Fabrizio Casari •  Opinión •  08/12/2018

Migrantes: el odio corre en el alambre

Con los gases lacrimógenos y la amenaza del plomo, la frontera entre México y los Estados Unidos se ha convertido en el símbolo de los mas auténticos valores del régimen estadounidense. Miles y miles de seres humanos que escapan de los países controlados por EE. UU., como Honduras y Guatemala, están apilados dentro del recinto que separa el ir del llegar, las dificultades del intento. La cerca está hecha de alambre de púas, pero al mirarla bien entre los pliegues se pueden verse las caras impresas en los dólares.

Esa verdadera prisión al aire libre es la aplicación a escala local de la distancia que debe darse entre los que tienen demasiado y los que tienen muy poco; si esa brecha fallara, los condenados de la tierra podrían tratar de vivir, restando así recursos a aquellos que viven soberbios gracias a la muerte de los humildes. Se favorece la pobreza, la guerra es para los pobres.

El presidente Trump, quien hizo su fortuna política en la lucha contra los migrantes, después que hizo la fortuna financiera a costa de los ciudadanos, simboliza bien la clase a la que pertenece. Vulgaridad mezclada con arrogancia, narcisismo trivial, exhibición de una fábrica familiar hecha (y especialmente reconstruida) de seres escuálidos e ignorantes, que tomó las llaves de la Casa Blanca y las entregó, incluyendo el llavero, al complejo militar-industrial. El guión destaca el papel mutuo: los militares corruptos y belicistas que pierden todas las guerras, pero siempre inventan otras nuevas, se casan perfectamente con una industria incapaz de producir innovación y calidad. Juntos forman la esencia de un modelo que continúa prosperando solo en virtud de una economía desarrollada por el saqueo de terceros países y por la emisión diaria de moneda más allá de los límites permitidos para los mercados de divisas, independientemente de la doctrina económica aplicada.
Es un sistema descarado, que considera la guerra y la desestabilización permanente como la única forma de mantener el liderazgo y cree que los pobres, tanto dentro como fuera, son la verdadera amenaza para su orden preestablecido. Cuarenta y dos millones de estadounidenses que viven por debajo del umbral de la pobreza, se suman a los millones que, aún más pobres, presionan la cerca que separa a los Estados Unidos del resto del mundo, de modo que el segundo es perpetuamente invadido por el primero, pero nunca al revés.

En el otro lado de la cerca se encuentra México, hogar de grupos étnicos e idiomas, imperios e historia que hicieron que hombres y mujeres de pequeña estatura y gran sabiduría dominaran, ayudando a la invasión de las almas tan similares a la mexicanas como para hacer imposible toda distinción, ofensiva toda separación.

Además, en México la solidaridad está entre las asignaturas con más alumnos. Su nuevo presidente, Manuel López Obrador, asumirá el cargo en un par de semanas ante el gobierno y las decisiones sobre qué hacer no llegarán por horas. Pero ya se ha descubierto que Trump habla de un acuerdo alcanzado con México y no es verdad. Difícil en un tema como los migrantes, el país Azteca, que vive en su propia carne la tragedia de la obligación del irse, pueda sintonizarse con el vulgar enriquecido cuyo horizonte de pensamiento reside cómodamente en los 40 caracteres de Twitter con los que se expresa.
En el país Azteca, justificadamente orgulloso de su historia y cultura, albergan tragedias inmensas y milagros seculares. Es México, donde la riqueza insultante de unos pocos tortura la dolorosa pobreza de muchos. Es una tierra de personas encantadoras y amables que son desplazadas por criminales que la habitan y la convierten en un ícono del horror. Es una tierra donde las instituciones no atacan a los criminales, sino que los dirigen o los reemplazan. País donde el ganado cuesta más que los humanos. Un lugar de desaparecidos y de feminicidio elevado a un fenómeno tanto social como criminal.

Y, sin embargo, en este México tan extraordinariamente fascinante y al mismo tiempo escalofriante, la bondad se viste con ropa femenina, eleva la dignidad de los solidarios y mueve la mirada de quienes huyen desde la tierra al cielo. Una humanidad antigua que no se rinde al odio triunfante de hoy, que se presenta con los rasgos evidentes del odio de clase, de la misoginia y de la indiferencia de aquellos que esperan subirse a los hombros de los que están justo debajo.

Son las mujeres las que se colocan al borde de las huellas acariciando «La Bestia». Este es el nombre del tren que recorre miles de kilómetros de Sur a Norte del inmenso país y que lleva su carga de dolor, violencia y migrantes todos los días. Soplo de lágrimas y miedo, deberia ser visto para comprender dónde está la diferencia entre la humanidad y la atrocidad. Las mujeres mexicanas, pobres en todo, pero no en el amor por los demás, empacan bolsas con ropa y comida, para hacer que el viaje que termina con otro viaje, seguido de otro viaje, sea menos difícil. Ante ese ruido de restos que crujen en los rieles, las mujeres hacen el caso; se inclinan hacia fuera, arriesgándose sus inclumidad para entregar lo que tienen en los brazos extendidos de los que no tienen.
Siete días a la semana, sin descanso, amor con amor se paga: por estas bolsas reciben sonrisas y bendiciones, gracias y nostalgia. En México, hecho de horrores y errores, esas mujeres se han vuelto famosas, representan un santuario conmovedor que produce energía solidaria, confirman a la esperanza de que el modelo prevaleciente no será eterno. Que «La Bestia», por mucho que corra, puede ser alcanzada y domesticada.


Opinión /