René Fidel González García •  Opinión •  21/06/2016

La cultura del silencio en el Estado, lo público y la ciudadanía

Y aún yo puedo recordar

Un día en que los historiadores dejaban espacios en

blanco

en sus escritos.

Quiero decir por cosas que ellos no sabían…

EZRA POUND

El jurídico es con seguridad el único de los contextos en que se consagra normativa y teóricamente el silencio. Lo hace respaldado por la pretensión académica de restringirlo a la administración de las instituciones y sus procedimientos, pero su ámbito es inevitablemente la sociedad, su sociogénesis es la interacción.

El silencio administrativo es hijo de la racionalidad de los procedimientos y del poder, también de la racionalidad del control del poder que subyace en el carácter público de la Administración dentro de la ética republicana, una ficción jurídica contenida en la Ley que describe generalmente dos situaciones: cuando el silencio de las instituciones del Estado significa que lo que le es solicitado por los ciudadanos no es opuesto a los intereses de ésta, y puede asumirse como que ha sido concedido, y cuando, por el contrario, el silencio expresa la oposición de las instituciones del Estado, y deja abierta, transcurridos determinados plazos, la posibilidad de impugnar el acto por parte de los ciudadanos.

Sin embargo, lo que resulta ser una exquisitez –si cabe tal expresión– de dominio casi exclusivo de funcionarios avanzados, juristas y académicos del Derecho, tiene un ángulo de acercamiento como fenómeno que permite rebasar el análisis de su naturaleza de ficción jurídica e identificar lo que, probablemente, constituye su constatación práctica que más sensiblemente se expresa en las zonas de contactos entre los ciudadanos y las estructuras estatales: el silencio de los funcionarios.

Es importante, porque el silencio de los funcionarios genera también un universo simbólico con enorme potencial para contenerse y expandirse sucesivamente en el cuerpo estatal hasta tramar sus conexiones a un ciclo real y continuo que enlace al silencio administrativo, el silencio de los funcionarios, el silencio de las instituciones, el silencio del Estado, al silencio de la sociedad.

No se trata de una cuestión baladí, pues si en primer lugar nos permite acercarnos a los eventos que generan las creencias que explican el conjunto de prácticas y conductas que propician y sustentan la expansión sistémica del silencio, nos subraya también la importancia que esas mismas prácticas y conductas podrían tener en relación a la perversión de algunas de las funciones del Estado y de su carácter público.

El silencio que proviene de los funcionarios es lo que puede tipificarse como una acción humana, que en tanto a ello, obedece a motivaciones muy variadas como las pulsiones, instintos, intereses, creencias e intenciones. Si las primeras tres se ubican en un área de muy difícil interpretación, las creencias –valores, saberes e información– y las intenciones, son mucho más objetivables. Socialmente construidas, pueden ser contrastadas y analizadas en el área de la interacción humana.

¿De dónde provienen las creencias que en Cuba han sustentado el silencio de los funcionarios? Provienen de eventos de acumulación, dominación, carismáticos, estructurales y normativos.

Los primeros tienen una base histórica que no se puede desdeñar y que constituye el correlato de la experiencia nacional de tres siglos de despotismo y arbitrariedad –y resistencia– originados desde el Estado colonial y continuados en los posteriores ciclos de República. Los eventos de acumulación a los que hago referencia describen la agregación y paulatina preponderancia del silencio en las estructuras del Estado cubano como preferencia individual, o de los grupos y las élites, en el manejo de las interacciones políticas, sociales y económicas.

La destrucción, sobrepasada la primera mitad del siglo XX, de la última reorganización del sistema político y económico en que se desarrolló, y el desalojo y desarticulación de las antiguas élites no significó ni mucho menos su extinción. La acumulación de preferencias y prácticas de silencio eran también, como cultura organizacional, una cultura fuertemente enraizada.

Se trataba, en todo caso, de una cultura que había sido derrotada, pero no vencida. Incluso después del desmantelamiento del aparato estatal anterior y la inmediata promoción de la ética política de compromiso y servicio que legitimaba las transformaciones revolucionarias, es seguro que el efecto combinado de un intenso y paquidérmico entronizamiento burocrático y las tensiones y los conflictos que mediaron el proceso social que ocurría en Cuba, produjeron muchas veces el desquiciamiento de las interacciones mutuas entre los funcionarios y los ciudadanos por la emergencia de las prácticas del silencio, mientras que por otro lado, limitaron seriamente las posibilidades de oponerle aquella nueva ética política como un efectivo dique contracultural.

Dramáticamente esa tendencia sería posteriormente reforzada y recodificada como consecuencia de la recurrencia a la intolerancia y al secreto que proporcionaban profusamente los resortes de la lógica de plaza sitiada, la misma que se instauró y operó durante años, como la racionalidad fundamental de muchos de los contextos de desarrollo e interacción de los cubanos y cubanas.

Fue precisamente en ese escenario de cambio y conflicto, en que la preeminencia de las acciones sociales que se llevaban a cabo, y cabe precisar, con un inédito nivel de consenso y protagonismo popular, subordinaron en no pocas ocasiones a ellas las acciones individuales, propiciando eventos de dominación –expresados también material y jurídicamente en los trabajos de extinción de una clase política y social– que transversalizaron el silencio de formas enormemente complejas en la sociedad cubana, hasta alcanzar, sin distinción, zonas privadas y públicas de la realización, el desarrollo y la interacción de los ciudadanos.

Aunque no resulte muy fácil distinguir los límites entre dichos eventos y otros, de tipo carismáticos y simbólicos, estos últimos tributaron, por otro lado, a la creencia social compartida de la necesidad y la oportunidad de recurrir a la práctica del silencio –en silencio ha tenido que ser, José Martí dixit– como un método óptimo de manejar contingencias que iban, desde las más trascendentales y cruciales, hasta las más pedestres.

Si bien esta última afirmación pudiera parecer risible, creo no tanto por su valor, sino por la remisión inmediata que puede provocar a la imagen de un cubano común amparado en su cotidianeidad bajo el dicto martiano, no lo es tanto la consistencia del proceso de su conversión a normas sociales y la subsiguiente contaminación de la normatividad que daba origen a las estructuras sociales.

Ambos tipos de eventos, normativos y estructurales, en realidad una cadena entrecruzada de ellos, dispersaron, concentraron y distribuyeron el silencio en dos tipos de resultados fundamentales: 1) referido al campo de las actitudes –y las expectativas– que exhibirían –y demandarían– los individuos en el espacio público; 2) vinculado a la insuficiente modelación y orientación del funcionamiento de las instituciones estatales como zonas de interacción.

Intentar un orden de precedencia de estos dos resultados es inútil, pero tienen un momento de concreción sistémica lo suficientemente importante como para ser tomado en cuenta. Ese punto de concreción es la Constitución de la República promulgada en 1976 y el diseño de Estado que ella planteó.

Sin desconocer la existencia de influencias y determinaciones provenientes de las experiencias modélicas desarrolladas por el Socialismo Real, aquellas derivadas de las circunstancias inexorables del intento continuo de los Estados Unidos de Norteamérica –y muchos de sus aliados en el contexto de la guerra fría– por sofocar y aplastar la Revolución cubana, y otras que puedan ser deducibles de las creencias, el papel y la influencia ejercida por los individuos –o grupos– en su redacción, es más probable que la entrega absoluta al valor altruismo experimentada en esa etapa, expresado en el entronizamiento del valor igualdad como valor político central, pero también como el valor social más extendido, intenso y generador de la autorrealización de los individuos, pueda ser la explicación más general y abarcadora, no la única, de por qué las instituciones estatales fueron escasamente diseñadas y preparadas para la interacción de los individuos con el Estado y concebidas y orientadas sobre todo, como instrumentos de consecución de la satisfacción de las necesidades y expectativas de la población: sabemos lo que es bueno para todos, hacemos lo que es bueno para ti, parecía ser su predicamento (i) La Revolución que había nacido de la contradicción de ideas y proyectos y que era ella misma una reflexión crítica sobre la realidad, convertida ya en Estado, no había previsto suficientemente la confrontación individuo-Estado.

A la postre, el arraigo y preponderancia de ese valor y el de la ética y finalidad de consecución del bien común que signó el diseño del Estado cubano y las actuaciones de los individuos dentro de las instituciones, serían en muchos casos pervertidos por la arquitectura y las sinergias paternalistas que se instauraron y reforzaron simultáneamente a un intenso y feraz proceso de empoderamiento burocrático, cuyo resultado más concreto fue la invisibilidad de la complejidad, variedad y conflictividad de las situaciones, intereses, necesidades e interacciones en las que estaban cada día necesariamente inmersos las personas y su carácter de individualidades y de actores independientes y proactivos (ii)

Si todo ello contribuyó a la retracción del espacio público fundamentalmente a las instituciones del Estado, que absorbió a su vez a las construcciones más antiguas o recientes, en aquel entonces, de la sociedad civil, fue a mi juicio decisivo también para que el Derecho dejara de ser propuesto, entendido y utilizado como un instrumental básico de las relaciones cotidianas de los individuos y cediera, en un grado muy importante, su papel como regulador y facilitador de las relaciones sociales a las instituciones y de las decisiones que dentro de ellas tomaban los funcionarios.

Cuarenta años después de su promulgación, el escaso –porque resulta imposible decir nulo– conocimiento de la Constitución por parte la población cubana, en la que hay que incluir necesariamente a una considerable cantidad de juristasiii, es una evidencia demasiado sólida de la intensidad que alcanzó ese proceso como para ser pasada por alto, pero en términos culturales, la depreciación social sufrida por el Derecho, unido a su dispersión, subdesarrollo institucional y propiamente jurídico debido a la subestimación de sus posibilidades de convertirse en un eficaz sistema de garantías, defensa y consecución de los derechos e intereses de los individuos frente al Estado o a particulares, propició y arraigó una cultura de paternalismo y de dependencia de las soluciones políticas –por activación política real, o informal– ante toda suerte de problemas que pudieran enfrentar los individuos.

La subsecuente recepción y percepción aversiva de lo jurídico por la población, en la práctica acabó por propiciar y sostener situaciones de indefensión, inseguridad, anomia y un enorme déficit de cultura jurídica, capaces de afectar y trascender al funcionamiento del conjunto de las instituciones estatales –la institucionalidad– y lo que es tan importante, por distorsionar, además, su carácter público.

La distorsión en el plano cultural e ideológico de lo público desconectó entonces en términos casi absolutos a la población cubana de procesos de trasmisión de memoria de significados de las claves del pensamiento republicano que remitían a la definición de lo público de acuerdo a sus características de abierto, accesible, ostensible y de supeditación a la realización del bien común, como efectivo valladar frente a diseños, prácticas y tácticas de abuso de poder, arbitrariedad y despotismo dentro del Estado y la sociedad.

No hay que ignorar que la ocurrencia a lo largo de más de medio siglo de sucesivas –o intermitentes– desactivaciones de un pensamiento social que tributara a la conversión y plasmación axiológica de éstos elementos configurativos de lo público como claves de la cultura política popular cubana y principios de funcionamiento de la Administración, tuvieron mucho que ver con que se instaurara episódicamente en la sociedad la creencia de ser lo público todo aquello que fuere estatal y gratuito, y visto peyorativamente, de nadie.

Fue ese el contexto en que muchos de los funcionarios de todos los niveles institucionales cubanos dejaron paulatinamente de sentirse y estar controlados en sus actuaciones por los ciudadanos, y constituyó la base material y simbólica de un comportamiento cohesivo entre ellos –con independencia de sus jerarquías, funciones y esferas de actuación– que difuminó las radicales diferencias de roles existentes entre líderes, dirigentes, representantes y funcionarios, en beneficio de éstos últimos.

Ello, y la primacía de una matriz no electiva de los funcionarios públicos –sobre todo aquellos vinculados a la administración– favorecedora de la capacidad de auto-replicación de la burocracia, en la práctica desarmó también, en el orden de las subjetividades sociales, pero también en su praxis, los escasamente desarrollados mecanismos políticos de revocación que se habían previsto para controlar la incapacidad y el abuso del poder, que a la postre quedaron limitados sólo a los representantes del nivel inferior del sistema de gobierno cubano (iv.)

Por otra parte, la frecuente homologación de los valores políticos de compromiso e incondicionalidad con la actitud de resignación, ante la supeditación extrema a los procedimientos y el minucioso poder de los funcionarios hasta en cuestiones muy elementales de sus proyectos de vida, fraguaron patrones de interacción capaces de invertir profundamente en la conciencia social el carácter de servidores que dentro de la lógica constitutiva de lo público en el Socialismo debían de tener los funcionariosv, patrocinando una intensa cultura de respeto, servilismo y sumisión a ellos, que hasta hoy ha sido, contradictoriamente con el sentido y los significados de una Revolución como proceso social, el trasfondo psicológico de muchas de las interacciones que se producen en Cuba, y un serio y fundamental límite para el despliegue de la ciudadanía como identidad y práctica política.

René Fidel González García, (Santiago de Cuba, 1974) . Narrador, ensayista.  Graduado de derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oriente. Actualmente ejerce como Profesor Titular en la misma facultad.

Notas:

(i) En la vertiente ideológica Ernesto Che Guevara había advertido tempranamente de esa tendencia: ¨(…) los ladrillos soviéticos, que tienen el inconveniente de no dejarte pensar, ya el Partido lo hizo por ti y tú lo debes digerir. Cómo método, es lo más antimarxista pero además suelen ser muy malos¨. Cfr. Carta de Ernesto Ché Guevara a Armando Hart: Apuntes Filosóficos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2013, pp. 23-25.

(ii)El ejemplo que proporciona el racismo puede ser útil para entender esta cuestión. Proscrito por la Revolución y relegado prácticamente a una condición de atavismo individual, fue intensamente combatido desde el punto de vista material y axiológico en sus complejos orígenes y condicionantes. Sin embargo, no existe ninguna norma jurídica especial, o estructuras y procedimientos, que defienda de forma directa y expedita a los individuos en sus diversos contextos de desarrollo, ante situaciones que puedan tener fundamento en éste fenómeno.

(iii) En el 2012, en la provincia de Holguín, de una población de un poco más de 1 millón de habitantes, se recibieron sólo 998 ejemplares de la Constitución, en el 2013, durante los primeros 9 meses de año, no se había recibido ningún ejemplar, de acuerdo a la información brindada por directivos del Centro Provincial del Libro.

(iv) El artículo 68 de la Constitución de la República de Cuba, que plasma los principios de organización y funcionamiento de los órganos estatales, en su inciso a) confiere a los órganos representativos del poder del Estado el carácter de electivos y renovables; sin embargo, su inciso b) que establece el control popular de las masas populares, deja de hacer referencia a los órganos representativos del poder del Estado y utiliza la expresión genérica de los órganos estatales, al propio tiempo que señala las figuras de los diputados, delegados y funcionarios como objetos de ese control; finalmente el inciso c) establece el deber de los elegidos de rendir cuenta de su actuación y la posibilidad de ser revocados de sus cargos en cualquier momento. Más allá de la ambigüedad que genera la redacción anfibológica de esta norma constitucional, tanto el control popular sobre diputados y funcionarios, como la revocatoria de diputados –e de integrantes de órganos provinciales de poder– no son parte de la praxis de la cultura política cubana. Aunque no están disponibles datos al respecto, es muy probable que ningún diputado haya sido hoy revocado directamente por sus votantes. Vid. Constitución de la República de Cuba, Editora Política, La Habana, Cuba, 2010, pp.71-72.

(v) El artículo 9 de la Constitución de la República de Cuba ancla la condición de servidores públicos de los funcionarios en dos principios de funcionamiento del Estado establecidos en sus incisos a) realiza la voluntad del pueblo trabajador y b): como poder del pueblo, en servicio del propio pueblo. Vid. Ibídem, p.21-22.

Fuente: Rebelión


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