José Haro Hernández •  Opinión •  04/09/2018

Exhumar a Franco, enterrar el franquismo

La próxima exhumación del cadáver del dictador Francisco Franco ha desatado una  tormenta política que pone de manifiesto la pervivencia, en esta España presuntamente democrática, tanto de un franquismo explícito como de otro de naturaleza implícita. El hecho de que tanto el fascismo convencional como la derecha parlamentaria(PP y Cs) se estén rasgando las vestiduras por el final de la exaltación ostentosa de un tirano, evidencia dos cosas. Por un lado, la impunidad de que goza la apología del fascismo en este país, al contrario que en el resto de Europa, donde la reivindicación pública y reiterada del crimen como forma de acción política está proscrita. Por otro lado, el cordón umbilical que ha unido históricamente a nuestra derecha con el franquismo(aquélla salió de éste) parece haberse fortalecido, de manera que las posiciones que exhiben tanto los de Casado como los de Rivera se escoran crecientemente a la derecha, hasta el punto de que se tocan con las de los franquistas nostálgicos.

Por ello, el problema no se resuelve con la exhumación del dictador(y de sus compinches que reposan en lugares de culto) del valle de los caídos, sin negar el valor político que tal medida entraña. Sería necesaria la implementación de una batería de medidas antifascistas para erradicar de nuestra democracia todo el ADN franquista que la contamina y degrada, mermando considerablemente su calidad. Tenemos que hacer, en definitiva, 73 años después, lo que hicieron las democracias europeas en 1945. En primer lugar, el Estado tiene que hacer suya la obligación de rescatar de las cunetas los cadáveres de las 140.000 víctimas del franquismo que todavía, increíblemente, permanecen en ellas. Dignificarlas como luchadoras por la democracia y la libertad, tal y como en Francia valoran a las mujeres y hombres que lucharon contra la ocupación nazi. En segundo lugar, es preciso recuperar el Pazo de Meirás y todos los bienes de que disfruta la familia Franco que son resultado del expolio de la ciudadanía. Como se ha hecho en Chile con el dinero robado de la familia Pinochet. En tercer lugar, hay que proceder a la disolución legal de la Fundación Francisco Franco. No es admisible la existencia de una fundación dedicada a la exaltación de la figura del golpista, que además recibe subvenciones públicas.

En cuarto lugar, hay que llevar ante los tribunales a los responsables de torturas y represiones que constituyen crímenes contra la humanidad y, por tanto, no amparados bajo ninguna ley de amnistía ni sujetos a prescripción penal alguna. Billy el Niño debe ser procesado tras retirarle la medalla y el plus de la pensión de que disfruta. Y otros como él. En quinto lugar, deben ser expulsados del ejército inmediatamente aquellos militares en activo o en la reserva que hagan apología de los crímenes del franquismo: su presencia en las Fuerzas Armadas constituye un peligro para la democracia. En sexto lugar, deben de salir de los medios de comunicación, como sucede en Europa, quienes incurran en revisionismo histórico, es decir, en la negación de los crímenes de la dictadura o su equiparación con quienes defendieron la democracia y la legalidad republicanas. Por último, las sentencias de los tribunales franquistas que remiten a hechos de represión por causas políticas deben ser anuladas, por ilegales e ilegítimas.

Hasta aquí las medidas a implementar, en mi opinión, para superar el franquismo explícito presente en el sistema político. Más subrepticio, pero también dañino, es el implícito. Y por tal entiendo una democracia afectada por la ausencia de separación de poderes. Estamos asistiendo a unas determinaciones de los altos tribunales de este país, inspiradas en posiciones partidistas de signo ultraconservador, que están poniendo a la justicia española en entredicho ante Europa. La existencia de una Jefatura del Estado inviolable penalmente constituye otra grave carencia de nuestro entramado legal. Y, en fin, unas relaciones laborales marcadas por la dictadura patronal cerrarían el círculo de los aspectos que introducen en nuestra democracia parlamentaria elementos del Régimen que concluyó, aparentemente, en 1978.

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