de decisiones, en la discusión —con influencia fértil, no meramente para debatir criterios y hacer catarsis— sobre la administración de los recursos en las áreas de trabajo de propiedad social. La democracia socialista debe tener el funcionamiento y el poder que la diferencien de otras, como la burguesa, tan enaltecida por la propaganda capitalista.

Para negar tal enaltecimiento, hay hechos rotundos: un ejemplo es la burla sufrida por el pueblo griego en el referendo que la Unión Europea revirtió; otro, el golpe dado al pueblo francés, para beneficio de la empresa privada, con la reforma laboral impuesta por un gobierno que también macula el rótulo socialista con la realidad de la peor socialdemocracia y la obediencia al neoliberalismo.

Cuando —desmintiendo trampas fomentadas por la manipulación mediática capitalista— en Cuba se reconoce la existencia de una sociedad civil, se le facilitan al funcionamiento democrático otras claridades fundamentales: la menor de ellas no sería reconocer las interrelaciones y también las diferencias entre los derechos y deberes de la sociedad civil y la razón de estado.

Aquella puede sentirse profundamente identificada con el Estado, que encamina la administración de la propiedad de todo el pueblo, y que —con la participación también del pueblo todo— asegura la defensa nacional y la calidad de las relaciones internacionales. Pero se le deben garantizar el espacio y los recursos necesarios para expresar, digamos, el repudio merecido por hechos que ocurran en países con cuyos gobiernos tiene relaciones el de Cuba. De lo contrario, pueden establecerse silencios de implicaciones nocivas contra la ética.

Eso no concierne solo al plano internacional. Cuando resulta urgente erradicar la corrupción —fuerza que mina el cuerpo social y sobresale entre las que pudieran derrocar, desde dentro, el proyecto de transformación revolucionaria—, se necesita potenciar el sentido ético de la existencia. Dimensiones políticas, económico-financieras, sociales, demográficas, territoriales, científico-tecnológicas, formativo-culturales, de protección y conservación de los recursos y el medioambiente, la política comunicacional —tan necesitada de verdaderos cambios—, la política misma y en general todas las vertientes que influyen sobre la marcha de la nación, demandan cultivar de modo consciente la eticidad.

Esas aspiraciones dependen, en gran parte, de la calidad de la educación. Que esta no se incluyera de modo explícito, destacado incluso, entre las vertientes que se consideren estratégicas para el desarrollo del país, haría pensar en olvido o en indeseable influjo del economicismo: de concepciones económicas torpes. De haber sido la educación uno de los principales campos de batalla de la obra revolucionaria le ha venido a Cuba, entre otros frutos, el desarrollo científico del cual le viene una de sus principales fuentes de ingresos.

Pero la educación no termina en ese propósito. Para que su utilidad sea plena debe mantener y perfeccionar su papel —con el mayor abarcamiento y la mayor profundidad posibles, a base de rigor científico y cultivo de los valores espirituales— en la formación ideológica y cultural del pueblo, necesaria para que la nación tenga seguro el conjunto de sus logros.

Consolidar los principios del socialismo y lograr un alto desarrollo económico y social son metas indispensables para salvaguardar y fortalecer la independencia y la soberanía que Cuba logró con el triunfo de la Revolución en 1959. No hubo fuerza imperial capaz de impedir la victoria del Ejército Rebelde, los mambises de entonces, aunque solamente haya sido porque al comienzo el imperio menospreció el alcance que esa victoria tendría.

Ahora el imperio admite que más de medio siglo de política abiertamente hostil contra Cuba no le ha servido para lograr sus planes. El carácter y el alcance de sus propósitos pueden calcularse en comparación con los severos daños causados por acciones armadas y terroristas, y por el bloqueo aún vigente, al pueblo cubano, con el fin de asfixiarlo por hambre para que responsabilice de ello al Estado y se levante contra él.

Pero, aun logrando un socialismo de verdad próspero, democrático y sustentable, este sería muy manco si no consiguiera para la población una existencia grata, un ambiente que, libre de trabas burocráticas y basado en la buena convivencia y en la disciplina social, asegure la dinámica y la atmósfera de un país vivible. No basta que ese país sea deseado y posible: urge hacerlo real, verdadero, en la cotidianidad.

Fuente: Cubadebate


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