Francisco Tomás González Cabañas •  Opinión •  27/05/2018

El derecho a la voz de las gradas

En todo los conciliábulos de índole institucional, que se acendran en el principio republicano que los actos y ejercicios deben ser necesariamente públicos, se llevan a cabo, ritualmente, concelebraciones, de características sacras y totémicas. Parlamentos, que arquitectónicamente, responden a la historia, como a la estética, se nutren de las poltronas, que atesoran la humanidad de quiénes representan al pueblo, quién al votar suscribe, condicionadamente, su poder en tal corpus que hablara y votará en nombre de este, por un período de tiempo, determinado y especificado, hasta una próxima renovación o elección, en donde se perpetúa el círculo de virtuosismo institucional. Sin embargo, las filtraciones, las sospechas, quejas y lamentos, ius-naturales (la libertad inmanente del sujeto, se desdobla, se pretende separada, de todo aquello que la quiera reducir a lo absoluto, a lo certero, a lo seguro, a lo absoluto) que estructurados en lo indeterminado de lo que orbita como pueblo, ciudadanía, gente, grupos o facciones, deben  ser ordenados, en esa misma normalidad-normativa, para seguir contribuyendo a esa idea o sensación de que, somos todos (hasta los que no están de acuerdo o no forman parte) de lo mismo, sin que cada quién pierda su óptica o perspectiva.

Existe una valoración, que se vislumbra, pero que no se termina de reconocer o de valorar (valga la redundancia conceptual)  en todos los órdenes de la sociedad. Hablamos de la participación. Solo quiénes, intervienen, de alguna u otra manera, tienen derecho a algo más luego, así sea esto, solamente, la protesta o la queja. Sea en un espacio virtual de alguna red social, en cualquier aforo en donde se trate alguna temática específica, lo cierto es que el derecho a la palabra, a la expresión, se obtiene, siempre más luego, de ratificar, mediante la voluntad, de qué uno está dispuesto a ser parte de ello en lo que se está participando.

Existe un adagio popular, tan vulgar como contundente “El que no llora, no mama”. En clara referencia al recién nacido quién impedido de manifestar de otra manera su voluntad, su deseo de ingerir, de alimentarse, se reitera y repite en el llanto, como  mecanismo primordial, para hacerle saber al mundo adulto de su necesidad. Esta conducta, sin embargo, de allí el adagio, se repite en la mayoría de los comportamientos del ser humano, más allá de haber abandonado el estadio de bebe. Al participar, como segundo paso, a renglón seguido, el sujeto debe tener garantizada la posibilidad, de expresarse, de hacer llegar su inquietud.

Para Otto Rank, “el círculo entero de la creación humana, incluyendo todos los síntomas neuróticos y psicóticos, sueños, fantasías, mitos, religión, arte filosofía, revoluciones y guerras, representan en última instancia intentos de materializar el «paraíso perdido» del estado intrauterino o repeticiones del trauma del nacimiento” (Stolorow, R.D. y Atwood, G.E. 1976, “An Ego-Psychological Analysis of the Work and Life of Otto Rank in the Light of Modern Conceptions of Narcissism”, International Review of Psycho-Analysis, nº 3, pp. 441-459.)

Así como para Rank, destacado promotor, a la par de Freud, del psicoanálisis, la angustia representa la repetición del trauma del nacimiento (la muerte podría ser entendida como el regresar, el retorno a lo uterino, una suerte de invaginación en donde la vagina, la transformamos en fetiche, incluso de lo democrático, la similitud con la urna electoral, en donde se pone, se emite, se penetra con el voto, desarrollado en el ensayo que dimos en llamar la vulva democrática) el mecanismo o trauma del llanto, podría representar, la repetición que de ello hacemos en nuestra vida social, al participar de lo público, y que por ende, precisamente al hacer uso del mismo, se nos debe garantizar que tal llanto (es decir la palabra en el ámbito público-institucional, por más que no seamos representantes) sea escuchado, atendido y correspondido, tal como se hace con el llanto del bebe.

Cuando llevamos la situación al campo social, donde reina e impera la institucionalidad, democrática-representativa, el ciudadano, al participar, debe tener garantizada, por esa normatividad, por esa ley que le impone tantas condiciones (los deberes) el derecho básico e inalienable de que el participante, puede expresarse, o tenga tal posibilidad, habiéndosela ganado previamente, al asistir, en el caso de que nos convoca, a una sesión parlamentaria o en donde esté funcionando una asamblea de representantes del pueblo, tratando un asunto público.

Al sesionar un parlamento, sus gradas, sus tribunas, en donde se asienten los que deseen participar (se podría contemplar más luego la participación virtual, sobre todo para quiénes demuestren un obstáculo cierto y evidente para el traslado físico, sin embargo, la idea primordial es destacar el acto volitivo de asistir a una sesión, con todo lo que ello implica, el compromiso de la corporeidad) deben tener un registro de los que estén allí presentes y que deseen, en tal caso, hacer uso de la palabra, al finalizar el uso de la palabra de los legisladores, y una vez, registrados los interesados en participar, en esa segunda instancia, se lleva a cabo un sorteo, para definir, al que finalmente, le corresponderá en tal turno, el uso, en ese momento, del derecho a la voz de las gradas.

Es importante destacar, que el sorteo, no se plantea como elemento metodológico únicamente. El uso de lo nodal de la demarquía, al estilo griego, debe ser revalorizado, rescatado o reconstituido en los actos institucionales. El azar, es la única vara que iguala en oportunidades a todos los que poseen un derecho conquistado, como el de ciudadanía, o como en este caso, de participación.

Finalmente, y sin dejar de destacar que no se trata de una propuesta en favor de prestigiar, de aumentar la calidad democrática o de todas esas construcciones conceptuales hipócritas que no hacen más que percudir, que socavar lo democrático, creemos estar demandando un derecho que posee el ciudadano en la institucionalidad democrática en la que está inserto, que aún no le ha sido reconocido y  que sencilla como inmediatamente, se le debe reconocer, para que lo ponga en práctica, mediando o no para ello, el poder judicial.

La voz de las gradas, es un derecho ciudadano, inalienable e irrenunciable, como el de votar y como el de expresarse libremente.

Pongamos en práctica, en cada una de las aldeas en donde se nos dicen que nos gobiernan bajo conceptos democráticos, este derecho a la participación, este derecho a la palabra.

Conquistemos a la democracia, democráticamente, mediante el logos, mediante esa palabra, que jamás se nos podría prohibir, bajo sistemas de gobierno que se precian de parlamentar en el nombre de esa palabra, que nunca podría estar solamente bajo potestad de algunos pocos, por más que nos representen, circunstancial como condicionadamente, tras el marco de una institucionalidad, que a cada rato, que casi siempre, está al  borde del colapso de su legitimidad, precisamente por la falta de más palabras, de más perspectivas, que nutran o se complementen con las otras, las de siempre, que no casualmente, no se disponen a escuchar otra voces, otras palabras. Apelamos a la institucionalidad democrática de estos, para que incluyan el ejercicio de la voz de las gradas, sin que sea necesario recurrir al poder judicial, para que se reconozca este derecho democrático.


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