“Traslados”, de Nicolás Gil Lavedra. También el mar reclama justicia

Llegada recientemente a la plataforma Filmin, tras su paso previo por la edición pasada del Zinemaldia de Donostia y de las salas de cine, este necesario e irreprochable documental desentraña la sangrienta represión que ejerció la Junta Militar argentina durante sus años de dictadura.
Convertidos actualmente en voraces consumidores de actualidad, nuestra capacidad analítica se diluye entre un banal cortoplacismo y la ingesta indiscriminada de noticias artificialmente diseñadas bajo una urgencia mediática. Una dinámica que atañe por igual a los más inanes chascarrillos como a las más desgarradoras tragedias, todo ello sepultado por una tabla rasa de inmediatez que nos impide diferenciar prioridades y acorta la vida pública de hechos que, lejos de quedar subsanados, solo toman destino hacia la indiferencia colectiva, preocupada en exclusividad por el nuevo tema convertido en moda y que terminará, como tantos otros, en el desván de asuntos pendientes. Frente a ese déficit instalado en el ánimo de la sociedad, el arte tiene como obligación, o al menos una de ellas, rescatar y salvaguardar el recuerdo de aquellos episodios que todavía siguen supurando por sus heridas. Bajo esa honorable condición surge el documental “Traslados”, estrenado hace un año en el Zinemaldia de Donostia y que tras su sigiloso paso por las salas de cine durante la canícula veraniega busca emplazamiento ahora en la plataforma Filmin, dispuesto a convertirse en altavoz de los gritos emitidos por los represaliados por la dictadura argentina, focalizando su mirada en los estremecedores “vuelos de la muerte”.
Más allá de la infinita infamia que supuso ese método de exterminio concreto, lanzando a los detenidos vivos al mar, su relevancia también se sostiene como ejemplo de la malvada sofisticación, dada la falta de rastro que dejaba esa práctica, que ideó la Junta Militar, instalada en el poder durante el periodo que va desde 1976 hasta 1982, en su lucha contra la insurgencia. Una represión cuantificada en casi treinta mil desaparecidos que de alguna manera, insuficiente pero no por eso carente de relevancia, son rescatados por “Traslados”. Una cinta dirigida por el director Nicolás Gil Lavedra, responsable ya con anterioridad de trabajos relacionados con las Abuelas de Plaza de Mayo (“Verdades verdaderas. La vida de Estela“) o la guerra de las Malvinas (“Malvinas, 30 miradas “), quien comparte autoría con Gustavo Gersberg, en la escritura de guion, y Zoe Hochbaum, mentora de la idea original. Construido entorno a la mezcla de imágenes de archivo y algunas recreaciones ficcionadas, sin embargo el grueso del contenido recae sobre una catarata de testimonios, abarcando desde parodistas, jueces, investigadores y sobre todo directos implicados, incluido el premio Nobel de la paz, Adolfo Pérez Esquivel, que según su cercanía con los hechos se estrecha, más reveladoras y descorazonadoras resultan sus palabras.
Si la hora y media de este documental no fuera el retrato de una situación dolorosamente real, y por lo tanto se corriera el riesgo de desvirtuar su alcance, se podría enfatizar todavía más una arquitectura interna, desarrollada como si de la acumulación de piezas con el fin de entregar una imagen del puzle global se tratara, que alcanza texturas cercanas a un thriller de factura fascinante. Una fotografía completa que para ser traducida con mayor rigor resulta importante contextualizarla en esa guerra declarada a la insurgencia, desplegada en toda América Latina bajo los aprendizajes macabros de la desempeñada por Francia en Argelia, que buscaba la imposición del miedo colectivo como arma disuasoria contra la movilización y que supuso la fosa para toda una generación, aunque en puridad se podría decir que atañía también a la anterior, siendo reprimidas algunas madres de desaparecidos, y a la posterior, dado el estado en cinta de muchas de las torturadas y asesinadas. En esa acumulativa recapitulación de datos para desentrañar este macabro plan, los primeros nos llevan a la costa uruguaya, donde el avistamiento reiterado de cadáveres y sus prominentes signos de violencia en sus aguas destapan, tras unos previos relatos sensacionalistas de la prensa señalando a posibles orgías perpetradas en barcos procedentes de Oriente Medio, unas iniciales suspicacias, pronto refrendadas por la identificación, gracias a su tatuaje, de militante del Partido Comunista Floreal Avellaneda. Una estela funeraria que pronto se extendería hasta la orografía argentina, momento en el que ni las presiones policiales para evitar las autopsias oficiales impidieron que los familiares reclamaran el destino de sus allegados, la mayoría de ellos previamente asaltados en su hogar por el ejército.
En la historia de la dignidad universal hay un grupo de mujeres, las congregadas entorno a Madres de Plaza de Mayo, que tienen un protagonismo innegable, y que lógicamente también lo adquieren en esta realización. Su relato, enfundado en un orgulloso pañuelo blanco y contado con puños cerrados y verbos entrecortados en primera persona en varios momentos, es también el de una constante reivindicación que, aunque perseguida con virulencia, no cejó en aporrear, simbólicamente pero también literalmente, las puertas de los juzgados e instituciones públicas. Sin su labor, esta madeja que se va conformando según transcurre el minutaje de la película no podría haber alcanzado la misma dimensión, tanto por su determinación como por el aprendizaje que supuso que ninguna de ellas desistiera incluso cuando, a veces bajo el peor de los augurios, aparecían sus hijos, expresando que su lucha ya no era individual, sino colectiva, y no la de un país, sino la de toda la humanidad.
Como todo régimen autoritario, el intento por blanquear una marca nacional sangrienta buscó alimento tanto dentro de sus fronteras como fuera. En ese sentido el mundial de futbol de 1978, que con su algarabía y goles acallaba el lamento que retumbaba desde los innumerables cautiverios al que eran destinados los apresados, y la guerra de las Malvinas, en busca de la excitación patriótica, ejercieron de altavoz pretendidamente apaciguador que sin embargo no evitó que en 1983 se declararan unas elecciones democráticas que entregaron el poder a Raul Alfonsín. Diez días antes de dicho sufragio, tal y como revela la presencia en el documental de un militar en activo durante aquellos años, se impartió la orden de destruir todos los documentos relacionados con las acciones contra insurgentes. Atropellado intento esgrimido por cualquier cacique conocedor, como así sería, de que su siguiente paso era con dirección a los tribunales, momento histórico al ser la primera vez que una dictadura saliente era juzgada. Optimismo que las sublevaciones militares constantes abortaron induciendo al gobierno a amnistiar, bajo el nombre de la Ley de Punto Final, a los condenados y que, a la postre, fue la puerta de entrada para la elección de Carlos Menem, que inauguraría unos años noventa decididos a desandar todo el escaso pero relevante camino emprendido en busca del cumplimiento de los derechos humanos.
Esa concordia entre el resultado de las urnas y el inmediato pasado teñido de terror, paradójicamente fue interrumpido por la aparición de declaraciones, la más mediática en boca de Adolfo Scilingo, de los propios implicados que, victimas de una particular tortura moral, desvelaban todo un entramado que va quedando al descubierto y enfocando a un mayor número de responsables. Revelación de secretos y de toda una galería de siniestros pasos intermedios que resulta la parte, por ser la más específica y concentrada en los hechos, más espeluznante. El consuelo ofrecido por los capellanes a los militares por su “valiosa misión cristiana”, la administración de pentotal a los torturados antes de su viaje en avión a ninguna parte, involucrar a personas ajenas a la represión directa para maniatarlos bajo un gran pacto de silencio e incluso la despreciable intención de sumar horas de vuelos de ciertos pilotos en busca de ampliar su currículum laboral se manifiestan como una galería de los horrores brutalmente realista.
Pero incluso hay algo que se cierne más tormentoso, por su naturaleza metafísica y global, incluso que la constatación de unos vuelos clandestinos realizados una o dos veces por semana cargados de futuros cadáveres entregados al océano, y es que toda esta manifestación de la barbarie más absoluta fue obra de seres humanos. Valga la afirmación sentenciosa y lapidaria de uno de los testimonios directamente implicados en tales acontecimientos como el más rotundo y desasosegante resumen, aceptando que le resulta preferible creer que todo lo hicieron por convicciones políticas que simplemente consecuencia de una pura maldad ajena a cualquier tipo de remordimiento, porque eso implicaría aceptar un nivel de amoralidad difícilmente soportable. Pese a esa inevitable mancha negra existencial que desliza este irreprochable y necesario documental, su labor, además de dejar constancia de estos episodios y la de observar el camino recorrido con el fin de alentar pasos venideros, es la de azuzar una conciencia colectiva consciente de que todo lo mostrado en “Traslados” se ha conjugado, y lo sigue haciendo, bajo un lenguaje similar en múltiples lugares con distinto nombre y fecha. Y es que el mismo mar que avergonzado se convertía en cementerio para los cuerpos lanzados desde los aviones, es también el origen de un relato emancipador que entona las dos palabras que el abogado Julio César Strassera dirigió al tribunal: Nunca más.