Kepa Arbizu •  Cultura •  19/05/2025

Malcolm X, la palabra en llamas

La celebración del centenario del nacimiento del líder afroamericano, fechado el 19 de mayo de 1925, significa la pervivencia de un legado, desarrollado en paralelo a los aprendizajes de su protagonista, que siempre aspiró a la liberación efectiva de su pueblo.

Malcolm X, la palabra en llamas

Los personajes que han sido llamados a protagonizar, en una dirección u otra, la historia están condenados a ser sometidos constantemente a una escritura interesada de su figura. Si por un lado aquellos opositores a sus ideas construyen un relato dispuesto a cubrir con tierra putrefacta sus logros, paradójicamente desde su propia trinchera, la búsqueda de santificar su biografía desnaturalizando su condición humana, solo conduce a un reflejo en blanco y negro de una trayectoria que, falible como la de cualquier individuo, sin embargo fue capaz de engendrar resultados universales. Una dicotomía de la que no está a salvo por supuesto Malcolm X, maldecido desde un infantilismo ajeno a contextualizar o mostrar interés alguno por extraer conclusiones de su lucha, y convertido en icono destinado a lucir su estampa sobre camisetas a base de simplificar una fascinante y agitada cronología vital y política que el uso de la brocha gorda solo nos impide conocerla con la profundidad que se merece. El centenario de su nacimiento puede ser un buen momento para intentar esquivar reproches infundados o insulsos panegíricos con el fin de conducirnos hacia quien convirtió la reivindicación racial, y de clase, en un tornado dispuesto a sacudir las bases del Imperio.

La violencia y el conflicto acompañaron desde su nacimiento a Malcolm Little, el cuarto de los siete hijos concebidos por el matrimonio formado por Louise Little y Earl Little ; incluso se podría decir que ésta le golpeó desde su condición de nonato, porque el cobijo en el vientre de su madre no impidió que las hordas racistas de la Black Legion asediaron su hogar de Omaha con la intención de amedrentar, cosa que lograrían haciéndole vagar por diferentes localidades, de Milwaukee a Míchigan, en busca de estabilidad y seguridad para su familia, a su padre, pastor bautista simpatizante de la Asociación Universal de Desarrollo Negro y la Liga de Comunidades Africanas. Pero incluso en los distintos hogares que conoció, la presencia de ese odio de tez blanca no se redujo a la intimidación, llegando incluso a convertir en cenizas su casa, por eso cuando la noticia de que su padre había aparecido con el cráneo roto sobre las vías de tren, un hecho calificado como accidente por la versión oficial y en la que se escudaría una de las compañías de seguros para evitar pagar una cuantiosa indemnización alegando que se trató de un suicido, no era difícil sospechar el verdadero macabro desarrollo de los acontecimientos, el mismo que ya sufrieron tres de sus hermanos a manos del demonio racista. Una pérdida que, además de sumir en una crisis económica a la familia, derivaría en importantes problemas mentales de su madre, acosada por los asistentes sociales, las deudas y el ostracismo, hasta el punto de acabar ingresada en un hospital psiquiátrico, punto final a la unidad de una prole que se diseminó alrededor de diversos hogares de acogida.

A pesar de ser un buen estudiante, el joven Malcolm Little había sobrepasado el número y la intensidad lógica de gamberradas, una actitud en la que no se puede obviar, y es algo que el propio interesado asume en sus memorias, haber crecido en un hogar que más allá de la distancia emocional existente entre sus padres estaba teñido de golpes y peleas. Un carácter indómito que entonaba un peligroso canto de sirena hacia la mala vida que la displicencia y la ofensiva condescendencia emanada por parte de profesores y compañeros blancos, expresada en su más humillante rotundidad cuando fue “aconsejado” a, pese a sus aptitudes, ser realista y olvidarse de estudiar una carrera, agravaron e impulsaron. Un camino que recorrió tras abandonar Boston, donde convivió con su hermana y descubrió esos barrios donde latía el nervio afroamericano, al mismo tiempo que percibía ya el clasismo y la mirada denigrante hacia el gueto, y que tomó su representación más rotunda en su traslado a Harlem, donde del trabajo en los billares pasó a frecuentar y hacer tareas en bailes y clubes nocturnos donde los ritmos jazz rimaban con su acercamiento al hampa, un advenimiento que se conjugaba entre trajes caros, un revolver en el cinturón y la compañía de una despampanante joven blanca que subía su cotización y fama en los bajos fondos.

Instalado en una gran casa que ejercía de prostíbulo, lugar donde asistió en primera fila a la perversa hipocresía de quienes prohibían la entrada a sus fiestas a los afroamericanos pero recurrían a las prostitutas de esa raza para saciar sus instintos, fue enlazando un breve pero prolijo currículum delictivo entre robos, timos y grandes dosis de consumo de droga que se constituyeron como vehículo con destino, más pronto que tarde, a la cárcel. Un nueva “residencia” a la que llegaría en 1946, tras ingresar en la prisión estatal de Massachusetts, no sin antes ser testigo de otro agravio al ser condenado sin ningún antecedente a diez años de internamiento, una sentencia que obviaba la justicia para centrar su mirada en el color de piel. Un enjaulamiento que el por entonces conocido como Detroit Red, por su color rojizo de pelo, respondía con actitud furiosa e indomable, convirtiéndole en un blasfemo huracán. Una condición que se apaciguaría tras entablar relación con -el también reo- John Elton Bembry “Bimbi”, que le aportó la templanza necesaria para conducirle hacia la biblioteca y despertar la necesidad de cultivar una mente que hasta ese momento había priorizado la supervivencia en las calles. En ese desarrollo fue decisiva la carta procedente de sus hermanos Reginald y Philbert en la que le anunciaban el hallazgo de la verdadera “religión de los negros”, en relación a su acercamiento a la Nación del Islam, y le instaban a no comer carne ni beber alcohol como primer paso hacia la salvación. La relación epistolar con el líder de la organización, Elijah Muhammad, representante sui generis de Allah en la tierra, tejió un lazo de unión que, tras su salida de prisión, acabaría por juntar sus destinos. Por primera vez aquel joven rebelde inclinaba su rodilla y lo hacía para alistarse en la defensa de los derechos civiles de los afroamericanos ya bajo el nombre de Malcolm X, sustituyendo sus apellidos por una letra que heredaba el anonimato al que habían sido relegados sus antepasados y declarándose comunista. Había nacido un nuevo hombre y también una preocupación cada vez más intensa para lo servicios secretos estadounidenses.

Como toda religión, o expresiones derivadas de ella, la Nación del Islam era capaz de amalgamar fantasiosas fábulas entorno a Mesías llegados en platillos volantes o científicos malvados creadores del “diablo blanco” con discursos más explícitos, señalando en este caso la supremacía de la raza negra, por momentos flirteando con el pensamiento antisemita, y la necesidad de encontrar su propio espacio autogestionado alejado de la tutela del estado norteamericano. Un “nacionalismo negro” que, pese a sus contradicciones al chocar con el integrismo místico, realizaba un clarividente diagnóstico al oponerse a un statu quo que humillaba a su raza y practicaba una alienación con el fin único de borrar su identidad e historia. Un discurso que encontró en Malcolm X un orador que a su imponente planta física añadía un poder de convocatoria que se trasladó del plano teórico a la acción cuando fue capaz de amotinar a sus seguidores frente a una comisaría para “rescatar” a uno de sus compañeros maltratado por la policía. Una demostración de fuerza que propulsó su figura, convirtiéndose en uno de los estandartes insurrectos y máximo reclamo para una población que veía en él el poder de la conversión, hasta el punto de ejercer un efecto llamada para los medios de comunicación y diversos dirigentes políticos sedientos de reunirse con él. Unos airados y nada complacientes discursos que le enfrentaron por igual a la representación pacifista del movimiento, encarnada por Martin Luther King y su conocida marcha en Washington de 1963, como a la cada vez más preocupada sociedad norteamericana que percibía en su presencia un peligro para la protección de sus privilegios.

Paradójicamente, convertirse en una de las voces que con mayor fuerza retumbaba en el ámbito social alentó una guerra de egos que le enfrentó a Elijah Muhammad, resentido por su cada vez más endeble dominio de la congregación. Una disputa que desde diferentes flancos predispuso el alejamiento de Malcolm X. Porque si a la percepción de que aquellos recios mandatos divinos cada vez se percibían como muros que impedían una lucha colectiva, la hipócrita falta de fidelidad, nunca mejor dicho al demostrarse sus encuentros sexuales extramaritales, respecto a ellos por parte de su máximo promotor, hizo inevitable el distanciamiento definitivo. Un nuevo camino que, apostando por una mirada más tradicional y ortodoxa del Islam, como era el sunismo, le llevó a peregrinar varias veces a la Meca en la búsqueda de un encuentro más puro y cercano con la gente. Un afán expansionista que puso rumbo hacia diversos países y continentes, una tarea hasta ese momento inédita para él y que le proporcionó unas cotas de mayor empatía y conocimiento, haciendo escalas en un mapa que se extendía desde las entrañas de África a las pulcras universidades inglesas, donde recogió un acogedor recibimiento y multitud de muestras de apoyo a su lucha. Un punto de encuentro que avivó una percepción más inclusiva y extensa de su actividad, tomando forma por una parte desde la mirada secular con la creación de la Asociación de la Mezquita Musulmana y por otra, exenta de cualquier carácter religioso, a través de la Organización de la Unidad Afroamericana. Extremidades de una lucha que no abandonaba a su comunidad pero que se alimentaba con la solidaridad mutua de todas aquellas realidades que aspiraban a derrocar el capitalismo y sus múltiples yugos.

A pesar de esa transformación, sus exhortaciones públicas, menos encorsetadas a doctrinas religiosas y a una exacerbada endogamia que facilitaba un relato más flexible, por ejemplo dejando en manos de la libre conciencia particular recurrir al voto como camino de trasformación, denotaban una clara determinación por abrazar diversas maneras de ejercer los caminos que condujeran al cambio. Un discurso que sin embargo no significaba renunciar a ciertos innegociables pilares, donde la siempre controvertida asunción de la violencia como herramienta legítima seguía manteniéndose sobre una inapelable formulación que señalaba la hipocresía de quienes dictaban su paso sobre guerras imperialistas pero calificaban de ilícitas las manifestaciones de resistencia formuladas por movimientos emancipadores. Tesis que siempre estuvieron sojuzgadas por una parte sustancial del aparato mediático y político occidental, estadounidense prioritariamente, y también por sus antiguos correligionarios, que no perdonaban esa evolución fuera de su ámbito de control. Los episodios de violencia, más o menos explícitos, que sufrió durante aquellos tiempos acabarían por tornarse en un sangriento final al ser asesinado el 21 de febrero del 1965, durante su discurso en el Audubon Ballroom de Manhattan, por un miembro de la Nación del Islam. Moría la persona pero brotaba el mito.

Malcolm X llegó al mundo hace un siglo rodeado de odio y lo abandonó abruptamente, a los cuarenta años, bajo la detonación de un disparo. Por eso representar su herencia exclusivamente ligada a su falta de prejuicios a la hora de asumir el uso de la fuerza para defender sus ideales, en una historia que en el pasado y en el presente se empeña en escribir sus páginas sobre la sangre de inocentes, es un ejercicio de interesado reduccionismo. Su figura, más allá de las connotaciones lógicas cedidas por su tiempo, es la de un ser humano que nació condicionado por su tumultuoso contexto para acabar enarbolando un discurso que ha alcanzado la inmortalidad en su búsqueda de la dignidad individual y colectiva. Su palabra, todavía hoy, se refleja cargada de absoluta vigencia cada vez que un afroamericano es reprimido por su origen; un inmigrante resulta maltratado por su condición nómada o cualquier individuo, sea actual sea su particular naturaleza, es víctima de la múltiples manifestaciones de la explotación. Malcolm X también tuvo un sueño, uno que aspiraba a encontrar un camino, sobre el que nos ha transferido algunas valiosas pistas, alejado de esa pesadilla promulgada por la injusticia y la opresión que interpreta el mundo bajo un solo y terrorífico color.


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