Antonio Pérez Collado •  Opinión •  30/01/2024

Ocultar la pobreza, en lugar de erradicarla

A pesar de que Jesucristo (según el evangelista Lucas) llamara bienaventurados a los pobres y de que en determinadas culturas exista el deber de socorrer a los que menos tienen, en nuestra sociedad la pobreza y quienes la sufren no solo reciben nuestra indiferencia, sino que esa situación que soportan muchas personas a nuestro alrededor se intenta esconder para que no estropee la idílica postal de sociedad consumista en la que sobrevivimos.

Las autoridades, siempre atentas a las inquietudes de la población a la que sirven con ahínco, toman todo tipo de medidas contra la pobreza; no para erradicarla, que sería muy complicado y costoso y podría enojar a los ricos. De lo que se trata es de que los pobres no molesten con sus raídos harapos y su carro repleto de bolsas y cartones.

Una de las medidas más recurrentes para hacer desaparecer a los indigentes de las calles de ciudades metidas en eventos y congresos de postín es la de pagarles el billete de autobús o tren para que se marchen lo más lejos posible. Incluso las autoridades suelen añadir alguna limosna adicional; en estos temas de imagen no es cuestión de escatimar gastos.

Entre las muchas iniciativas puestas en marcha para hacer todavía más difícil la vida a los pobres destacaron en su momento brillantes ideas como la de poner en los parques bancos individuales o mantener los tradicionales, pero con reposabrazos central para disuadir a cualquiera que pretendiese echar una cabezadita sobre tan dura cama.

También era un grave problema social y económico que las personas sin techo usaran el habitáculo de los cajeros automáticos de los bancos para pasar las frías noches. Como en los bancos siempre hay personas pensando en el bien colectivo enseguida se buscaron soluciones como que la puerta solo se pudiera abrir con tarjeta o poner el acceso a los malditos cajeros directamente en la calle.

Ahora en Valencia también hay un gobierno municipal dispuesto a dejarse la piel para que la ciudad no sea únicamente capital verde europea, sino la nº 1 en todas las listas que miden la pujanza de su economía y su turismo. Pero claro, sigue habiendo ese montón de pobres que les dejó el anterior consistorio. Lo primero que han visto desde el nuevo ayuntamiento de PP y Vox es que si hay organizaciones humanitarias que se dedican a repartir comidas a los pobres, estos acuden como moscas y lo dejan todo perdido. Encima, para evitarse viajes innecesarios a las zonas habituales de distribución, los pobres montan campamentos bajo los puentes del viejo cauce del Turia.

Frente a este problema, y en lugar de ser el ayuntamiento el que facilite comida y refugio a quienes nada poseen, la brillante solución tiene una doble respuesta. Primera medida: se prohíbe a la ONG correspondiente que siga repartiendo alimentos;  segunda y todavía más excelente iniciativa: se les ha ocurrido construir sendos estanques debajo de los `puentes para privar a los pobres una de sus clásicas alternativas de emergencia al problema de la vivienda.

Aunque esta actitud de girar la cabeza ante las consecuencias de la exclusión social está yendo a más en todas las sociedades occidentales, el fenómeno no es nada nuevo. De hecho, ya en los años noventa del pasado siglo, la filósofa valenciana Adela Cortina tuvo que acuñar el término aporofobia para definir ese odio a los pobres.

No es de extrañar, por tanto, que la precariedad y la pobreza que la acompaña se vivan como algo indigno que hay que disimular, a la espera de que nuestra suerte dé un giro de 180 º, y que más de la mitad de los españoles se considerare clase media, a pesar de que sus ingresos y posesiones los sitúen dentro de lo que realmente sería clase trabajadora.

Antonio Pérez Collado.

CGT-PVyM.


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