“Algún día todo el mundo habrá querido estar siempre en contra”, de Omar El Akkad. Derribar el Imperio del silencio
Periodista, escritor y corresponsal de guerra, el autor nacido en El Cairo, parte de su propia experiencia biográfica para ruborizar a través de un extraordinario libro la complacencia que permite el genocidio del pueblo palestino.

Acostumbrados a contemplar cómo los comentarios más populares, denominados “virales”, formulados en redes sociales se convierten en un abrevadero de egos y nimiedades, hace unas fechas, una frase lanzada en X, antes Twitter, recorría millones de dispositivos móviles retumbando contra el mutismo y la inacción adoptada respecto a la masacre llevado a cabo por el ejército israelí, con la complacencia de casi todas las grande potencias, en los territorios palestinos como respuesta al ataque de Hamas. Dicha sentencia era tan lacónica como rotunda: “Algún día, cuando no entrañe riesgo alguno, cuando podamos llamar a las cosas por su nombre, cuando sea demasiado tarde para exigir responsabilidades, todo el mundo habrá querido estar siempre en contra”. Sin embargo su escasez de palabras no impedía exponer un taxativo diagnóstico formulado a modo de inquietante y reveladora profecía. El autor de esa misiva en este caso no era un usuario anónimo, sino el multipremiado y elogiado escritor, periodista y corresponsal de guerra Omar El Akkad, y su contenido representaba la rabia y el hartazgo contra ese constante escenario en llamas que todavía hoy sigue transformando ese pequeño pedazo de tierra en una puerta de entrada al infierno para miles de personas.
Tomando como punto de partida dicha reflexión, también utilizada como título, la nueva obra firmada por el autor nacido en El Cairo hace 43 años transita entre un híbrido de géneros, desde el ensayo al álbum biográfico, y diversas paradas temporales. Formulación que lejos de desenfocar el núcleo de su contenido logra enhebrar un contexto hecho de múltiples extremidades que desembocan en Gaza, y más concretamente en los anónimos cadáveres -y todo el sufrimiento derivado de ellos- que día a día se van sumando a un tenebroso capítulo de la historia al que asistimos con la inmediatez que proporcionan los actuales medios de comunicación pero con el mismo gesto impasible que caracteriza a los gobiernos, y a muchos de sus ciudadanos, que supeditan cualquier derecho humano a una sanguinolenta calculadora de intereses. Silenciosos espectadores que, pese a su acomodaticia situación, ejercen también como actores -protagonistas, secundarios o de reparto- de un genocidio que nos despierta cada nueva jornada con sus gritos de horror.
Pero Omar El Akkad no ejerce de orador encaramado a un púlpito desde el que habla alejado de sus oyentes, el ajuste de cuentas que aguarda en estas páginas es, en parte, también contra él mismo. Porque aquel joven que llegaba, en un continuo paso nómada, a los diferentes países de Occidente, desde Canadá a Estados Unidos, con la esperanza de poder acceder a ese mundo, sobre todo cultural, que en sus lugares de origen cubrían con un velo para “purificar” el cerebro de sus súbditos, no se encarnó en ningún paraíso de libertades, al contrario en ellos distinguió, con el paso de los años, una censura que paradójicamente se alimentaba de una continua producción, y consumo, de artefactos artísticos que sembraba sus propias huellas del odio, en este caso al diferente, y sobre todo si había nacido con una tez más oscura, como la de su padre, que asumía con resignación ser detenido en los aeropuertos, apartado de puestos de trabajo o simplemente interrumpido por agentes que reclamaban su identificación. Pequeños, y en ese momento considerados insignificantes, pero demasiado habituales escollos como para no ir engendrando la percepción de que aquellos lugares a los que había emigrado en busca de un refugio de concordia no estaban dispuestos a aceptar que esos extranjeros ocuparan un lugar normalizado en su sociedad. Para ellos, por mucho esfuerzo que hicieran por integrarse, siempre serían unos invitados observados con recelo. Un sentimiento que fue brotando sigiloso en el interior del escritor y que ha desembocado, previo paso de la desafección, en una enmienda a la totalidad respecto a la propia naturaleza del represor etnocentrismo occidental.
De igual modo que el libro avanza por un terreno biográfico, éste confluye, porque al fin y al cabo el ejemplo vivido en primera persona es un síntoma extrapolable a la esencia de Occidente, en una observación global sobre los tentáculos de los que se sirve el pensamiento dominante para inocular ese iniciático rechazo racial necesario para mutar, espoleado convenientemente, en odio contra toda una población. Solo de esa forma, convencidos de que el enemigo, sea quién sea, antes fue Rusia, luego China y ahora los musulmanes, debe ser combatido, se allana el terreno para todo un proceso de deshumanización que impida sentir lástima por esos cuerpos inertes que asoman entre los telediarios o periódicos. Herramientas que competen a todo tipo de ámbitos, desde el siempre torticeramente maleable lenguaje, donde la «guerra contra el terrorismo» ha reducido a la mínima expresión cualquier intento de contextualizar los acontecimientos, hasta toda una infraestructura del ocio que hace pasar por inocua una constante intoxicación de las relaciones sociales entre congéneres. Porque aunque el blanco liberal no lo sospeche, comparte especie con ese vecino de facciones diferentes al que interpela constantemente sobre su identificación con las abyectas acciones de individuos a los que le unen, como mucho, cierta sonoridad en su idioma, detalle más que suficiente para ser catalogado como culpable o cómplice.
Ni los periodistas ni los escritores, ambas disciplinas desarrolladas por el autor del libro, esquivan el clarividente dedo acusador que sentencia su cobardía. Son sobre todo los primeros, uno de los focos de irradiación más peligrosos y por lo tanto más jugosos para ser conquistado por los representantes institucionales, los más justamente vapuleados. Un currículum de deslealtades el expuesto que debería ruborizar a un gremio que entre sus premios y discursos sensibleros elude señalar que la tasa más alta de mortalidad de su profesión se encuentra en ese pequeño lugar despojado de soberanía llamado Palestina, a la que recuerdan, en el mejor de los casos, con una equidistancia y una supuesta asepsia ideológica que sin embargo se derrumba cuando desde el Imperio se toca retreta para cerrar filas
entorno al “mundo libre”. Un título autoproclamado por quienes se han arrogado el mandato divino de clasificar la violencia entre legítima, la suya, y abominable, todo el resto. Por eso adquiere especial significado todos los sangrientos caminos históricos, desde Sabra y Chatila pasando por Vietnam, que acaban por desembocar en territorio palestino, ya que quienes callaron, cuando no directamente alentaron, frente a ese ignominioso itinerario de matanzas, por mucho que sus vocablos eludan el uso de dicho término o similares, son los mismos, o sus descendientes, que ahora recelan de la utilización de la palabra genocidio. Desde los gruñidos del ala más reaccionario, si es que alguno no lo es, del gobierno de Netanyahu hasta quienes se escudan en la legítima defensa o en el reproche hacia quienes han aceptado la presencia de Hamas (con todo el fanatismo que esconde ese aparente condescendiente argumento), son miembros de un mortífero corifeo.
El eje vertebrador de este desgarrador -que no elude, aunque tampoco se regodea, necesarios pasajes descriptivos sobre la barbarie israelí- y magistral libro es hacer que sus letras entonen un ruidoso acento que despierte las conciencias con el fin de poner en evidencia y desarmar todos esos argumentos invocados por hipótesis absolutamente espurias, siempre delineadas por egoístas intereses geopolíticos. Una llamada a abdicar, por mucho que desde los adalides de la destrucción se califiquen de meros ejercicios propagandísticos, de todos aquellos engranajes que trituran el futuro al ritmo de una dialéctica capitalista, donde la acumulación y la propagación es dogma de fe, a la que desertar de su mecanismo sea posiblemente la actitud que más le hiera. Proclamas rabiosas, pero de una pulcritud y un estiloso andamiaje admirable, que aspiran a desenmascarar esas “verdades» blandidas como designios casi divinos que sin embargo no son más que la desvergüenza de alimentar la guerra y la destrucció como vacuna contra el hipotético afán aniquilador de esos “tártaros” que, como en la obra de Dino Buzzati, son utilizados como instigadores del miedo colectivo, un ingrediente de suma efectividad para dirigir su brújula devastadora. Ya no hay tiempo para dejar el destino de la humanidad en manos de los supuestos “menos malos”, una absurda ecuación extendida en todo lo concerniente a la manifestación política, ni de aceptar los daños colaterales como una religión sobre la que es necesario apostatar cuanto antes; su futuro y el nuestro lo reclama.
Hay libros que resultan imprescindibles por su trascendente contenido; otros encuentran su irrenunciable interés en su aptitud artística, y solo los más privilegiados son capaces de aunar ambas virtudes. Tal es el caso de la obra que nos compete, porque si vital resulta su alarido contra ese escorzo que nos aleja de tomar partido en la cada vez más insostenible situación de Palestina, no es menos destacable la visceral elegancia con la que se revuelven sus palabras, engalanadas de erudición ensayística cuando así se necesita y sobre todo dotadas de una insurgente humanidad distanciada de cualquier almibaramiento. Estamos ante un texto que exhala el sonido de la alerta roja, que representa la absoluta y definitiva quiebra con la actitud global desplegada por Occidente, y también un aviso de que probablemente llegará el bochornoso momento en que algunos lavarán sus manos de sangre cuando la situación estratégica lo requiera para tender la rama de la paz. Nuestra obligación nos exhorta a actuar en el más inmediato presente, y decidir si queremos ser responsables de ciertas páginas de la historia sobre las que futuras generaciones verterán sus lágrimas.
Kepa Arbizu.