Kepa Arbizu •  Cultura •  29/09/2025

“Traslados”, de Nicolás Gil Lavedra. También el mar reclama justicia

“Traslados”, de Nicolás Gil Lavedra. También el mar reclama justicia

Llegada recientemente a la plataforma Filmin, tras su paso previo por la edición pasada del Zinemaldia de Donostia y de las salas de cine, este necesario e irreprochable documental desentraña la sangrienta represión que ejerció la Junta Militar argentina durante sus años de dictadura.

Convertidos actualmente en voraces consumidores de actualidad, nuestra capacidad analítica se diluye
entre un banal cortoplacismo y la ingesta indiscriminada de noticias artificialmente diseñadas bajo una
urgencia mediática. Una dinámica que atañe por igual a los más inanes chascarrillos como a las más
desgarradoras tragedias, todo ello sepultado por una tabla rasa de inmediatez que nos impide diferenciar
prioridades y acorta la vida pública de hechos que, lejos de quedar subsanados, solo toman destino hacia la
indiferencia colectiva, preocupada en exclusividad por el nuevo tema convertido en moda y que terminará,
como tantos otros, en el desván de asuntos pendientes. Frente a ese déficit instalado en el ánimo de la
sociedad, el arte tiene como obligación, o al menos una de ellas, rescatar y salvaguardar el recuerdo de
aquellos episodios que todavía siguen supurando por sus heridas. Bajo esa honorable condición surge el
documental “Traslados”, estrenado hace un año en el Zinemaldia de Donostia y que tras su sigiloso paso
por las salas de cine durante la canícula veraniega busca emplazamiento ahora en la plataforma Filmin,
dispuesto a convertirse en altavoz de los gritos emitidos por los represaliados por la dictadura argentina,
focalizando su mirada en los estremecedores “vuelos de la muerte”.

Más allá de la infinita infamia que supuso ese método de exterminio concreto, lanzando a los detenidos
vivos al mar, su relevancia también se sostiene como ejemplo de la malvada sofisticación, dada la falta de
rastro que dejaba esa práctica, que ideó la Junta Militar, instalada en el poder durante el periodo que va
desde 1976 hasta 1982, en su lucha contra la insurgencia. Una represión cuantificada en casi treinta mil
desaparecidos que de alguna manera, insuficiente pero no por eso carente de relevancia, son rescatados
por “Traslados”. Una cinta dirigida por el director Nicolás Gil Lavedra, responsable ya con anterioridad de
trabajos relacionados con las Abuelas de Plaza de Mayo (“Verdades verdaderas. La vida de Estela“) o la
guerra de las Malvinas (“Malvinas, 30 miradas “), quien comparte autoría con Gustavo Gersberg, en la
escritura de guion, y Zoe Hochbaum, mentora de la idea original. Construido entorno a la mezcla de
imágenes de archivo y algunas recreaciones ficcionadas, sin embargo el grueso del contenido recae sobre
una catarata de testimonios, abarcando desde parodistas, jueces, investigadores y sobre todo directos
implicados, incluido el premio Nobel de la paz, Adolfo Pérez Esquivel, que según su cercanía con los hechos
se estrecha, más reveladoras y descorazonadoras resultan sus palabras.


Si la hora y media de este documental no fuera el retrato de una situación dolorosamente real, y por lo
tanto se corriera el riesgo de desvirtuar su alcance, se podría enfatizar todavía más una arquitectura
interna, desarrollada como si de la acumulación de piezas con el fin de entregar una imagen del puzle
global se tratara, que alcanza texturas cercanas a un thriller de factura fascinante. Una fotografía completa
que para ser traducida con mayor rigor resulta importante contextualizarla en esa guerra declarada a la
insurgencia, desplegada en toda América Latina bajo los aprendizajes macabros de la desempeñada por
Francia en Argelia, que buscaba la imposición del miedo colectivo como arma disuasoria contra la
movilización y que supuso la fosa para toda una generación, aunque en puridad se podría decir que atañía
también a la anterior, siendo reprimidas algunas madres de desaparecidos, y a la posterior, dado el estado
en cinta de muchas de las torturadas y asesinadas. En esa acumulativa recapitulación de datos para
desentrañar este macabro plan, los primeros nos llevan a la costa uruguaya, donde el avistamiento
reiterado de cadáveres y sus prominentes signos de violencia en sus aguas destapan, tras unos previos
relatos sensacionalistas de la prensa señalando a posibles orgías perpetradas en barcos procedentes de
Oriente Medio, unas iniciales suspicacias, pronto refrendadas por la identificación, gracias a su tatuaje, de
militante del Partido Comunista Floreal Avellaneda. Una estela funeraria que pronto se extendería hasta la
orografía argentina, momento en el que ni las presiones policiales para evitar las autopsias oficiales
impidieron que los familiares reclamaran el destino de sus allegados, la mayoría de ellos previamente
asaltados en su hogar por el ejército.

En la historia de la dignidad universal hay un grupo de mujeres, las congregadas entorno a Madres de Plaza
de Mayo, que tienen un protagonismo innegable, y que lógicamente también lo adquieren en esta
realización. Su relato, enfundado en un orgulloso pañuelo blanco y contado con puños cerrados y verbos
entrecortados en primera persona en varios momentos, es también el de una constante reivindicación que,
aunque perseguida con virulencia, no cejó en aporrear, simbólicamente pero también literalmente, las
puertas de los juzgados e instituciones públicas. Sin su labor, esta madeja que se va conformando según
transcurre el minutaje de la película no podría haber alcanzado la misma dimensión, tanto por su
determinación como por el aprendizaje que supuso que ninguna de ellas desistiera incluso cuando, a veces
bajo el peor de los augurios, aparecían sus hijos, expresando que su lucha ya no era individual, sino
colectiva, y no la de un país, sino la de toda la humanidad.


Como todo régimen autoritario, el intento por blanquear una marca nacional sangrienta buscó alimento
tanto dentro de sus fronteras como fuera. En ese sentido el mundial de futbol de 1978, que con su
algarabía y goles acallaba el lamento que retumbaba desde los innumerables cautiverios al que eran
destinados los apresados, y la guerra de las Malvinas, en busca de la excitación patriótica, ejercieron de
altavoz pretendidamente apaciguador que sin embargo no evitó que en 1983 se declararan unas elecciones
democráticas que entregaron el poder a Raul Alfonsín. Diez días antes de dicho sufragio, tal y como revela
la presencia en el documental de un militar en activo durante aquellos años, se impartió la orden de
destruir todos los documentos relacionados con las acciones contra insurgentes. Atropellado intento
esgrimido por cualquier cacique conocedor, como así sería, de que su siguiente paso era con dirección a los
tribunales, momento histórico al ser la primera vez que una dictadura saliente era juzgada. Optimismo que
las sublevaciones militares constantes abortaron induciendo al gobierno a amnistiar, bajo el nombre de la
Ley de Punto Final, a los condenados y que, a la postre, fue la puerta de entrada para la elección de Carlos
Menem, que inauguraría unos años noventa decididos a desandar todo el escaso pero relevante camino
emprendido en busca del cumplimiento de los derechos humanos.


Esa concordia entre el resultado de las urnas y el inmediato pasado teñido de terror, paradójicamente fue
interrumpido por la aparición de declaraciones, la más mediática en boca de Adolfo Scilingo, de los propios
implicados que, victimas de una particular tortura moral, desvelaban todo un entramado que va quedando
al descubierto y enfocando a un mayor número de responsables. Revelación de secretos y de toda una
galería de siniestros pasos intermedios que resulta la parte, por ser la más específica y concentrada en los
hechos, más espeluznante. El consuelo ofrecido por los capellanes a los militares por su “valiosa misión
cristiana”, la administración de pentotal a los torturados antes de su viaje en avión a ninguna parte,
involucrar a personas ajenas a la represión directa para maniatarlos bajo un gran pacto de silencio e incluso
la despreciable intención de sumar horas de vuelos de ciertos pilotos en busca de ampliar su currículum
laboral se manifiestan como una galería de los horrores brutalmente realista.


Pero incluso hay algo que se cierne más tormentoso, por su naturaleza metafísica y global, incluso que la
constatación de unos vuelos clandestinos realizados una o dos veces por semana cargados de futuros
cadáveres entregados al océano, y es que toda esta manifestación de la barbarie más absoluta fue obra de
seres humanos. Valga la afirmación sentenciosa y lapidaria de uno de los testimonios directamente
implicados en tales acontecimientos como el más rotundo y desasosegante resumen, aceptando que le
resulta preferible creer que todo lo hicieron por convicciones políticas que simplemente consecuencia de
una pura maldad ajena a cualquier tipo de remordimiento, porque eso implicaría aceptar un nivel de
amoralidad difícilmente soportable. Pese a esa inevitable mancha negra existencial que desliza este
irreprochable y necesario documental, su labor, además de dejar constancia de estos episodios y la de
observar el camino recorrido con el fin de alentar pasos venideros, es la de azuzar una conciencia colectiva
consciente de que todo lo mostrado en “Traslados” se ha conjugado, y lo sigue haciendo, bajo un lenguaje
similar en múltiples lugares con distinto nombre y fecha. Y es que el mismo mar que avergonzado se
convertía en cementerio para los cuerpos lanzados desde los aviones, es también el origen de un relato
emancipador que entona las dos palabras que el abogado Julio César Strassera dirigió al tribunal: Nunca
más.


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