Ramón Pedregal Casanova •  Opinión •  16/09/2023

En una base militar del Estado español el 11 de septiembre de 1973

(Un conocido de aquel momento me contó lo que había vivido el 11 de septiembre de 1973)

Había quitado la alarma y mantenía la puerta cerrada con la manivela bajada para que no cerrase el pestillo de la cerradura. Con un pequeño golpe, acordado para esa noche, llamaban y el soldado telemetrista abría la puerta un poco, despacio para no hacer ruido. De uno en uno de dos en dos, llegaban, y una vez cruzado el umbral y cerrada de nuevo la puerta encendía la luz del recinto circular que disponía en el centro de un tubo de escaleras de hierro en forma de caracol. El recién llegado empezaba a bajar por ella hasta acabar en la séptima y última planta bajo tierra. Allí, como una raíz profunda, se metían 11 soldados para seguir creciendo. Las reglas eran: no se fumaba, se hablaba en el tono más bajo posible, se llevaba información y se tomaban decisiones y encargos. Todo rápido, y en el menor tiempo posible se empezaba a salir de igual manera a como se había llegado. En caso de detención al ir o al venir cargaba cada uno con su historia propia sin implicar a nadie, por lo que debía prepararse una coartada. Si los localizaban en el telémetro la coartada era que estaban viendo revistas poco decentes, y el telemetrista sabía que le iba a tocar lo peor.

El telémetro era un centro de operaciones y solo él y un capitán tenían acceso a la llave para entrar. El último soldado llegó un tanto nervioso, se había retrasado, una vez dentro el telemetrista cerró con cuidado dando a la llave en la cerradura las vueltas correspondientes, y fueron bajando la escalera. Mientras se bajaba siempre causaba la sensación de no saber si se bajaba o se daba vueltas y más vueltas. En cada comienzo de tramo encendían la luz correspondiente para bajar y apagaban la de la planta que dejaban, y en el séptimo anillo tan solo tenían encendida una pequeña bombilla. Cuando llegó el último, un soldado raso, flaco, de ojos hundidos y mirada aguda, muy moreno, de pelo cortado al cero y con un bigote en el que había más pelo que en la cabeza, tomó la palabra sin que ningún otro hubiese dicho nada, y de manera apresurada empezó diciendo:

– Han dado un golpe.

– ¿Pero qué golpe?

– ¿Aquí?

– ¿Golpe militar?

-Chsss. Hablad bajo. ¿Qué ha pasado?

– Estaba escuchando la radio antes de venir cuando han cortado lo que estaban diciendo para dar paso a una noticia de urgencia: los militares chilenos han dado un golpe de Estado y han matado a Allende. Han bombardeado la casa de la presidencia y detienen en la calle a cualquiera, han decretado el estado de sitio.

Iba a seguir hablando cuando varios de los presentes hicieron gestos con las manos para que se callase. En aquella profundidad se oía que el cerrojo daba vueltas. El telemetrista apagó la pequeña bombilla para quedar completamente a oscuras. A continuación escucharon cómo alguien abría de golpe la puerta, se escuchó como bajaba la pestaña de la alarma para luego cerrar, y levantó el interruptor de la luz de la entrada, escucharon el clik, y al momento las botas militares dieron los primeros pasos sobre los escalones de hierro, empezaron a bajar.

Estaban los 11 a la escucha con un caballo al galope en el lado izquierdo. Se escuchaba que los pasos alcanzaban el primer piso y sin apagar la luz anterior le daba al interruptor de la planta para después de dar un par de pasos por el rellano, miraría hacia arriba pues más abajo era un pozo oscuro, para luego continuar pisando escalones a la planta segunda.

¿Qué podían hacer ellos?, ¿esperar sin más?

Los pasos alcanzaron el tercer tramo de la escalera, se escuchaban con toda nitidez en la última planta, donde la obscuridad había enterrado a los 11 soldados que de pies e inmóviles contenían la respiración, situándose a los dos lados de la escalera, doblando los brazos y apretando los puños, sin retirar los ojos del hueco que venía de arriba.

Los pasos siguiendo el subterráneo llegaron a la cuarta planta y se escuchó el clik del interruptor de la luz, entonces el que bajaba se detuvo, hizo un pequeño silencio, y a continuación soltó un improperio con voz ronca, “vaya a tomar por …”, el telemetrista reconoció al capitán, y seguidamente dio un manotazo en la barandilla de hierro que la hizo transmitir el ruido por los pisos de planta en planta abajo y arriba. Los soldados continuaron en espera de los pasos. Las botas pisaron de nuevo los escalones que uno tras otro anunciaban que los iba subiendo.

Nadie se movió hasta que oyeron cerrar la puerta.

Entonces el telemetrista encendió la pequeña luz, y se volvieron a ver, se sonrieron conforme se daban una palmada para bajar la tensión. El soldado flaco y de ojos hundidos dijo:

– Los militares han dado un golpe en Chile, han bombardeado y han matado a …

El telemetrista intervino:

– No podemos seguir aquí, el capitán que ha venido andará haciendo la ronda, puede que venga otra vez. Todos a denunciar el golpe, a luchar. Mañana tenemos un panfleto, lo recogemos en el sitio de seguridad a la hora que cada responsable tiene. Seguimos adelante.

(11 de septiembre de 1973)


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