La vivienda como lugar de combate (I y II)
Lucha de clases en la ciudad neoliberal.

I
En memoria de José Ángel Gallegos Gómez, incansable luchador contra la violencia inmobiliaria, entregado en cuerpo y alma a la defensa de los pisoteados derechos de sus víctimas y fustigador implacable del sometimiento de los poderes «soberanos» a los dictados de la mafia financiero-inmobiliaria.
In memoriam et ad honorem
“El mercado inmobiliario de ninguna manera es un mecanismo infalible, o siquiera inteligente, que conduzca bajo la dirección de alguna mano invisible a ciudades perfectas y equilibradas. Más bien, es un lugar de combate en el que se enfrentan sujetos de muy distinta naturaleza y en el que se impone el más fuerte. El resultado se aleja por tanto de esa Arcadia ideal y se aproxima más al terrenal -por no decir infernal- campo de batalla que constituyen las ciudades capitalistas”.
Samuel Jaramillo.
Historias de horror
«Una metonimia del mundo moderno». De esta guisa caracteriza el geógrafo y urbanista Brett Christophers la turbulenta historia de la urbanización Summer House. Se trata de un complejo de apartamentos de alquiler «bastante anodino» de la isla de Alameda, ubicada en la paradisíaca bahía de San Francisco, cuyas vicisitudes recientes Christophers califica como una historia “de pesadilla”.
El viacrucis de los infortunados inquilinos comenzó a mediados de los años 90, cuando el complejo fue adquirido por Fifteen Group, un fondo de gestión de activos reales -más conocidos como fondos “oportunistas” o “buitres”- de tamaño medio de Florida. Tras diez años de abandono y de quejas continuas -descritas por un periódico local como «historias de terror: problemas de fontanería y bajantes, averías eléctricas, techos con goteras, etc.»-, en 2004 los inquilinos recibieron el temido burofax, en el que se les comunicaba taxativamente la no renovación de todos los contratos. La coartada utilizada por el fondo forma parte del modus operandi al uso en tales procesos: la presunta necesidad de proceder a la renovación urgente e integral de las propiedades, cuyo deterioro se había provocado intencionadamente.
Sin embargo, los nuevos residentes tampoco hallaron la paz y el sosiego en sus flamantes apartamentos. Tras dos nuevos cambios de propiedad en los convulsos años posteriores a la crisis financiera de 2008, en 2017, otro fondo oportunista llamado Kennedy Wilson decide deshacerse definitivamente del complejo, no sin antes recibir un “modesto” rendimiento del 700%. En el ínterin, los alquileres llegaron incluso a triplicarse y continuaron asimismo las amargas quejas de los residentes por la falta de mantenimiento y la dejadez de funciones por parte del administrador de las fincas.
Un halo de misterio rodeó, como explica Christophers, la lucrativa transacción:
“En el artículo que informaba del acuerdo de 2017 en el San Francisco Business Times había una línea sorprendente: ‘Kennedy Wilson se negó a revelar la identidad del comprador’”.
Con el tiempo se supo quienes eran los nuevos propietarios: el Blackstone Group, con sede en Nueva York, el mayor fondo buitre del mundo. Pero no fue porque Blackstone revelase la información: Blackstone nunca ha dicho públicamente que sea el propietario; Summer House está gestionada por otra empresa.
Sea como sea, en los años transcurridos desde que Blackstone asumió la propiedad, las quejas y el descontento de los sufridos inquilinos por el abandono de las fincas y el absentismo de la propiedad no han aminorado y los alquileres han seguido aumentando.
¿Cuáles son los rasgos específicos de esta historia aparentemente local, que justifican la designación de este caso concreto como un símbolo global de la “violencia inmobiliaria”? La rotunda respuesta de Christophers no deja lugar a dudas: “es necesario que nos fijemos especialmente en un tipo particular de propiedad, la quintaesencia de la modernidad tardía, la propiedad del capitalismo financiero”.
A más de 9.000 kilómetros de distancia de Summer House, en el barrio de San Cristóbal de los Ángeles, situado en la periferia sur de Madrid -una de las zonas más duramente golpeadas por la debacle inmobiliaria de 2008- vive María Eugenia Ortega. Su infausta historia representa sin duda también otra «metonimia del mundo moderno”.
Ortega, trabajadora de la Comunidad de Madrid en ayuda a domicilio de personas mayores, creyó ver por fin la conclusión de su calvario inmobiliario en el año 2013. Su alborozo se debía a la ansiada firma de la dación en pago -entrega de la vivienda al banco a cambio de la extinción de la deuda- y de un alquiler social de su vivienda con el Banco de Sabadell. Terminaban así cinco años de pesadilla judicial y personal, tras el impago de su hipoteca debido a la subida inasumible de los tipos de interés previa al crack de 2008. Sin embargo, la aparente solución resultó ser un efímero espejismo y su ilusión de estabilidad acabó saltando de nuevo por los aires. Poco antes de finalizar el contrato de alquiler social en 2019, Ortega sufrió un nuevo sobresalto:
“En 2019 me llamó mi trabajadora social y me comunicó que ya no podía ayudarme más porque acababan de vender el piso del banco a un fondo, por lo que con mucha probabilidad me obligarían a abandonarlo”.
En la operación mencionada, el Banco de Sabadell vendió al fondo de capital-riesgo -otro eufemismo para camuflar su catadura real- Cerberus 61.000 activos inmobiliarios «tóxicos» por unos 3.900 millones de euros: una auténtica ganga. Uno de esos activos -conocidos como “pisos con bicho”, en el expresivo argot del sector- era la vivienda en la que residía Ortega, por lo que solo era cuestión de tiempo que recibiera el “maldito” burofax, comunicándole la no renovación de su contrato. Las consecuencias de verse abruptamente abocada a la “exclusión residencial” fueron devastadoras: “Llevo mucho tiempo sufriendo ansiedad, tengo el azúcar muy alterado, padezco insomnio y estoy en un constante estado depresivo porque me veo sola con una hija a la que mantener y la incertidumbre de no saber cuándo me van a desahuciar”. Ante la imposibilidad de acceder a un alquiler asequible, dado el nivel prohibitivo del mercado, Ortega considera que la única salida que le queda es la okupación, camino que han tomado también muchos vecinos del barrio en su misma situación.
Las acerbas situaciones descritas, espigadas entre una miríada de casos semejantes, ejemplifican la creciente violencia ejercida por los mecanismos depredadores de los poderes capitalistas contra las condiciones básicas de subsistencia de las clases trabajadoras, entre las que el acceso a una vivienda digna ocupa un lugar preeminente.
“Están dispuestos a destruir las vidas de la gente”. La contundente sentencia, recogida asimismo por Christophers, está extraída de la declaración de la experta en planificación urbana Elora Lee Raymond ante un comité del Congreso de Estados Unidos que investigaba las prácticas desarrolladas por los arrendadores corporativos, controlados por gestores de activos como Cerberus o Blackstone. A la luz de los ejemplos mencionados, únicamente dos botones de muestra del modus operandi de tan “honorables” instituciones, no parece en absoluto una afirmación exagerada.
El escenario de pesadilla en el que se ha convertido la obtención de un bien esencial para el adecuado funcionamiento de los mecanismos básicos de la reproducción social -cobijo, crianza, educación, salud, arraigo, etc.- refleja asimismo de forma cruda la creciente fractura abierta en nuestras sociedades presuntamente “desarrolladas”: mientras que para los más la vivienda constituye una pesada carga y una obsesión continua, para los que gozan de “estabilidad residencial” supone el fundamento de su seguridad vital y de su bienestar socioeconómico. El economista marxista y experto en urbanismo Samuel Jaramillo describe el sector inmobiliario moderno como «un campo de batalla», propicio a todo tipo de abusos, dada la enorme asimetría de poder existente en las relaciones que se establecen entre los grupos sociales en pugna.
El urbanista Peter Marcuse y el sociólogo David Madden, autores del texto “En defensa de la vivienda”, recurren al concepto psiquiátrico de “seguridad ontológica” para describir el sufrimiento que la violencia inmobiliaria provoca en sus víctimas:
“Hoy en día, muchas personas sienten ansiedad por su vivienda. Pero para los más pobres, la precariedad residencial resulta profundamente desestabilizadora. Una de las maneras en que los investigadores de la vivienda comprenden la traumática experiencia es a través del concepto de ‘inseguridad ontológica’. La seguridad ontológica es la sensación de que la estabilidad de nuestro pequeño mundo puede darse por sentada”.
El dato clave que agudiza, en palabras de la socióloga Melinda Cooper, la crisis de “asequibilidad residencial” en el Occidente privilegiado, “es la creciente divergencia entre los salarios y el valor de los activos, en particular de los precios de la propiedad inmobiliaria”. La brecha abierta entre los magros ingresos salariales y el coste de la vivienda -muy destacadamente, tras la debacle de 2008, el ascenso vertiginoso del precio del alquiler- propulsa la desigualdad social y agranda el abismo entre los situados en las dos trincheras del “campo de batalla” inmobiliario, generando lo que Cooper denomina una “nueva división de clase”.
Y la fractura no deja de agrandarse: los precios de adquisición y de arrendamiento se sitúan actualmente en máximos históricos -incluso superiores a los valores ya estratosféricos alcanzados en la burbuja inmobiliaria que explotó en 2008- y el esfuerzo requerido para pagar el alquiler representa nada menos que la mitad del sueldo medio en España. Por no mencionar la odisea que supone la obtención de un techo para las generaciones más jóvenes, cuya edad media de emancipación supera holgadamente los treinta años.
Empero, en este punto es menester hacer una advertencia importante, en aras de situar correctamente la auténtica profundidad de la penetración en el tejido social de la brecha inmobiliaria: el hecho de que los desalmados fondos buitres, como Blackstone y Cerberus, representen la “quintaesencia del capitalismo financiero” y que sus despiadadas prácticas conlleven una auténtica pesadilla para sus víctimas no significa que el “casero de los viejos tiempos” -la abrumadora mayoría de los arrendadores- no aplique la misma lógica de maximización de la extracción de rentas. Como explica irónicamente Christophers, si bien existen obvias e importantes diferencias entre ambos tipos de propiedad, el objetivo de la “búsqueda del valor de cambio” es plenamente compartido:
“De hecho, y pese a toda la mitología amable y difusa encarnada por el bonachón y canoso casero de los viejos tiempos, no existe ninguna razón convincente a priori para suponer que dicho propietario esté menos centrado en la maximización de las ganancias que un gestor de activos como Blackstone. Si ser un propietario financiarizado realmente implica observar la lógica financiera y la búsqueda del valor de cambio, ¿qué propietario que no tenga carácter filantrópico, sea una obra de caridad o una entidad estatal, no está financiarizado?”
El propio Jaramillo describe al “canoso casero” como un “protoespeculador”, diferenciándolo del capitalista arrendador profesional, pero resaltando también el objetivo común:
“Actualmente se extiende el alcance de esta protoespeculación, porque si bien hoy en día la práctica de comprar terrenos de forma fragmentada por parte de pequeños adquirientes es algo que declina, en cambio, la compra de inmuebles destinados al alquiler, con esta lógica de agente mercantil, es algo que se expande”.
El activista y experto en el sector inmobiliario Salva Torres proporciona un dato abrumador acerca del progresivo ensanchamiento de esa sima social abierta entre el crecimiento desorbitado de las rentas de alquiler recibidas por los “canosos rentistas” -la edad media del arrendador en España es de 59 años- y los magros aumentos salariales:
“Los ingresos de unos tres millones de caseros, empresas aparte, que declaran por alquilar inmuebles, han aumentado un 95% desde 2008, mientras que los salarios lo han hecho un 39%. Además perciben desgravaciones fiscales escandalosas sobre viviendas que muchas habían sido de protección oficial, financiadas con el dinero de todos”.
Como apunta el también activista y experto en el sector Pablo Carmona, autor del texto «La democracia de propietarios», el viacrucis en el que se ha convertido el acceso a la vivienda para las clases populares estaría apuntando, de tapadillo, a una emergente contradicción social:
“Por la puerta de atrás, se está apuntando a una contradicción central del sistema social, que enfrenta a propietarios que alquilan a precios de mercado para mantener cierto estatus social, y a unos inquilinos que recurrentemente —por problemas de paro, temporalidad y precariedad en el empleo— pueden caer en el impago”.
El sombrío panorama someramente esbozado suscita acuciantes interrogantes, de cuya tentativa de respuesta dependerá la formulación de estrategias encaminadas a potenciar las luchas sociales en el “lugar de combate” en el que se ha convertido la selva inmobiliaria.
¿Cómo se relacionan los procesos descritos de “desposesión” de las mayorías sociales con la evolución degenerativa de la organización social regida por las “heladas aguas del interés egoísta” en las últimas décadas? ¿Cuáles son las conexiones con otros ámbitos de nuestra acerba realidad, como los servicios básicos que sostienen la reproducción social, las precarizadas condiciones laborales o el ecocidio rampante, que también reciben el embate redoblado de la voracidad capitalista? El punto de partida para tratar de arrojar algo de luz sobre tan neurálgicos asuntos debería tomar pie en el análisis del trasfondo estructural del decurso declinante del reino del dinero y la mercancía, que es el principal causante de su redoblada agresividad: ¿existe algún mecanismo interno en el engranaje de la acumulación de capital que provoque la acelerada e inexorable degradación de la organización social sometida a su férula?
La célula tumoral
“El crédito, que es un ingreso consumido antes de haberse generado, puede posponer el momento en el que el capitalismo alcance sus límites sistémicos, pero no puede abolirlo. Incluso el mejor de los encarnizamientos terapéuticos debe concluir algún día”
Anselm Jappe
Las arduas cuestiones planteadas suscitan, entre las fuerzas políticosociales con vocación transformadora, principalmente dos interpretaciones. En el primer caso, el acento se situaría en las infaustas consecuencias del vuelco social y político provocado por la irrupción del neoliberalismo hace medio siglo y en los efectos deletéreos que la hegemonía del capital financiero, rentista y especulativo tiene sobre la demediada economía productiva, el nivel de vida de las poblaciones y los derechos básicos de las mayorías sociales.
La aplicación del “encarnizamiento terapéutico” de las políticas neoliberales, tras el golpe de mano perpetrado por la Dama de Hierro y su homólogo estadounidense, un mediocre exactor de Hollywood, a principios de los años ochenta, ha conllevado el despojo de los mecanismos redistributivos que caracterizaron al Estado del Bienestar fordista y la progresiva liquidación de las precarias conquistas arrancadas por la clase obrera en las décadas previas. Las privatizaciones masivas de servicios públicos y la desregulación acelerada de los mercados de capitales a cargo de los mamporreros del capital transnacional -FMI, BM y OMC- han desembocado en unos niveles galopantes de desigualdad social, propulsados por el desmantelamiento acelerado de los soportes que amortiguaban los quebrantos causados por el inhóspito dominio de las fuerzas del libre mercado. Según este relato, la liberalización del mercado inmobiliario y del sector financiero, causante de la desaforada inflación de los precios de la vivienda y del inflado de gigantescas burbujas, sería consecuencia de decisiones políticas favorecedoras del dominio de las élites plutocráticas, capitaneadas por el capital transnacional radicado en Wall Street -el 1 frente al 99%-. El colapso estrepitoso de la izquierda socialdemócrata y de la excomunista, rendidas con armas y bagajes a los poderes fácticos del gran capital; la práctica desaparición de las organizaciones políticas y sindicales del movimiento obrero tradicional; y el ascenso vertiginoso de la extrema derecha y de la hidra del fascismo social constituyen, en definitiva, el cúmulo de circunstancias desencadenantes de la hegemonía del capitalismo salvaje, encarnado en el talón de hierro de los recortes sociales y de las draconianas políticas de austeridad.
Sin embargo, cabría preguntarse si esta descripción, predominante en las fuerzas políticosociales sedicentemente progresistas, da cuenta cabalmente de la acerba realidad vigente: ¿son tales planteamientos adecuados para comprender las profundas transformaciones de la organización social imperante en las últimas décadas y el ascenso del complejo financiero-inmobiliario como sector clave del sostenimiento de la matriz de rentabilidad capitalista?
O, por el contrario, es necesario escarbar más profundamente en las “entrañas de la bestia” para hallar el engranaje fundamental del sujeto automático que impele la huida hacia adelante de la totalidad social regida por la voracidad del capital hacia la acelerada degradación de los soportes primarios de la reproducción social y del metabolismo socionatural.
Y, en ese caso, ¿cuál es la conexión entre esa trayectoria degenerativa del Moloch y la desenfrenada violencia inmobiliaria que presenciamos en pleno desarrollo?
El economista Alejandro Nadal nos brinda una de las claves del trasfondo estructural de esa deriva, camuflada bajo la agresividad de la huida hacia adelante encarnada en el sufrimiento “necesario” provocado por las despiadadas políticas neoliberales:
“El surgimiento del neoliberalismo no es el resultado del triunfo del capitalismo, como siempre se le ha presentado, sobre todo a partir del colapso de la Unión Soviética. En realidad, la historia es muy diferente. El neoliberalismo es la respuesta a un gran fracaso de dimensiones históricas, a saber, la incapacidad del capital para mantener tasas de ganancia adecuadas”.
La idea central, que explicaría tal fracaso, es la clave de bóveda de la formulación marxiana acerca de la principal contradicción interna del modo de producción capitalista: a medida que avanza la acumulación, debido a la necesidad impuesta por la dura lucha de la competencia, crece la proporción de capital constante, mediante las continuas innovaciones tecnológicas ahorradoras de trabajo, en relación a la fuerza de trabajo empleada en la producción. La savia bruta que vivifica al “vampiro de trabajo vivo” tiende por tanto a menguar de forma inexorable a medida que aumenta la productividad y el “puro empleo de trabajo humano” se vuelve cada vez más superfluo, al menos en los sectores industriales tradicionales. El propio Marx señala este defecto fatal del mecanismo básico de la valorización del capital que, al regirse únicamente por su necesidad compulsiva de autoexpansión, tiende a agotar su propia fuente nutricia:
“El capital mismo es la contradicción en proceso, por el hecho de que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo necesario, mientras que, por otra parte, pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de toda la riqueza”.
Las fuerzas contrarrestantes de este agostamiento progresivo comienzan entonces a volverse vitales para sostener, con respiración asistida, el ritmo boqueante de la acumulación capitalista. Y el sector financiero-inmobiliario, a través de los colosales recursos insuflados por la fábrica de dinero “mágico”, deviene el fulcro neurálgico del sostenimiento, con respiración asistida, de la menguante rentabilidad del capital. Las consecuencias que se derivan de este papel crucial de cataplasma de los males incurables del sistema asumido por la fábrica de dinero-deuda son empero demoledoras para los mecanismos básicos de la reproducción social.
Sin duda se trata, como describen Madden y Marcuse, de una configuración tóxica, en la que la “buena forma” de hacer ganancias cede terreno ante el avance incontenible de la extracción de rentas, la deuda “a muerte” y el incremento especulativo del precio de los activos:
“La especulación inmobiliaria se convierte en la principal fuente de formación de capital, es decir, de realización de plusvalía. A medida que disminuye el porcentaje de la plusvalía total formada y realizada por la industria, aumenta el porcentaje creado y realizado por la especulación inmobiliaria y la construcción”
El geógrafo Neil Smith, uno de los primeros estudiosos del fenómeno de la gentrificación, resalta el trasvase masivo de capital hacia el “entorno construido”, a partir de la crisis crónica iniciada en los años 70:
“Cuando la tasa de beneficio en los principales sectores de la industria comienza a caer, el capital financiero busca un escenario alternativo de inversión, un escenario en el que la tasa de beneficio permanezca comparativamente alta y donde el riesgo sea bajo. Precisamente en este punto, tiende a producirse un incremento del flujo de capital hacia el entorno construido”.
Y la renovada maquinaria de generación del fluido vital del «sujeto automático» capitalista estaba lista para cumplir su cometido. El economista marxista Costas Lapavitsas, autor del texto “Beneficios sin producción”, describe el desacople de las finanzas modernas del capital productivo y su decantación “hasta el paroxismo” hacia el sector inmobiliario-especulativo:
“La actual banca comercial ha tendido a desacoplarse de la financiación del capital productivo para potenciar hasta el paroxismo el crédito hipotecario, el crédito al consumo y los préstamos garantizados por las acciones empresariales (para fusiones, adquisiciones, y tomas de control de otras empresas)”.
La creciente relevancia de esta explotación secundaria, generada mediante la “cadena de oro” de la deuda por la banca privada y suplementaria a la sufrida en el mercado laboral, constituye en definitiva el rasgo principal del carácter acusadamente depredador del capitalismo desquiciado.
Una configuración semejante agudiza asimismo la fractura social existente entre, de un lado, los que, gracias a su condición de beneficiarios de rentas financieras, de bienes raíces o de fondos de pensiones, disfrutan de tiempo libre y de las condiciones necesarias para apropiarse de los “frutos de la ciencia y la civilización”; y, del otro, los que están condenados a consagrar una fracción creciente de su tiempo a trabajar como “bestias de carga” para sufragar las exacciones financieras.
La aberrante matriz de rentabilidad del sistema económico imperante, propensa a convulsiones cada vez más violentas, tiene pues su fundamento medular en el mecanismo de generación de dinero-deuda del «puro aire“ a cargo de la banca central y comercial. Todo el castillo de naipes de titulizaciones hipotecarias -las hipotecas se originaban en los bancos, pero no se mantenían en sus balances, sino que se esparcían por la nebulosa del casino financiero global-, que colapsó con estrépito durante la hecatombe de 2008, se basó en este mecanismo de generación de deuda ex nihilo. Tal es el engranaje oculto del precario andamiaje que sostiene la estructura económica terciarizada e improductiva de los países “civilizados avanzados”.
El dispositivo resulta de una sencillez exorbitante. Los bancos crean deuda para financiar la actividad económica –actualmente, el 96% aproximadamente del dinero circulante– mediante anotaciones electrónicas, sin necesidad de que exista un ahorro preexistente, como reza el discurso difundido por la ortodoxia neoclásica y toda la vulgata periodística legitimadora del statu quo. Es decir, los créditos crean los depósitos, y no a la inversa. He aquí el grandioso -y, a la vez, pasmosamente sencillo- mecanismo de propulsión de la vorágine especulativa que sostiene el colosal entramado financiero-inmobiliario.
La generación e inyección del dinero-deuda en las venas de los flujos económicos, a cargo de las instituciones que tienen el poder monopolístico para fabricarlo y para enchufar su caudal ilimitado de liquidez hacia la revalorización de los activos, constituye en definitiva la esencia del ejercicio del poder social en nuestras sociedades “civilizadas avanzadas”.
Los datos recolectados en 14 países de la OCDE revelan una cifra demoledora: si en la primera década del siglo XX dos tercios de los créditos bancarios en los países avanzados se dirigían hacia las empresas, hoy, esos dos tercios se dirigen a la compra de propiedades inmobiliarias.
La banca funge pues como la planificadora de la actividad económica, potenciando la formación de burbujas, el crecimiento exponencial de la deuda global y el descomunal casino financiero de apuestas especulativas que constituye la banca en la sombra.
Según los datos recogidos por el sociólogo Emmanuel Rodríguez, “en 1994 el volumen total de los préstamos hipotecarios de la banca española ascendía a 24.000 millones de euros. Trece años más tarde, en 2007, la cantidad ascendía a 300.000 millones. Es decir, para el conjunto del periodo 1994-2007, las cifras de endeudamiento hipotecario se multiplicaron por doce”.
Tengamos en cuenta asimismo que el préstamo hipotecario es un producto totalmente fraudulento, un dispositivo pseudolegal puramente confiscatorio que no merece siquiera el nombre de “préstamo”, ya que tal operación exigiría una renuncia de riqueza por parte del prestamista, que en este caso obviamente no se produce. Veamos el extravagante mecanismo un poco más de cerca: a cambio del supuesto préstamo, el banco recibe un activo real en prenda del pago –la garantía hipotecaria, generalmente la vivienda– que incorpora a su balance. A continuación, se crea la obligación de devolver el principal del préstamo más los intereses, un producto financiero creado por la entidad bancaria del “puro aire”, con una simple anotación electrónica en la cuenta corriente del ignaro prestatario. Incluso la fijación del tipo de interés -el tristemente famoso Euríbor- se basa en un cálculo arbitrario, en el que el oligopolio bancario se saca “de la chistera” -con la connivencia del capo di tutti capi de Frankfort- los datos de las transacciones que se incorporan al cálculo del tipo de interés aplicado a las hipotecas de millones de incautos deudores. Un margen comercial sin duda extraordinario: es tan colosal el expolio y está tan bien escondido que casi resulta hermoso.
En un país donde aproximadamente el 7 % de los hogares, alrededor de 1.200.000 familias, perdieron su vivienda -la gran mayoría debido a durísimos procesos de ejecución hipotecaria que acabaron en desahucios- tras la crisis devastadora iniciada en 2008, la constatación de la condición intrínsecamente fraudulenta del préstamo hipotecario resulta demoledora.
Toda la formidable “potencia de fuego” de una maquinaria semejante se abalanzó, en fin, presta a devorar el suculento filón que representaba el sector inmobiliario.
La mercancía fake
“El concepto tradicional de equilibrio de la oferta y la demanda no es relevante respecto de la mayoría de los problemas que se refieren al sector de la vivienda en la economía. Estas cosas que llamamos suelo y vivienda son aparentemente mercancías muy diferentes, que dependen sobre todo de los intereses y del poder relativo de los grupos concretos que operan en el mercado”
David Harvey
La metamorfosis esbozada hacia la conversión de la revalorización de los activos financiero-inmobiliarios en el núcleo del sostenimiento de la rentabilidad del capital conlleva asimismo, como destaca el urbanista Agustín Cócola, un cambio radical en el papel socioeconómico del “entorno urbano construido”:
“De este modo, se acelera el cambio hacia una nueva fase de desarrollo capitalista en la que la ciudad adquiere un papel clave como centro de acumulación de capital. La ciudad deja de ser un lugar donde localizar actividades productivas y pasa a ser una mercancía fundamental para crear oportunidades de beneficio: es el cambio de la producción en el espacio a la producción del espacio”.
El filósofo Henri Lefevbre, probablemente el más influyente teórico del fenómeno urbano moderno, señala el papel clave que desempeña la ciudad -o lo que de ella queda- como soporte de la nueva matriz de la acumulación:
“La ciudad (lo que de ella queda o en lo que se convierte) es más que nunca un instrumento útil para la formación de capital, es decir, para la formación, la realización y la repartición de la plusvalía. El inmobiliario y la construcción dejan de ser un circuito residual, una rama anexa y retrasada del capitalismo industrial y financiero para situarse en primer plano de la nueva matriz de acumulación”.
Pero la expansión del denominado “circuito secundario de acumulación”, potenciada por la gigantesca manguera de liquidez de los demiurgos del dinero-deuda, no representa únicamente la cataplasma idónea contra el declive acelerado del empleo y de la tasa de ganancia en los sectores productivos. Su papel como propulsor de la demanda efectiva, a través de la revalorización de los activos inmobiliarios, es asimismo esencial, como expone Jacobo Abellán, para sostener la marcha de la reproducción ampliada del capital y para paliar la crisis de demanda causada por el crónico estancamiento salarial:
“La vivienda, como un ‘almacén de valor’ intercambiable, proveería de un ‘fondo de demanda’ cuando otros recursos, financieros o no, se ‘secan’, es decir, disminuyen o dejan de estar disponibles. Unos precios elevados de la vivienda se traducirían en un aumento de la riqueza de los hogares propietarios, tanto para aquellos hogares que venden su vivienda durante ese periodo, que obtienen un beneficio cuantioso, como para aquellos que permanecen en ella, que ven como su vivienda se revaloriza. Un aumento en sus niveles de riqueza favorecerá asimismo sus expectativas de consumo, lo que empujará a la compra de nuevos bienes y servicios, favoreciendo por tanto un incremento de la demanda efectiva y la reactivación de la circulación de capital”.
Emmanuel Rodríguez define esta configuración tóxica, amén de generadora de lacerantes cotas de desigualdad, como un “keynesianismo financiero”, sostenido por el “almacén de demanda” que representa el valor astronómico del patrimonio inmobiliario -un 70 por ciento de la riqueza generada en España en el último medio siglo-:
“La única solución eficaz al problema de la demanda ha sido su recomposición por la vía financiera, que es lo que aquí llamamos keynesianismo financiero o de precio de activos”.
Si la “sociedad de activos” se ha convertido en el rasgo característico de la patológica estructura económica vigente y la extracción de rentas y la revalorización inmobiliaria representan el sustento esencial de la actividad económica y del sostenimiento artificial de la demanda de consumo, ¿cuáles son las implicaciones de esta transformación radical de las fuentes de generación de la riqueza social? ¿qué consecuencias tiene que un bien básico para la subsistencia cotidiana y la reproducción social se convierta en el núcleo de la matriz de rentabilidad del capital y en el principal “tesoro” personal y familiar, cuya obtención justifica todos los desvelos y sacrificios imaginables?
Sin duda se trata de una metamorfosis revolucionaria de la estructura económica, cuyos fundamentos contradicen de raíz los rasgos presuntamente definitorios de un capitalismo “saludable”. La etapa crepuscular del sistema de la mercancía subvierte pues radicalmente los principios basales de la economía política clásica.
El objetivo de una política económica “progresista” era, según John Stuart Mill, “liberar las economías de los inmerecidos ingresos por alquiler y los crecientes precios del suelo de los que los propietarios se benefician mientras duermen”.
La renta era el término que designaba el ingreso que no tiene contrapartida en los costes de producción y cuya generación no requiere de ningún desembolso directo. Se trata por tanto de “ingresos no ganados”, obtenidos únicamente gracias al ejercicio de las prerrogativas que otorga un título de propiedad. A diferencia pues de las otras dos clases sociales -empresarios y trabajadores-, los terratenientes detraen una parte del producto social sin realizar ningún esfuerzo productivo ni “mancharse” con la explotación del trabajo humano.
El insigne John Maynard Keynes, sin duda el economista más influyente del siglo XX, consideraba la renta como un ingreso parasitario, que no recompensa ningún sacrificio “genuino” y que únicamente se funda en la explotación de la escasez de un bien necesario:
“Hoy el interés no recompensa de ningún sacrificio genuino como tampoco lo hace la renta de la tierra. El propietario de capital puede obtener interés porque aquél escasea, lo mismo que el dueño de la tierra puede percibir renta debido a que su provisión es limitada”.
Sin embargo, frente a la optimista prognosis keynesiana, acerca de la progresiva “eutanasia del rentista” y la transición paulatina hacia un capitalismo libre de elementos parasitarios, lo cierto es que el resultado ha sido más bien el contrario:
“Veo, por tanto, el aspecto rentista del capitalismo como una fase transitoria que desaparecerá tan pronto como haya cumplido su destino, y con la desaparición del aspecto rentista sufrirán un cambio radical otras muchas cosas que hay en él”.
Huelga decir que lo que el ilustre prócer consideraba una de las “características francamente objetables” del capitalismo y una rémora para la reproducción saludable de la organización social supone hoy el núcleo principal de la generación de riqueza de todas las economías “avanzadas”. Resulta imposible exagerar las implicaciones del desplazamiento descrito. La conversión del “espacio construido” en la fuente primordial de extracción de riqueza social, mediante la continua explotación del territorio urbano -véase, sin ir más lejos, el peso formidable del sector turístico en la economía española- y la revalorización de los activos inmobiliarios, penetra hasta el corazón de los mecanismos básicos de la reproducción social. De este modo, la desposesión de las clases populares se basa en un bien de primera necesidad, cuyas características están, para más inri, en las antípodas de cumplir con las reglas del sacrosanto libre mercado.
¿Cuáles son los rasgos de esta mercancía fake, que la convierten en la antítesis de un bien “perfectamente competitivo”, situándola más bien en el centro de una dinámica extractiva, en la que el poder social se ejerce mediante el monopolio privado de un bien del que nadie puede prescindir?
El hecho cierto es que, como señala el geógrafo Ricardo Gasic, la vivienda no es en absoluto una mercancía al uso sometida a los asépticos vaivenes de la ley de la oferta y la demanda:
“En un estudio de larga data titulado No Price Like Home -No hay otro precio como el de la vivienda-, se demuestra que entre 1870 y 2010 no existe ninguna otra mercancía que incremente su precio sostenidamente como la vivienda, al menos en las grandes economías nacionales de los países avanzados”.
¿Cómo es posible que un bien que se deprecia -se estima que la vida útil de una construcción ronda los setenta años- con el uso pueda encarecerse casi hasta el infinito? ¿Qué es lo que explica esta insólita anomalía?
Si atendemos a la “música celestial” de la ortodoxia neoclásica, un incremento de la oferta de vivienda debería producir automáticamente un descenso del precio. De hecho, ese es el mantra que no cesa de recitar la legión de supuestos “expertos” que pulula por las tribunas académicas y los mass media, ante la dramática situación actual de aguda crisis de “asequibilidad” en el acceso a la vivienda. Sirva como botón de muestra del “exquisito rigor” de semejante planteamiento el siguiente dato demoledor que proporciona Rodríguez: “Entre 1995 y 2007 se construyeron en España alrededor de siete millones de viviendas y el precio de los inmuebles se multiplico casi por tres”.
El discurso ortodoxo, que considera la vivienda como un bien de mercado cualquiera -cual si de una barra de pan o de una lavadora se tratara-, sujeto por tanto al ajuste automático hacia el precio y la cantidad de equilibrio, deforma intencionadamente las características únicas que distinguen radicalmente al sector inmobiliario de un mercado convencional.
Dado que la vivienda urbana está fijada para siempre al terreno construido, no se puede entender el carácter claramente confiscatorio del mercado inmobiliario sin atender a la relevancia de la renta del suelo en el conformación del precio de la vivienda, tanto de compra como de alquiler.
Como explica David Harvey, el geógrafo marxista más influyente de las últimas décadas, el suelo es una mercancía artificial, más próxima a un activo financiero que a un producto mercantil al uso:
“El suelo no es una mercancía en el sentido más corriente de la palabra. Es una forma ficticia de capital que deriva de las expectativas de futuras rentas”.
El propio Harvey resume los rasgos espurios de esta mercancía fake, que solo el troquel de la valorización del capital convierte en un producto comercializable, alterando radicalmente los requisitos de un mercado teóricamente competitivo:
“El suelo y sus mejoras tienen una localización fija. Esta localización absoluta confiere privilegios monopolistas a la persona que posee el derecho a determinar el uso de dicha localización”.
La determinación de la renta del suelo, clave para la formación del precio de la vivienda, se realiza, por tanto, como señala asimismo Rodríguez, en base a las expectativas de ingresos futuros, obtenidos en base al monopolio fundado en la propiedad privada:
“Las rentas del suelo surgen del dominio monopolista de una mercancía ficticia, sin costes de producción, que descuenta permanentemente los precios futuros de la producción inmobiliaria o agrícola. Se suele sostener, con razón, que los precios del suelo no son otra cosa que el precio anticipado de las edificaciones que se van a construir en él”.
He aquí pues la clave, en palabras de Javier Moreno Zacarés, de la capacidad cuasiinfinita de maximización de las rentas inmobiliarias:
“El rentista puede prestar el activo temporalmente, extrayendo renta en forma de pagos de alquiler (rentas literales), o vender el activo para canjear pronto ingresos futuros, extrayendo renta en forma de un pago a tanto alzado (ganancias de capital)”.
El propio Zacarés describe la “sustancia del alquiler” como la combinación de dos flujos diferentes, la renta “absoluta” del suelo y el beneficio “capitalista” de la construcción, de los cuales el primero predomina abrumadoramente:
“Cuando una casa queda fijada a una localización particular, asume las propiedades del suelo sobre el que reposa, en virtud de las cuales este devenga renta. Las rentas que rinde este alojamiento, sin embargo, serán una combinación de dos réditos, distintos pero interrelacionados: el rédito derivado de la deseabilidad del suelo bajo él (renta de la tierra), más el rédito proporcionado específicamente por su infraestructura construida (renta de la construcción). La combinación de estos dos flujos de rentas forma la sustancia del alquiler”.
Lo anterior ilustra la falacia que supone la visión ortodoxa del mercado inmobiliario como un “paraíso” de la libre competencia, amén de poner de manifiesto los intereses reales que se esconden tras la afirmación de que la solución a la crisis actual se basa en “aumentar la oferta de vivienda”.
Se trata, antes al contrario, de una relación profundamente desigual, condicionada principalmente por el poder diferenciado de los “grupos de intereses” que intervienen en el “campo de batalla” que representa, fundamentalmente para sus víctimas, la selva inmobiliaria.
El problema se agrava además en la situación actual de agudo recrudecimiento de la violencia inmobiliaria. La resaca de la hecatombe de 2008 ha provocado que todo el entramado que cimentó la colosal burbuja -construcción, financiación bancaria y expansión urbanística- haya permanecido, hasta hace muy poco, en un estado de hibernación, mientras que el alquiler y el sector turístico se convertían en los nuevos filones de la renovada euforia del “ladrillo”.
De nuevo Zacarés resalta la enorme asimetría entre las dos partes del contrato de alquiler y el carácter extractivo de la relación arrendataria:
“Como hemos visto antes, hay una profunda contradicción entre las funciones rentistas y residenciales de la vivienda. El conflicto entre las lógicas del rentista y el residente se hace más evidente en el caso de la vivienda de alquiler privado. En ausencia de un control estricto del alquiler, los caseros buscarán por lo general maximizar el alquiler de vivienda que extraen de sus propiedades minimizando los costes operacionales (reparaciones, mejoras) y aumentando los precios de arrendamiento en función de la demanda, expulsando y sustituyendo inquilinos en conformidad”.
Lo anterior se observa gráficamente con un ejemplo práctico estilizado, extraído de un estudio sobre la Teoría de la Renta realizado por el Sindicato de Inquilinas de Barcelona, en el que se muestra que el montante arbitrario de la renta del suelo constituye la mayor parte del precio del alquiler:
“Supongamos que por un piso en el barrio del Clot pagamos 800 euros. El piso fue construido en 1950 y desde entonces siempre ha habido inquilinas pagando rentas, por lo tanto, la construcción está más que amortizada: las inquilinas, con los años, ya han pagado lo que en su día costó levantar las paredes, el material, la mano de obra, el beneficio del constructor, etc. Aun así, el piso tiene unos costes de mantenimiento, pero estos costes son aproximadamente de 100 euros al mes. Por lo tanto, los restantes 700 euros son un pago que únicamente va destinado al bolsillo del rentista, sin ningún otro destino. Es lo que sería la renta del suelo”.
El venerable “patriarca” del marxismo, Friedrich Engels, autor de un estudio pionero sobre “el problema de la vivienda”, fundamenta, de forma más teórica, el «misterio» del alquiler:
“Cuando se alquila, la vivienda produce a su propietario, en forma de alquileres, una renta del suelo, el coste de las reparaciones y un interés sobre el capital invertido en la construcción, incluyendo la ganancia correspondiente a este capital. Y si, entretanto, el alquiler ha cubierto cinco o diez veces su precio de coste inicial veremos que esto se debe exclusivamente a un aumento de la renta del suelo”.
La renta es, en definitiva, un pago de transferencia monopolística, impuesto por la relación de poder basada en la propiedad privada. Su magnitud depende en consecuencia del poder relativo de las partes intervinientes, y será mayor cuando las condiciones institucionales obliguen a los inquilinos a aceptar condiciones draconianas. De este modo, la práctica inexistencia de vivienda de alquiler social en España; la fraudulenta regulación legal del préstamo hipotecario y la liberalización casi absoluta del contrato de arrendamiento; el paraíso fiscal que representan los ingresos por alquileres para los afortunados arrendadores, debido a las suculentas desgravaciones obtenidas en el IRPF; el crecimiento exponencial de la vivienda de alquiler de temporada y de uso turístico, un sector «salvaje» en el que la regulación brilla por su ausencia; y, last but not least, la presencia significativa en el mercado inmobiliario de los ominosos fondos buitres, con sus prácticas despiadadas capaces de “destruir las vidas de la gente”. Todos ellos constituyen los inhóspitos rasgos del sector, que potencian extraordinariamente el poder del arrendador inmobiliario -sea este persona física o jurídica- en detrimento del desvalido inquilino, que carece además en la mayoría de los casos de “alternativa habitacional”, lo que lo convierte en un cliente “cautivo”.
Sin duda se trata, como resalta de nuevo Harvey, de un “conflicto de clase”:
“En todos estos casos, el alquiler debe concebirse como una renta absoluta que recae sobre el poder monopolístico de los terratenientes como clase frente al poder y la condición colectiva de los inquilinos. Se establece, en pocas palabras, por un conflicto de ‘clase’ dentro de un área geográfica restringida (dentro de un espacio absoluto)”.
La ciudad revanchista
“La ciudad revanchista augura una feroz reacción contra las minorías, la clase trabajadora, las personas sin hogar, los desempleados, las mujeres, los homosexuales y los inmigrantes. Se trata de una ciudad dividida, en la que quienes han resultado vencedores están cada vez más a la defensiva en relación con sus privilegios, cuya defensa se ha vuelto cada vez más feroz”
Neil Smith
Emmanuel Rodríguez describe los deletéreos efectos de la configuración patológica someramente descrita sobre el tejido social:
“En términos generales, la financiarización reduplica los efectos de desigualdad de las antiguas estructuras de clase, a lo que habría que añadir la pesada servidumbre que conllevan los enormes volúmenes de endeudamiento. Las burbujas inmobiliarias penetran con mucha mayor profundidad en el tejido social, por la simple razón de que los mecanismos financieros se insertan, en este caso, en una mercancía de primera necesidad”.
¿Cuáles serían las principales consecuencias para la desequilibrada estructura social imperante y para la posibilidad de construcción de formas renovadas de luchas populares del carácter cada vez más depredador de los «mecanismos financieros», caracterizados por la masiva extracción de rentas y la “deuda a muerte”?
Los movimientos sociales urbanos se consideran con demasiada frecuencia, por parte de los «guardianes de la ortodoxia» revolucionaria, como “asuntos” separados o subordinados a la lucha de clases tradicional, enraizada en la explotación y la alienación del trabajo vivo en la producción.
Sin embargo, la profunda metamorfosis del sistema de la mercancía desde los tiempos heroicos de la Revolución Industrial exigiría quizás poner en cuestión ese sagrado principio, reflejado en la rotunda sentencia del patriarca Engels:
“La penuria de la vivienda para los obreros y para una parte de la pequeña burguesía de nuestras grandes ciudades modernas no es más que uno de los innumerables males menores y secundarios originados por el actual modo de producción capitalista. Por tanto, se falsean totalmente las relaciones entre arrendatario y arrendador cuando se intenta identificarlas con las que existen entre el obrero y el capitalista”.
Si bien no deja de ser obvio que se trata de dos relaciones “cualitativamente” diferentes, el hecho cierto es que también, como señala Jaramillo, están estrechamente relacionadas:
“Si tenemos en cuenta que la vivienda es un valor de uso indispensable para la reproducción de la fuerza de trabajo, el monto que el obrero debe pagar por consumirla debería estar incluido en el monto del salario que recibe”.
Por lo tanto, el salario debería incorporar el coste de la vivienda y el del desplazamiento al lugar de trabajo -muy relacionado a su vez con los masivos procesos de gentrificación que asolan actualmente las urbes neoliberales-. Sin embargo, esto dista mucho de ser así, ya que la indexación salarial, existente solo en algunos convenios colectivos, se basa en el IPC, que no incluye la compra de vivienda ni los intereses pagados al banco, y minusvalora enormemente el alquiler. Así pues, el coste de la vivienda está prácticamente desconectado del poder adquisitivo de los asalariados, aunque representa nada menos que casi la mitad del sueldo medio en España y es, de largo, el “bocado” más relevante de los ingresos de los trabajadores. Pero incluso existe otra arista más, que vuelve aún más enrevesado el asunto, ya que la carestía inmobiliaria implica también un conflicto potencial entre los capitalistas productivos y los rentistas, al aumentar el valor de la fuerza de trabajo y dificultar gravemente sus condiciones de vida y rendimiento laboral. Los abundantes ejemplos de la enorme dificultad -por parte de la patronal de la hostelería e incluso también de la administración pública- de encontrar trabajadores que se desplacen a las zonas turísticas de Canarias y Baleares, dados los niveles prohibitivos del alojamiento, son sólo un botón de muestra de tal realidad.
El propio Marx destacó, como recuerda Abellán, el concepto de “explotación secundaria”, como un aspecto clave de la expropiación de riqueza que sufre el salario del obrero añadida a la explotación laboral:
“El concepto marxiano de explotación secundaria proviene de su concepto de explotación, con el que quería explicar la extorsión realizada por el capitalista para apropiarse de una parte del valor producido por el trabajador durante la producción sin pagarle un equivalente a cambio”.
En un contexto en el que la “violencia inmobiliaria” deviene un fenómeno preeminente en la fracturada estructura social vigente y la arremetida contra las condiciones de vida de las mayorías sociales resulta más virulenta, parece por tanto necesario, como señala de nuevo Abellán basándose en Harvey, el replanteamiento de la estructura canónica del conflicto de clase:
“En su artículo de 1974 Harvey señala que la dinámica de la urbanización genera dos tipos de clases sociales: la clase de los proveedores (promotores inmobiliarios, especuladores y propietarios/caseros), que poseen el monopolio de la propiedad de los recursos urbanos y que obtienen una renta por su provisión, y la clase de consumidores de ese recurso. La renta monopolista de clase sería la tasa de retorno. El lugar del conflicto también se desplazaría. Mientras en el conflicto capital/trabajo el conflicto tendría lugar en el ámbito laboral, en el conflicto rentista versus comunidad, por el contrario, el conflicto tendría lugar dentro del barrio y del espacio urbano. De la misma forma, el sujeto central de la lucha de clases sería un sujeto distinto”.
Tales constataciones suscitan un trascendental interrogante:
¿Hasta qué punto las luchas por la vivienda y por la defensa del resto de aspectos relacionados con la reproducción social adquieren, en la realidad vigente, la suficiente envergadura como para representar el locus principal del enfrentamiento entre poseedores y desposeídos? El embate en toda la línea de la voracidad capitalista contra los cimientos de los mecanismos de la reproducción social, que convierte los bienes básicos como la vivienda en el filón primordial de la expropiación de riqueza de las clases trabajadoras, produce, como señala Rodríguez, un desplazamiento paralelo del carácter de las luchas populares:
“La lucha por el derecho a la vivienda desplazaba la vieja centralidad del trabajo, ponía el foco en las garantías a la reproducción social, que habían sido convertidas en activos financieros. De acuerdo con el viejo léxico marxista, el lugar de organización —de construcción de una experiencia común— se debe desplazar así necesariamente de la producción a la reproducción”.
En el periodo vigente, caracterizado por la preeminencia del circuito secundario de acumulación, en el que las vetas de obtención de ganancia del capitalismo en crisis terminal se desplazan de la producción a la circulación, al consumo y a la vivienda, las nuevas líneas de fractura social deben sin duda reflejar esa metamorfosis.
El historiador e intelectual anarquista Miquel Amorós abunda en esa mutación de la “condición proletaria actual”:
“La condición proletaria actual se define mejor hoy por las dificultades del hábitat, reflejo de las cuales son los movimientos provivienda, la lucha contra los desahucios, las ocupaciones de fincas, los sindicatos de inquilinos y los conatos de instalación en el campo. El movimiento anarcosindicalista ha de encabezar la resistencia a la gentrificación”.
Ninguna conceptualización teórica podrá, en cualquier caso, predeterminar el carácter futuro de las luchas sociales. Sólo el desarrollo imparable del creciente conflicto por las condiciones básicas de subsistencia de las clases populares podrá generar -o, en caso contrario, encaminarnos de forma rauda a la barbarie- la constitución de nuevos sujetos transformadores, que desafíen el embate redoblado de los “amos del planeta” contra los fundamentos del metabolismo social y natural.
La ciudad neoliberal es, en definitiva, en los términos de Smith, un territorio “revanchista” y cruel; un campo de batalla polarizado entre la defensa feroz de los desmedidos privilegios ostentados por los “vencedores”, y la lucha por la dignidad y la emancipación, mediante los intentos de organización y de resistencia de los -ojalá que provisionalmente- “perdedores”.
II
“Un día caminé con uno de esos hombres de clase media por Manchester. Le hablé sobre la deplorable e insalubre situación de las barriadas; llamé su atención sobre las espantosas condiciones de esa parte de la ciudad en la que vivían los obreros industriales. Le declaré que jamás había visto una ciudad tan mal construida en toda mi vida. Él me escuchó pacientemente y en la esquina en la que nos separamos me dijo: “Y no obstante, aquí hay muchas oportunidades para hacer negocio. Muy buenos días, señor”.
Friedrich Engels, “La condición de la clase obrera en Inglaterra”.
“¡Lucha de clases, lucha de clases, que muera la escoria yuppie! ¿De quién es este puto parque? ¿De los yuppies y los ricachones inmobiliarios? ¡No! ¡Este es nuestro puto parque!”.
Las “amistosas” proclamas previas fueron proferidas durante los violentos disturbios ocurridos en la noche del 6 de agosto de 1988, tras el expeditivo intento de desalojo policial del Parque Tompkins Square, situado en el corazón de la isla de Manhattan. El geógrafo Neil Smith relata la convulsa historia del parque en su aclamado libro “La nueva frontera urbana”, considerado uno de los estudios fundacionales del fenómeno de la gentrificación urbana. En un enorme cartel de la multitudinaria movilización, cuyo objetivo era impedir que el parque fuera cerrado en horario nocturno por el ayuntamiento, expulsando a los sintecho que dormían allí y a los colectivos que organizaban conciertos y actividades lúdicas, podía leerse la siguiente declaración: “¡La gentrificación es lucha de clases!”.
El lugar era considerado por las clases pudientes neoyorquinas, durante los años 70 y 80, como un paradigma de la degradación urbana debido, como explica Smith, al abandono deliberado por parte de la administración municipal y a la estigmatización de los tabloides y de los poderes fácticos de la ciudad.
Sin embargo, todo cambió de un día para otro:
“Después de haber sido largamente abandonado a la clase trabajadora en medio de la expansión suburbana de postguerra, cedido a los pobres y desempleados como reserva de minorías raciales y étnicas, de un día para otro, este terreno del centro de la ciudad volvía a ser valioso, perversamente rentable”.
¿A qué se debió el repentino atractivo del parque para los agentes público-privados que dirigían el desarrollo urbano neoyorquino?
“La ciudad trataba de domar y domesticar el parque a fin de facilitar la ya rampante gentrificación: los yuppies y los magnates inmobiliarios le habían declarado la guerra a la gente del Tompkins Square Park”.
Tras una numantina resistencia popular, que convirtió el parque en el símbolo de las luchas vecinales y de la ebullición de formas de vida alternativas contra la incipiente “domesticación” del barrio, la nueva frontera urbana fue conquistada definitivamente en junio de 1991:
“Tras una célebre batalla campal que convirtió el parque en el último reducto contra la gentrificación, la policía desalojó expeditivamente a los sintecho y cerró el parque durante meses para someterlo a una ‘renovación integral’ (…). Mientras tanto, el alcalde hizo referencia a Tompkins Square como un ‘pozo negro’, responsabilizando de los disturbios a ‘grupos anarquistas’. El presidente de la Asociación de Beneficencia de la Policía afirmó con entusiasmo que los responsables de los enfrentamientos eran ‘parásitos sociales, drogotas, skinheads y comunistas’, una ‘insípida conglomeración de inadaptados’”.
La composición étnica y la extracción social del “pacificado” entorno se modificó radicalmente en los años 90. Una nueva población joven, de artistas bohemios, hipsters y familias de clase media blanca, colonizó rápidamente esta codiciada zona del este de Manhattan y el parque se convirtió en un lugar apacible y seguro, sede de coloristas festivales de juegos infantiles y de música multiétnica.
El propio Smith describe, con marcado regusto sarcástico, ese nuevo paisaje idílico, común a muchos otros lugares hostiles “sometidos”, que resulta de las aparatosas operaciones de “cirugía” urbana realizadas en aras de la regeneración integral de las zonas “infectadas”:
“En tanto que nueva frontera, la ciudad gentrificada ha irradiado optimismo desde la década de 1980. Los paisajes hostiles han sido regenerados, limpiados, infundidos con una sensibilidad de clase media; las propiedades han visto crecer su valor; los yuppies consumen; el refinamiento de la élite se democratiza en estilos de distinción producidos de forma masiva. ¿Qué podría estar mal entonces?”
La cuestión crucial es, por tanto, que no estamos en absoluto ante un hecho puntual. Antes al contrario, la renovación y la “limpieza” de los “sitios con carisma”, previamente abandonados a su suerte, mediante la expulsión de la población residente, siempre de extracción humilde, para convertirlos en lugares atractivos para los “yuppies y magnates inmobiliarios”, se ha convertido en un fenómeno urbano global. El geógrafo Ibán Díaz Parra, en el texto “Miedo y asco en Sevilla”, fija el modus operandi que desarrolla la violencia urbanística ejercida por los poderes hegemónicos en la ciudad neoliberal sobre las “zonas de sacrificio” que caen en sus garras:
“Los casos de San Luis, Triana y San Bernardo son paradigmáticos. Estos sectores tienen en común haber sufrido un largo periodo de decadencia urbanística, demográfica y social que ya se habría iniciado en la década de 1950, como correlato de la expansión de la periferia desarrollista (…). La mayor degradación y desvalorización permitirían a posteriori la generación de enormes plusvalías especulativas en la compra-venta de viviendas en la medida en que se revirtiera el proceso de decadencia”.
El autor señala asimismo la sorprendente rapidez con la que la completa metamorfosis del barrio se ha producido:
“Respecto a esta plaza, y con la vista puesta atrás, no puede dejar de sorprender cómo en algo más de tres lustros se ha conseguido convertir uno de los principales lupanares de Sevilla en una zona de moda para las clases medias progresistas, totalmente integrada en los circuitos turístico-comerciales de la ciudad”.
Sin embargo, si bien en las últimas décadas se ha convertido en la tendencia dominante en los barrios céntricos de las grandes ciudades del norte global, el fenómeno referido no es en absoluto inédito. En un texto escrito nada menos que en 1872, Friedrich Engels lo describe detallada y premonitoriamente:
“En realidad la burguesía no conoce más que un método para resolver a su manera la cuestión de la vivienda, es decir, para resolverla de tal suerte que la solución cree siempre de nuevo el problema. Este método se llama Haussmann. Entiendo por Haussmann la práctica generalizada de abrir brechas en barrios obreros, particularmente los situados en el centro de nuestras grandes ciudades, ya responda esto a una atención de salud pública o de embellecimiento o bien a una demanda de grandes locales de negocios en el centro, o bien a unas necesidades de comunicaciones, como ferrocarriles, calles, etc. El resultado es en todas partes el mismo, cualquiera que sea el motivo invocado: las callejuelas y los callejones sin salida más escandalosos desaparecen y la burguesía se glorifica con un resultado tan grandioso; pero…. callejuelas y callejones sin salida reaparecen prontamente en otra parte, y muy a menudo en lugares muy próximos. El resultado es que los obreros van siendo desplazados del centro a la periferia; que las viviendas obreras y, en general, las viviendas pequeñas, son cada vez más escasas y más caras, llegando en muchos casos a ser imposible hallar una casa de ese tipo, pues en tales condiciones, la industria de la construcción encuentra en la edificación de casas de alquiler elevado un campo de especulación infinitamente más favorable, y solamente por excepción construye casas para obreros”.
Aunque resulte realmente pasmosa la clarividencia profética del compañero de Marx, la dinámica gentrificadora solo se convierte en una estrategia central del capital, centrada en el trasvase masivo de flujos de inversión financiero-inmobiliaria hacia el entorno construido, a partir del comienzo de la crisis crónica de los años 70.
El géografo y urbanista Pere López describe, sin eufemismos dulcificadores, en el subtítulo de su investigación pionera de 1986, las “estrategias del capital para la expulsión del proletariado del centro de Barcelona”:
“La rehabilitación es la nueva fórmula del capital para reapropiarse de las rentas diferenciales del centro histórico. Ello mantiene las expectativas de expulsión del colectivo residente actual, en las que cumple un papel importante la auspiciada desintegración social de los barrios de Santa Caterina y El Portal Nou”.
El propio autor contextualiza las nuevas “técnicas de producción del espacio urbano”, como fuerzas contrarrestantes de la dinámica degenerativa de la acumulación de capital:
“Con la crisis del modelo de crecimiento, constatado en el segundo quinquenio de los 70, se replantean las técnicas de la producción del espacio urbano, de la construcción de nuevas viviendas se pasa a la rehabilitación y renovación de zonas enteras. De la ciudad expansiva a la ciudad existente. En esta coyuntura el centro histórico aparece, de nuevo, como territorio para la especulación; esta vez la expulsión de los residentes conjugará las tácticas de la previa desintegración de la comunidad para limar resistencias, con la renovación del barrio, cuyos efectos económicos consistentes en alquileres altos, pisos en propiedad y encarecimiento de los productos de primera necesidad no podrá soportar el componente social actual de rentas bajas”.
Si hubiera que elegir un símbolo de la inhóspita ciudad neoliberal, polarizada, terciarizada y turistificada, ese sería por tanto el fenómeno de la gentrificación. Bajo una coartada aparentemente benévola y armoniosa, basada en la necesidad de emprender una renovación completa de las áreas urbanas degradadas, se oculta la radical transformación de los barrios más “golosos”, que se han vuelto “perversamente rentables”, en aras de la maximización de las rentas del suelo y de la “modernización” del tejido comercial de la zona.
Ni que decir tiene que el proceso de “dignificación” del barrio incorpora siempre, como observa el antropólogo Jaume Franquesa en su disección de la reforma integral del centro de Palma de Mallorca, una potente cobertura ideológica. El edulcorado discurso “regeneracionista”, que entona la cantinela de la mejora de la calidad de vida a través de la remodelación total de un área previamente estigmatizada, encubre sistemáticamente la motivación real, bajo una pátina demagógica consistente en proclamar a los cuatro vientos el “amor” por el barrio:
“Durante mi trabajo de campo, pude observar que en Sa Calatrava todo el mundo se pone el barrio en la boca. Vecinos, promotores, turistas y urbanistas utilizan la categoría nativa de barrio para enfatizar una cierta idea de comunidad, y no se cansan de repetir frases del estilo ‘Sa Calatrava es (como) un pueblo’ o ‘Sa Calatrava es una (gran) familia’. Dado el papel crítico que la escala barrial juega en relación al urbanismo, estas estrategias tenderán a caer entre dos polos. O bien se conformarán a la definición paisajística, apoyando la producción del barrio como una arena apropiada para la extracción de plusvalías, o bien la desafiarán, oponiendo las relaciones vecinales y sus valores de uso a la geografía del capital”.
He aquí pues lo que está en juego en estas operaciones de “cirugía” urbana. El relato embellecedor oculta vergonzantemente que las supuestas mejoras “paisajísticas” implican la expulsión de los vecinos de toda la vida y la incorporación de jóvenes profesionales cualificados, el desembarco de los denominados expats -”expatriados” de alto standing– y de familias nativas de clase media y elevado capital cultural: “Si usas gafas de pasta y te dedicas al diseño de interiores, este es tu barrio; antes era el mío”; “La gentrificación mata el barrio”. De esta guisa rezan dos grafitis del barrio de Gracia, uno de los más intensamente gentrificados de la ciudad de Barcelona.
Todo el discurso machacón de promoción de la smart city y de la ciudad “creativa” tiene pues, como describe el economista Jamie Peck, la función principal de ocultar los efectos “perversos” de la implementación de la nueva imagen tersa y ordenada de los barrios regenerados:
“El desarrollo de políticas culturales y la creación de una imagen de ciudad, carente de conflictividad y poblada por una privilegiada y arduamente buscada ‘clase creativa’, entregada a engullir capuccinos en las terrazas calefactadas, definen un nuevo imperativo urbano: be creative or die”.
La auténtica faz de la ciudad neoliberal, camuflada bajo eslóganes pueriles -v.gr. “Barcelona, ponte guapa”-, es en realidad la ciudad gentrificada, aseada y carente de conflictividad, entregada al consumo conspicuo y a la promoción de su marca para competir en “atracción de talento” o perecer en el intento:
“’Ser creativas o morir’, así resumía Cristopher Dreher el nuevo imperativo urbano: ‘Las ciudades deben atraer a la nueva clase creativa con barrios modernos, vida artística y un ambiente tolerante con los gays o acabarán como Detroit’”.
El omnipresente discurso de la multiculturalidad y la diversidad, como virtudes supremas de la ciudad “creativa”, refleja en realidad una uniformidad social pequeñoburguesa, encubierta bajo el frívolo refinamiento y el esnobismo de la ciudad escaparate:
“Como Smith ha señalado, crear mezcla social supone siempre trasladar clases medias a zonas de clases trabajadoras, nunca a la inversa”.
Nada más lejos por tanto de la realidad que el discurso vacuo y naïf de los urbanistas neoliberales y de los políticos y «emprendedores» encargados de la promoción de la “marca de ciudad”. La razón de fondo que explica la marea gentrificadora del último medio siglo es mucho más prosaica. El antropólogo Marc Morrell formula, basándose en el pionero trabajo de Smith, la hipótesis teórica clave para entender el proceso:
“La hipótesis del ‘diferencial de renta’ es una de las más convincentes. Ciertas clases realizan el diferencial que se da entre la renta del suelo capitalizada, el valor existente de un lugar, y la capitalizable, el valor potencial del mismo lugar si estuviera destinado a los ‘mejores usos posibles’, a menudo producto de un ‘trabajo’ llevado a cabo por los recién llegados. Desarrollos posteriores hablan de la necesidad de conseguir antes ‘el uso peor posible’ con el fin de que el diferencial sea mayor; por ejemplo, mediante la creación de una ‘geografía del mal’ susceptible de estigmatización”.
El propio Morrell ejemplifica la hipótesis del diferencial de renta en el caso del barrio viejo de Palma, “rabiosamente” gentrificado en las últimas décadas:
“Se trata de la misma historia de siempre. Hace falta degradar y derrumbar un barrio para poder especular sobre sus ruinas. Y, en este sentido,el caso de Sa Gerreria ha sido paradigmático”.
La fuerza contrarrestante del agostamiento ineluctable de la rentabilidad del capital, que representa la masiva extracción de rentas del circuito secundario financiero-inmobiliario, se fundamenta, en fin, en la maximización especulativa de plusvalías mediante el volcado de ingentes caudales de inversión en las zonas más golosas de los entornos urbanos previamente degradados.
La perversidad del proceso se agudiza, como señala amargamente David Harvey, al constatar los efectos indeseables que pueden tener las bienintencionadas luchas populares por la mejora de la situación y del bienestar de su barrio. Tratando de crear un entorno “interesante y estimulante”, que mejore las condiciones de vida de los vecinos, en realidad lo que provocan, involuntariamente, es un aumento del “diferencial de renta” y del potencial gentrificador que les acabará expulsando del barrio:
“Un grupo comunitario que lucha por mantener la diversidad étnica en su barrio y se esfuerza por protegerlo frente a la gentrificación puede encontrarse de repente con que los precios (e impuestos) de sus propiedades aumentan a medida que los agentes de la propiedad inmobiliaria ofrecen a los ricos el ‘carácter’ multicultural, animado y diverso de su barrio (…). Esta es seguramente una explicación mucho mejor de la auténtica tragedia de los bienes comunes urbanos en nuestra época. Quienes crean un entorno vital interesante y estimulante lo pierden ante las prácticas depredadoras de los promotores inmobiliarios, los financieros y los consumidores de clase alta carentes de imaginación social urbana. Cuanto mejores son las cualidades comunes que crea un grupo social, mas probable es que se vea asaltado y caiga bajo el ímpetu de intereses privados sedientos de beneficio”.
De este modo, la construcción de zonas verdes, carriles bici, áreas pacificadas o incluso mejores equipamientos educativos, sanitarios o deportivos se convierte, inopinadamente, en la coartada perfecta para el asalto furibundo del capital financiero-inmobiliario, sediento de plusvalías y carente de “imaginación social urbana”.
El resultado final es muy diferente, como refiere Harvey, al paisaje idílico que previamente se dibujó. Las zonas que antes eran lugares de convivencia de las clases populares, donde las calles eran sitios de reunión y prevalecía el sentimiento de compartir unas condiciones de vida precarias que incitaban a la solidaridad, devienen enclaves inhóspitos y privativos donde el consumo conspicuo y el desarraigo campan por sus respetos:
“Sin embargo, muchos barrios de clase obrera experimentaron una dramática ‘pérdida de vitalidad’ a medida que los yuppies recién llegados montaban rejas de metal en sus puertas y ventanas, repudiaban el uso de las calles como lugares de encuentro, enrejaban las entradas de sus viviendas y echaban a las personas indeseables de ‘sus’ parques”.
El geógrafo Agustín Cócola señala asimismo la emergencia de una abrupta “regentrificación”, añadida a la original y causada por la irrupción de la industria extractiva del turismo masivo, como propulsora de la fulminante expulsión vecinal y de la destrucción de los restos del tejido comunitario barrial:
“El resultado de esta regeneración urbana es siempre el mismo: Si en Barcelona el acoso inmobiliario para que inquilinos sin recursos abandonen sus casas a fin de que sean gentrificadas ha sido una constante desde la década de 1990, el turismo está contribuyendo a la extensión de esta forma de violencia urbanística, provocando, además, una regentrificación, de manera que los primeros gentrificadores son desalojados en favor de nuevos usuarios con mayores ingresos”.
Empero, la crudeza del asalto del capital financiero-inmobiliario sobre la inclemente ciudad neoliberal, que simboliza la gentrificación, no es en absoluto, como señala asimismo Smith, un fenómeno aislado, sino que extiende sus “territorios de caza” por toda la geografía urbana:
“En la década de 1970, la gentrificación comenzó a transformarse claramente en un entramado residencial integral en el marco de una reestructuración urbana mucho más amplia. A medida que buena parte de las economías urbanas del mundo capitalista desarrollado experimentaban una dramática pérdida de puestos de trabajo en el sector industrial, al tiempo que un incremento paralelo de la provisión de servicios, del empleo en el ámbito de las finanzas, los seguros y los servicios inmobiliarios, toda su geografía urbana sufriría una análoga reestructuración”.
El «melanoma» de la mancha suburbana
“Cuando se han suprimido las calles (desde Le Corbusier, en los ‘barrios nuevos’), sus consecuencias no han tardado en manifestarse: desaparición de la vida, limitación de la ‘ciudad’ al papel de dormitorio, aberrante funcionalización de la existencia. El tiempo pasa a ser ‘tiempo-mercancía’. La calle reglamenta el tiempo más allá del tiempo de trabajo y lo somete al sistema, el del rendimiento y del beneficio. La calle ya no es más que la obligada transición entre el trabajo forzado, los esparcimientos programados y la habitación, en cuanto lugar de consumo”
Henri Lefebvre
La nueva geografía urbana neoliberal, alumbrada por la metamorfosis degenerativa de la estructura económica capitalista, configura unas “zonas de frontera”, como señalan López y Rodríguez, cada vez más marcadas:
“En definitiva, el tremendo poder invasivo de la asociación entre ciclo inmobiliario y financiarización de las economías domésticas ha acabado por producir una ciudad a su imagen y semejanza. La gentrificación de los cascos urbanos, el middle class flight a los nuevos suburbios bunquerizados y la relegación de los ‘pobres’ hacia las viejas periferias obreras, conforman los escenarios principales de una geografía urbana de fronteras sociales cada vez más marcadas”.
De este modo, el complemento perfecto -pese al abismo existente entre ambos paisajes- de los barrios gentrificados y turistificados sería, como refiere Smith, el vuelo de las clases medias hipotecadas hacia el anodino suburbio bunquerizado, sembrado de urbanizaciones con piscina y calles desiertas:
“Si bien es cierto que la gentrificación y la reurbanización de los centros urbanos implicó un cambio total en términos geográficos, estos procesos representan una clara continuidad con las fuerzas y relaciones que dirigen la suburbanización. Al igual que la suburbanización, la remodelación y la rehabilitación del centro y de las zonas urbanas deprimidas funcionan como un importante motor del beneficio”.
La masiva urbanización del extrarradio de las grandes metrópolis capitalistas encarna por tanto el suculento filón -potenciado además con la connivencia incestuosa de las administraciones públicas- para los flujos de capital financiero-inmobiliarios, en pos de hacer realidad el sueño “húmedo” de la clase media “aspiracional”.
La descomunal extensión de la “mancha suburbana” en la piel de toro, producida fundamentalmente durante los años de “vino y rosas” de la burbuja inmobiliaria, no deja de resultar a todas luces impresionante:
“En conjunto, en las dos décadas que median entre 1987 y 2006 se habría construido tanto suelo ‘virgen’ como desde el Neolítico hasta 1986. En el marco de esta inundación masiva de las construcciones humanas sobre el territorio destaca principalmente la expansión, ya mencionada, de la mancha suburbana”.
Los PAU -Programas de Actuación Urbanística- son el símbolo del modelo de urbanización “desparramada” desarrollado en las periferias urbanas españolas durante el boom del ladrillo. Se trata de los denominados “instrumentos de la planificación urbana integral”, que establecen el modelo de desarrollo completo de nuevos barrios en el extrarradio metropolitano y que proliferaron como setas durante la década de locura urbanizadora que precedió al batacazo de 2008. Sanchinarro, Las Tablas, Montecarmelo, Ensanche de Vallecas… todos ellos en la periferia de Madrid, cada uno con decenas de miles de pobladores, representan el símbolo del asalto desaforado al territorio característico de la edad dorada del “España va bien”.
“La España de las piscinas” es la métafora que da título al libro del periodista Jorge Dioni sobre el estilo de vida, insípidamente pequeñoburgués, dominante en los PAU. La fuente de inspiración, extraída de un relato del novelista John Cheever, refleja, mejor que cualquier minuciosa descripción académica, el carácter monocorde de la urbanización neoliberal:
“Se trata de un tipo que regresa de una fiesta a su casa borracho cruzando todas las piscinas de su urbanización. Ned Merrill, pensé, podría rodear Madrid de piscina en piscina: Pozuelo, Boadilla, Villaviciosa, Parque Coimbra, Arroyomolinos, Loranca, Moraleja… Incluso atravesar el país entero: de Isla Canela (Huelva) a Empuriabrava (Girona). Esto último es una exageración; pero solo de momento”.
El rasgo distintivo de los PAU es, por tanto, su condición de clones intercambiables, que fungen como refugios de confort donde se consuman los proyectos de vida, profundamente tradicionales, de la clase media hipotecada. El propio Dioni señala el insulso tono mortecino -en agudo contraste con la exuberante “excitación” de la multiculturalidad de los barrios gentrificados- y plúmbeo de la vida en la urbanización con piscina:
“La vida en el extrarradio es sinónimo de aburrimiento. Se debate sobre las ciudades gentrificadas y turistificadas, los barrios abandonados o la España vacía o vaciada, pero la ciudad dispersa apenas ocupa espacio periodístico o narrativo más allá de los tópicos”.
La segregación espacial se acentúa hasta el paroxismo en estos recintos videovigilados, aislados enclaves de seguridad y privacidad -en ocasiones incluso sin servicios ni equipamientos suficientes- donde, como relata el propio Dioni, prima el repliegue defensivo hacia la intimidad del hogar y la desconexión del resto de zonas urbanas “peligrosas”:
“El modelo PAU, la ciudad dispersa, crea un estilo de vida individualista y competitivo, ya que favorece las soluciones particulares, el aislamiento y el repliegue. Se trata de la plasmación física de un modelo económico basado en la desigualdad, que se consolida y perpetúa a través de la desconexión entre las diversas clases sociales”.
Se trata, en fin, como señala el historiador y teórico urbano Mike Davis, de “mundos aparte”, una copia desvaída y carpetovetónica del colorista y cinematográfico american way of life:
“Estos ‘mundos aparte’, por utilizar la terminología de Blade Runner, se conciben frecuentemente como réplicas urbanas y morales de los que se encuentran en el sur de California”.
Esta urbanismo “por fragmentos”, cual islotes presuntamente autárquicos, conlleva asimismo, como señala Pere López, una radical transformación ideológica de la antigua clase obrera de la Transición, subyugada por la “cadena de oro” de la hipoteca y vacunada contra cualquier veleidad antagonista:
“Este crecimiento desorbitado de las ciudades dormitorio pretende también, y a la vez, una integración ideológica de las clases trabajadoras, al utilizar la vivienda como mercancía, pues con la compra de ésta por los trabajadores persigue, aparte de la interiorización de las pautas del sistema, frenar las luchas obreras dentro de la fábrica, al sujetar al nuevo propietario a la necesidad perentoria de satisfacer los plazos de pago estipulados”.
La función domesticadora de la deuda cuasivitalicia que representa la hipoteca es pues, como explica también Pablo Carmona, clave para conformar una atmósfera sociológica intensamente conservadora:
“La hipoteca representa, efectivamente, un doble papel que le permite ser el vehículo de una comunidad de intereses políticos y económicos con un fuerte acento de clase: 1) realiza el objetivo político de sujetar grandes franjas de población a la propiedad y 2) realiza el objetivo económico de vincular a las familias a los mecanismos de extracción de rentas por parte del sector financiero”.
El propio López describe asimismo el “retraímiento de lo social” hacia la burbuja de la familia nuclear que genera el proyecto vital basado en la hipoteca y el adosado con piscina, emblemático de la clase media “aspiracional”:
“La familia nuclear, como institución cerrada y autosuficiente, se apropiará de aquellas funciones y contactos que antes se buscaban en la ciudad, y la vida cotidiana, que en tiempos se desarrolló en la calle, fuera del hogar y fuera del lugar de trabajo, se ha ido excluyendo de las ciudades por la expulsión del pueblo soberano de la calle. La estabilidad de la familia y la paz en la fábrica quedaron estrechamente unidas en un acto, en principio tan ingenuo, como la compra de la casa”.
La muerte de los lugares comunes, la supresión de las calles como lugares de encuentro y socialización y la privatización absoluta del espacio y del tiempo implican obviamente la completa hegemonía del vehículo motorizado, el gran fetiche de la megalópolis capitalista:
“Del garaje de casa, al trabajo; de casa, al centro comercial; de casa, al colegio; de casa, al entrenamiento de los niños. Coche, coche, coche”.
Miguel Amorós resalta gráficamente el carácter de “lugares muertos”, sin historia ni conflictos, de las clonadas urbanizaciones de la mancha de aceite suburbana:
“La actividad a la que sus habitantes dedican el mayor tiempo es circular, ir con el coche desde su suburbio dormitorio al trabajo o al centro comercial. El espacio urbano es ahora un espacio sin conflictos, sin sucesos, donde nunca pasa nada; un espacio sin pasado, y, por lo tanto, sin historia. Lo que define a la conurbación es el espacio circulatorio, el asfalto, que abarca prácticamente todo el espacio no construido. Un espacio donde se puede ir de un lado a otro sin tocarse, pero donde los encuentros son imposibles; un lugar muerto en el que se deshacen la libertad y la historia”.
Ni que decir tiene que este desparrame descontrolado de la “conurbación difusa”, propulsado por la connivencia corrupta entre las administraciones públicas y los agentes financiero-inmobiliarios, es una bomba ecológica, que el economista y experto en urbanismo Jose Manuel Naredo compara con la evolución descontrolada de un melanoma.
Un estilo de vida ecocida y destructor del territorio, que resulta mucho más exigente en recursos y pródigo en residuos y en múltiples daños ecológico-ambientales que los previamente existentes; que exporta los impactos a las zonas de sacrificio del Sur global y que encarna la antítesis, como señala Rubén Martínez, de una ecología integrada:
“Una producción urbana diseñada para circular de manera masiva con transporte privado y que necesita cantidades enormes de energía, especialmente eléctrica y combustibles fósiles, así como de materiales, ya sean alimentos, agua, arena o bienes de todo tipo (…). Todo esto ha avanzado guiado por una apuesta ciega por el urbanismo por fragmentos, totalmente inverso a una ecología integrada”.
Empero, el tiempo no tardó en demostrar que la vorágine “urbanicida” de la descomunal burbuja inmobiliaria y la ilusión de estabilidad del modelo de “keynesianismo de activos”, fundamento del sueño de prosperidad y de estabilidad vital de las clases medias, no eran sino vanas quimeras.
La resaca de la burbuja: un espacio social “agonístico”
“El modelo de rentas de alquiler había sido apenas un sucedáneo del keynesianismo de precio de activos basado en el crédito, del capitalismo popular y de la figura del propietario acoplada a las largas fases de espectacular crecimiento del valor de los inmuebles. La recuperación posburbuja no levantó nada parecido a lo que se produjo durante los años dos mil. En una situación de incomparecencia de una vía de acumulación de capital capaz de generar un horizonte de progreso, cualquier modelo de generación de rentas tendía a convertirse en un espacio social agonístico, esto es, en un juego de suma cero con ganadores y perdedores”
Emmanuel Rodríguez
La expansión, cual metástasis de cemento y asfalto, de la urbanización masiva de las periferias, base del “ciclo virtuoso” del modelo de crecimiento de la parasitaria e improductiva economía de la piel de toro, se vino abajo como un castillo de naipes ante la primera sacudida tectónica del espasmódico capitalismo financiero. El estrepitoso estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008 cortó en seco la “estampida” de las clases medias al extrarradio y agrietó, quizás para siempre, el pilar maestro que sostenía el bloque hegemónico del sistema de poder político y económico vigente.
El fin del espejismo de la revalorización sine die del ladrillo -”la vivienda nunca baja”, era el mantra que impregnaba la sabiduría popular- reveló la verdadera faz de la alquimia financiera en la que se fundaba, como describe Rodríguez, la fantasía de la seguridad del proyecto vital de amplias capas de las clases trabajadoras:
“En los veinte años que median entre 1986 -primera incorporación a Europa- y 2008, el año del comienzo de la gran crisis de la financiarización, la estructura de ingresos y los fundamentos del comportamiento económico de la sociedad española salieron profundamente transformados. En el centro de estos cambios estaba la patrimonialización de las economías domésticas, la alquimia financiera que fue convirtiendo la vivienda en algo cada vez mas parecido a un bien de inversion”.
Rodríguez traza los rasgos neurálgicos, totalmente dependientes del ciclo financiero-inmobiliario, de la clase media “real”, el core ideológico de la sociedad de propietarios y la piedra miliar de la mayoría silenciosa que sustenta la paz social y el poder político vigente:
“Con el concepto, ciertamente poco preciso, de clase media ‘real’ nos referimos a ese 40 % de la población que durante los años del ciclo inmobiliario ha podido actuar más desde el lado de la renta y de la inversión que del lado del endeudamiento; a ese sector relativamente amplio que en buena medida se ha visto protegido del paro y de la precarización laboral por su posición privilegiada en el mercado laboral; que ha abandonado los espacios complejos de la ciudad tradicional por los nuevos ensanches suburbanos de las periferias residenciales; y que, en definitiva, compone el core ideológico de la sociedad de propietarios”.
¿Cuáles son entonces las consecuencias del desenganche por abajo, vía proletarización y precarización, de una parte significativa de esa “clase media real”, una vez cercenada la autopista de acceso a la propiedad inmobiliaria y a la consecución del proyecto de vida pequeñoburgués tras el colapso de 2008?
Las capas más prósperas de las clases propietarias se lanzaron, como señala Carmona, a la acumulación patrimonial, con la alfombra roja de las políticas públicas y de los privilegios fiscales que propulsaron el volcado de la riqueza privada hacia el ladrillo:
“España destaca también por ser uno de los países europeos con un mayor número de viviendas vacías y secundarias, más de tres millones de cada tipo, lo que supone el 35 % del parque inmobiliario. Sólo este dato es prueba suficiente de que aquéllos que se lo podían permitir han tendido a comprar no sólo su vivienda habitual, sino segundas, terceras o cuartas residencias que podrían ser transformadas en liquidez en periodos de dificultad”
De este modo, la abrupta hecatombe de 2008 provocó la apertura de una sima en el corazón de los “cuerpos medios”, entre los que pudieron continuar actuando “del lado de la inversión y de la explotación del patrimonio”, y los que vieron cerrada a cal y canto la vía de acceso al sueño “húmedo” propietario. En ello tuvo mucho que ver que la recuperación poscrisis de la prosperidad financiera de la parte superior de la clase media real se basó principalmente en el trasvase de viviendas al alquiler -poco más de 3 millones de viviendas, frente a un total de unos 26 millones-:
“El turismo y el incremento de la demanda de alquiler habían conseguido articular una nueva línea de defensa social de las clases medias; y estas la abrazaron sin remilgos”.
Precisamente, en 2024 los ingresos por alquileres batieron el récord histórico y ya representan el rubro más importante de los rentas del capital, por encima de las inversiones financieras -intereses de préstamos, fondos de inversión, bonos del tesoro, etc.- y de los dividendos repartidos por las empresas al accionariado.
Pero esta nueva configuración distributiva agrava asimismo la fractura interna de las propias clases medias a nivel generacional, ya que las nuevas cohortes quedan progresivamente excluidas del proyecto vital al que sus mayores habían consagrado sus desvelos y sacrificios.
El analista inmobiliario Ignacio Ezquiaga detalla esta conformación, crecientemente polarizada, de la nueva estructura del mercado inmobiliario, caracterizada por el cierre parcial del acceso a la propiedad de la generación millennial -nacidos a partir de 1985-:
“Se ha consolidado así una nueva desigualdad intergeneracional, que marcará la crisis del modelo residencial y del mercado de la vivienda en adelante, entre los propietarios históricos de las cohortes previas a la burbuja y los no propietarios -muchos, inquilinos precarios- de las posteriores. Si en 2011 un 70 % de los jóvenes con menos de 35 años poseían una vivienda, en 2020 este porcentaje descendía hasta el 36 %”.
Se aprecia claramente, como expone Rodríguez, el carácter de propulsor de la desigualdad social de esta explotación secundaria, un modelo basado en el poder monopolístico de los propietarios como clase, frente al desvalimiento y la miseria creciente de los inquilinos, víctimas inermes de la extracción masiva de rentas de alquiler:
“La parte de la población empujada al alquiler se vio sometida a un típico proceso de extracción de rentas. Así, al lado del 14 % de hogares que recurría al alquiler con el fin de disponer de una vivienda apareció una cifra más o menos similar de hogares que percibían rentas de alquiler. En una tendencia que se había iniciado algo antes de la crisis, el número de hogares que obtenía rentas de alquiler pasó del 5 % en 2004 a casi el 14 % en 2018. Si se añade a esta magnitud lo que producía el alquiler de las ‘viviendas de uso turístico’, entre el 2,5 y el 3 % del PIB era drenado en concepto de rentas de alquiler de vivienda a los segmentos propietarios. No era una cifra despreciable”.
El drenaje masivo de riqueza -con unos precios del alquiler, para más inri, exorbitantes- afecta además a un segmento social ya de por sí depauperado: las generaciones jóvenes, la mayoría con empleos precarios y mal pagados, y los colectivos de migrantes, un 70% de los cuales se ven abocados a un mercado salvaje, donde campa por sus respetos el “racismo inmobiliario”.
Estamos pues ante un espacio social “agonístico”. Un juego de suma cero, en el que la brecha entre ganadores y perdedores se agranda aceleradamente debido al crecimiento desquiciado de las rentas, que ensancha el abismo que reina entre los que sufren la pesada carga de tener que sufragar un techo y los que aumentan copiosamente sus caudales mientras duermen. Por no mencionar el “sálvese quien pueda” que representan los “prósperos” mercados de habitaciones, la plaga de los pisos turísticos de Airbnb o los ominosos coliving, el paradigma de la desesperación en la que desemboca la exacerbación de la violencia inmobiliaria.
De este modo -tan poco acorde con los mantras neoliberales del meritoriaje, la ética del trabajo y la cultura de la superación personal-, el vigente modelo rentista y parasitario, no hace más que reforzar la desigualdad estructural basada en la posesión de riqueza patrimonial.
Y el único asidero que sostiene la ficción de la reproducción social de la parte privilegiada de las clases medias, a la vez que evita la desesperación -recuérdese la erupción social del 15-M de 2011- de los jóvenes excluidos del sueño propietario, no es otro que la sacrosanta institución de la herencia.
Rubén Martínez resalta el potencial explosivo de esa brecha social y generacional basada exclusivamente en el azar de la pertenencia a una estirpe “afortunada”:
“Aquello que definirá la medida de esta brecha es la herencia: quién recibirá una propiedad, o una ayuda familiar para acceder, y quién no. La realidad es que 7 de cada 10 inquilinos no esperan heredar ninguna vivienda y cada vez menos manos concentran más propiedades”.
La vieja sociedad de las clases medias propietarias se escinde progresivamente, en definitiva, entre los ganadores, los que han podido mantener o incrementar su patrimonio y lo van a transmitir a sus agraciados descendientes; y, en el extremo opuesto, las legiones de trabajadores precarios, jóvenes sin patrimonio, migrantes, etc. que se ven abocados a una cada vez más angustiosa “inseguridad residencial”.
Tal escenario de fragmentación social no hace más que reforzar la segregación espacial entre las zonas urbanas “prohibitivas”, donde el acceso a la vivienda queda reservado a las capas acaudaladas y, por otro lado, las abigarradas barriadas periféricas donde se hacinan los “perdedores”, los excluidos de la “sociedad de activos”.
¿Cuáles son las consecuencias sociales de este mosaico urbano “hecho jirones”, fracturado entre las zonas “privilegiadas”, receptáculos de copiosos flujos de capital, y las áreas degradadas, convertidas en “zonas de sacrificio” y en focos de “males sociales” y de precariedad habitacional y laboral? ¿Cuál es, en fin, el reverso lúgubre de la ciudad de los brunch y la ciudad de las piscinas, donde sobreviven los condenados a la lucha cotidiana por la subsistencia en el entorno despiadado de la ciudad neoliberal?
Las zonas de sacrificio
“Aquí vivimos una madre, tres hijos, una nieta y dos hermanos. Esporádicamente, esta noche hay dos sobrinos más. En total, nueve inquilinos que van a dormir en un piso de menos de 60 metros cuadrados en el barrio de La Torrassa, en l’Hospitalet de Llobregat”
La descripción previa corresponde a un artículo sobre los denominados -con no demasiada fortuna- “pisos patera”, muy numerosos en las áreas urbanas degradadas de la periferia de Barcelona. En uno de ellos viven los miembros de la hospitalaria familia Caela, originaria de Republica Dominicana:
«‘Siempre que llega un Caela es hospedado en esta casa’, cuenta la hermana mediana, Charo, que asegura que en este piso han llegado a vivir hasta 12 personas (…). ‘Cuando estamos todos no cabemos ni en el sofá ni en la mesa del comedor… ¡ya no te digo si los niños quieren jugar!’”.
Hace más de un año que Charo está tratando denodadamente de mudarse, pero el rastreo por los anuncios de las inmobiliarias es “una pesadilla”: «Entre la comisión que nos cobra la inmobiliaria, la fianza, el pago por adelantado y el alquiler es una fortuna. No me lo puedo ni plantear. Con este precio me pago un piso en mi país (…). No podremos aguantar mucho más tiempo así”.
La Torrassa y La Florida son dos minúsculos barrios del municipio de L’Hospitalet de Llobregat, contiguo a la ciudad de Barcelona. Ningún turista se hará selfies en sus atestadas terrazas ni sufrirán nunca un proceso de gentrificación. Se trata de las dos áreas con la mayor densidad de población de Europa: en menos de un kilómetro cuadrado viven casi 60.000 personas.
La zona ha sido, desde finales del siglo XIX, lugar de acogida de las sucesivas olas migratorias que arribaron a Barcelona al calor de las oportunidades de prosperar que ofrecía la “fábrica de España” y de la necesidad de escapar de la miseria y la dureza de la vida rural. Sin embargo, a partir de los años 70, la crisis de la industria tradicional y el final del “milagro español” provocaron el acusado declive de los barrios obreros tradicionales del “cinturón rojo” de Barcelona, con altos niveles de desempleo y una población cada vez más envejecida. La colosal burbuja inmobiliaria de los años 90 y 2000, con el relanzamiento del ciclo económico y de las oportunidades laborales, representó el propulsor de la última metamorfosis del barrio: los viejos pobladores -los más pudientes de los cuales vieron cumplido su sueño del pisito con piscina en la urbanización del extrarradio- fueron reemplazados por las nuevas oleadas migratorias, procedentes de América del Sur, el Magreb y el sudeste asiático. Actualmente, el porcentaje de población extranjera en los dos barrios frisa el 50%. Mientras tanto, los problemas crónicos de áreas que tienen la menor renta per cápita del área metropolitana -la cuarta parte de la del barrio de Pedralbes, el más rico de Barcelona, situado a solo dos kilómetros-, como relata el experto en la historia de la zona Ireneu Castillo, no hacen sino agudizarse: “la barriada está condenada a vivir de forma permanente en el eterno ciclo de la inmigración, la precariedad y el conflicto social”.
Estamos pues ante la reaparición recurrente del amenazante espectro de las “periferias”, el reverso tenebroso de la frívola “excitación” de los barrios gentrificados y de la anodina y enclaustrada mancha de aceite suburbana. Interminables suburbios “desordenados”, “descontrolados”, donde se acumulan todos los factores de fragilización económica y social: paro, endeudamiento, racismo, xenofobia, dependencia de unos servicios públicos cada vez más precarios, etc. Mientras que sus pobladores más “afortunados” se ocupan de las tareas que requiere el sostenimiento del confort de la ciudad opulenta -v.gr. Las legiones de cuidadoras de personas mayores que se desplazan a los barrios ricos-, el resto subsiste a duras penas de la economía sumergida, el asistencialismo o la pequeña delincuencia.
¿Cuál es, en fin, el delgado hilo que mantiene la precaria paz social en las periferias degradadas? ¿Qué ocurrirá cuando la próxima -y muy probablemente más virulenta- crisis del capitalismo terminal trunque el frágil equilibrio actual y empuje de nuevo a la marginación y a la miseria a las capas sociales más desvalidas?
El panorama que describe Emmanuel Rodríguez no es precisamente halagüeño:
“La abundante literatura sobre estas cuestiones, así como la comparación con otras ciudades, como por ejemplo París y Londres (…) apuntan a un panorama desolador. Guerra entre pobres, creciente competencia social por los recursos, desviación electoral hacia la extrema derecha, brotes racistas, explosión de la pequeña criminalidad como medio de supervivencia y autoprotección social de las minorías excluidas, formas cada vez más duras de gobernanza y control, etc. Todo esto es posible, e incluso probable en un futuro cuadro de crisis, devastación ecológica y violencia urbanística redoblada”.
Los jirones deshilachados de la ciudad neoliberal, cada vez más polarizados, dejan no obstante en sus intersticios zonas de claroscuros, genuinos crisoles donde se reflejan los agudos contrastes que caracterizan la vida cotidiana en el corazón de la inclemente urbe. En ellos se entremezclan, codo con codo, quienes gozan despreocupadamente de las mieles de la ciudad-escaparate y los que pugnan por sobrellevar a duras penas la violencia cotidiana de la exclusión social y la miseria rampante.
Matar al Chino: ¿misión imposible?
“Cuando decían que iban a venir a vivir los pijos al barrio, nos moríamos de risa”. El periodista Adrián Crespo refleja el pasmo que le produce a Marga, una vecina antigua del Raval de Barcelona, la drástica transformación sufrida por el barrio en las últimas décadas.
Marga sitúa el gran cambio en los años noventa, cuando empezaron a “esponjar” la zona, que es como según ella llamaba la oficialidad a lo que es llanamente “echar a los obreros”.
El momento decisivo de esta operación de “higienización” fue la apertura a “golpe de piqueta” -conllevó el derribo de cinco manzanas completas y de centenares de viviendas- de la Rambla del Raval en el año 2000.
El objetivo de la “micropunción” urbanística en el corazón del barrio era introducir un injerto de regeneración urbana que contribuyera a extirpar la degradación crónica del Raval Sur. Inmediatamente le seguirían, para completar el “saneamiento” de la zona, la reforma integral de la Illa Robadors -con la demolición de otros 50 edificios y el mobbing “salvaje” contra los vecinos desafectos-, la construcción de un hotel del lujo, de 120 viviendas protegidas y del buque insignia del proyecto de revitalización: la Filmoteca de Catalunya.
La historia se repite. La inserción de lo que Martínez-Rigol, Carreras y Frago denominan un cluster cultural -similar al que se abrió en los 90 en el Raval Norte para contruir el MACBA y el CCCB-, en pos de conseguir un “barrio modernillo” y de extirpar la “geografía del mal”, como coartada perfecta de la búsqueda de la revalorización inmobiliaria y la promoción turística y comercial de la depauperada zona.
Ni que decir tiene que las consecuencias para los infortunados vecinos del “despanzurramiento” manu militari del viejo Barrio Chino fueron devastadoras:
“La primera secuencia del documental ‘Desde mi ventana’, de Adèle O’longh, empieza con un hombre encaramado a un andamio que amenaza con suicidarse, en el número 29 de la calle d’En Robador. El señor en cuestión se llama Bienvenido. En la pancarta que cuelga de la plataforma que ha improvisado en lo alto de la finca puede leerse: ‘Justicia. Especuladores fuera’. Él jura y perjura: ‘¡Llevo 44 años aquí y no le debo un duro a nadie!’. La gente en la calle responde: ‘¡Estamos contigo!’”.
El dramático relato anterior pertenece al libro de Miquel Fernández “Matar al chino”, un espléndido retrato histórico-etnográfico de la profunda remodelación sufrida por el barrio del Raval desde los años 90.
No se trata en absoluto de un barrio cualquiera, sino del corazón social de la fecunda historia de Barcelona. La cuna de la Revolución Industrial española, donde se instaló la primera fábrica textil que utilizó la máquina de vapor y que fue poco después destruida por los obreros; el lugar del nacimiento del movimiento obrero, socialista y anarquista, y el convulso escenario de las luchas sociales más importantes de los últimos dos siglos: las Bullangas, la primera huelga general española, la Semana Trágica, la huelga de la Canadiense y la revolución anarquista del “corto” verano del 36. Durante el franquismo, en un barrio “derrotado” -como lo describió uno de sus hijos ilustres, Manuel Vázquez Montalbán-, del que las fábricas tiempo ha que habían emigrado, se acentuó su turbia reputación como lugar de “desfogue” de los bajos instintos de rubicundos marineros estadounidenses y voluptuosos amantes de los placeres prohibidos.
En los años 90 comienza, al compás de la transformación estructural de la ciudad en el marco de la hegemonía de las políticas neoliberales -por mucho que, en este caso, fueran los sedicentes socialistas los que las aplicaran- y de la resaca de los fastos olímpicos del 92, la última mutación del barrio. En dos procesos paralelos, la aparatosa irrupción de la gentrificación fue coetánea de una radical renovación sociológica de las clases populares: el porcentaje de extranjeros pasa del 2,51% en 1986 a nada menos que el 52% en 2024.
Se trata por tanto de un barrio dual, escindido entre las zonas burguesas gentrificadas, colonizadas por jóvenes “aventureros”, amantes de la vida bohemia y del melting pot multiétnico y, por otro lado, los guetos de inmigrantes, endogámicos y aislados por nacionalidades, que sobreviven con negocios precarios y sufren de acusado hacinamiento habitacional.
Era pues solo cuestión de tiempo que un “lugar maldito”, estratégicamente situado y objeto del renovado interés regeneracionista por parte de las autoridades municipales y los planificadores urbanos, se convirtiera, como relata el activista Iñaki García, en “un pastel a repartir entre el gran capital nacional e internacional”. El portavoz de Acció Raval, Ángel Cordero, se refiere asimismo al barrio como un “caramelo para inversores y lobbys turísticos”.
Sin embargo, el proceso de gentrificación salvaje -la “micropunción”, en la quirúrgica jerga de los urbanistas, para extirpar el tejido infectado- de la Rambla y de la Illa Robadors, ha tenido un resultado inesperado:
“Lo que pasa es que nos engañaron a todos, porque nos dijeron que la zona mejoraría, que construirían un Caprabo, que la calle cambiaría, que construirían también una Filmoteca al lado… pero la verdad es que no ha cambiado para nada”.
El desaliento que reflejan las palabras previas de una vecina de los nuevos pisos protegidos de la Illa Robador simboliza, como relata Fernández, la decepción de los que desembarcaron en el barrio confiando en ser los “pioneros” de la “higienización” de la zona.
“La gran mayoría de estos nuevos vecinos que podríamos asociar a las ‘clases medias’ se sienten traicionados por los promotores inmobiliarios y por la administración municipal. Se crearon enormes expectativas —reales o irreales— con el aura de una supuesta ultramodernidad multicultural, que se esperaba surgiría tras la erección de la Rambla del Raval y la destrucción de gran parte de la Illa Robador”.
La amarga e hilarante declaración, rezumante del clasismo de la peor especie, de un matrimonio de clase media recién llegado, exime de ulteriores comentarios acerca del realismo de las pueriles expectativas de los «intrépidos» pioneros:
“¿Sabes cuál es el gran problema? Que el nivel cultural de la gente que vive aquí es muy bajo. Esta gente está como los españoles de los años cuarenta. Para ellos escupir en la calle no es una cosa de otro mundo, para ellos es natural. Tú quédate diez minutos y verás cómo es la única calle que barren yo creo que tres o cuatro veces al día y siempre está sucia (…). Yo pienso que la única solución -aunque habrá gente que discrepe de lo que opino- es tirar abajo [sic] los pisos que están medio destruidos y construir nuevos. Y entonces sí vendrá mucha más gente, pero es que nosotros no sobrepasamos todavía el porcentaje, somos muy pocos”.
Lo significativo de la expeditiva solución propuesta, como señala Fernández, son sus resonancias de la conquista de la nueva frontera urbana, de la necesidad de domesticación de un territorio hostil arrasando con todo lo existente: “lo interesante de la reflexión del nuevo vecino es su lectura de la situación prácticamente en términos coloniales o incluso bélicos”.
En esas condiciones, no es de extrañar que algunos de los cándidos gentrificadores acabaran renunciando al pisito de protección oficial y abandonando cariacontecidos el indomable lugar:
“Me fui de la calle d’en Robador, del Raval, porque no podía más, porque hace 16 meses tuve una hija, porque no quería que se acostumbrara a lo que yo me estaba acostumbrando… No fue una decisión caprichosa, tampoco sencilla… Renuncié a un piso de protección oficial de alquiler precioso que solo me costaba 300 euros al mes ¡ahora pago más de 900! (…). A ratos me agobio ¡no sé si podré sacar esto adelante! pero me tenía que marchar, de veras. En el fondo, siento que me echaron”.
En realidad, como señala Fernández, el ejemplo solo muestra la imposibilidad de extirpar de raíz la pobreza, causada además por las mismas políticas que promueven la gentrificación, y el correoso apego a la supervivencia de los grupos humanos condenados a vivir de las migajas de la opulencia que les circunda:
“Como una carcoma, la interpretación sobre lo que ha pasado y está pasando en la calle d’en Robador pivota insistentemente sobre el hecho de que allí todavía vive gente trabajadora, pobre e ‘inmigrante’. La llegada paulatina de turistas con mucho poder adquisitivo -gracias, en parte, a la propulsión del lujoso hotel Barceló Raval-; de profesionales, como los que puede llegar a atraer la sede de UGT; de ‘autónomos’, instalados en los pisos de protección oficial de la Illa Robador; o la ubicación de ‘centros culturales’, como la sede del IEC o la Filmoteca Nacional de Catalunya, con cualidades que se esperan redentoras desde el punto de vista de las llamadas ‘clases medias’, aún no ha conseguido ‘matar al Barrio Chino’. Es más, casi podríamos decir que lo ha resucitado”.
El antropólogo Manuel Delgado, en el epílogo del libro de Fernández, describe el estéril intento de los “buenos ciudadanos” de “civilizar” y dignificar el barrio obviando “la vida que les rodea”: “Gracias a los turistas y a las clases medias ávidas de ‘vida de barrio’ y ambiente ‘multiculti’ que irían a residir, la zona quedaría libre de la maldición con que había sido castigada desde siempre”.
Sin embargo, el resultado fue muy distinto del deseado por los que creían que un “entorno de calidad” sería suficiente, por ósmosis taumatúrgica, para erradicar la “geografía del mal”:
“En los nuevos bloques de protección oficial y en las plazas sin bancos, la gente cuenta y vive historias nuevas, que son las mismas de antes. Muchos miserables que antaño habitaron la zona se han mudado o extinguido, pero otros miserables -con otros acentos- han llegado en masa a hacinarse en su lugar. Hubo ‘buenos ciudadanos’ que intentaron civilizar el barrio y que se arrepienten ahora de haber tenido fe en el gran sueño barcelonés y se sienten acechados por la vida que les rodea (…). En los balcones, algunos de ellos han colgado pancartas donde se puede leer ‘Queremos un barrio digno’, como si aquel no hubiera sido un barrio digno, ahora quizás algo menos precisamente por su presencia”.
Quizás lo que de verdad haga falta sea otra manera de entender lo que es realmente un barrio “digno” y otra forma de ejercer el papel de auténticos “pioneros” en la «conquista» de las fronteras urbanas. En última instancia, quizás nos quepa al menos, como refiere Smith al final de su espléndido libro, albergar la esperanza de que, en los intersticios de la despiadada ciudad neoliberal, entre la opulencia snob de los barrios gentrificados, la grisura de la existencia en el reducto suburbano y la angustia y la precariedad acuciantes de los suburbios empobrecidos, emerjan formas de vida genuinamente “inteligentes”. Injertos reales de innovación social creativa que pugnen por expandirse entre el alienante marasmo circundante:
“Si queremos ser fieles a la historia, si pretendemos, realmente, comprender la ciudad como una nueva frontera urbana, el acto más patriótico, y con el que debemos empezar, en tanto pioneros, es la okupación de viviendas. Es muy posible que en un mundo futuro también lleguemos a reconocer a los okupas de hoy como aquéllos que tenían la visión más inteligente de la frontera urbana».
Fuentes: https://trampantojosyembelecos.com/2025/06/11/la-vivienda-como-lugar-de-combate-i/ https://trampantojosyembelecos.com/2025/07/05/la-vivienda-como-lugar-de-combate-ii/