Jordi Nieva-Fenoll •  Opinión •  16/01/2018

El «caso Palau»: otra página negra de la historia política

El «caso Palau»: otra página negra de la historia política

Con respecto a la financiación ilegal de los partidos políticos ocurre algo similar a lo que sucede con el dopaje en el deporte de alta competición. Los ciudadanos actuamos como si no existiera. Acudimos a votar sin pensar que buena parte de las campañas electorales han podido ser pagadas con mordidas. Ni siquiera pensamos que los políticos que se presentan es posible que no persigan ninguno de los objetivos que vociferan y que a nosotros nos llevan a votarles. Igual que en el deporte, valoramos la camiseta y la habilidad de los jugadores, y con respecto a lo demás miramos vergonzantemente para otro lado, salvo que sea evidente. Mejor dicho, ni siquiera pensamos en ello.

En el caso Palau se ha dictado una sentencia que nos pone a los votantes ante el espejo de la cruda realidad. En la sentencia no se habla de cuestiones políticas, al contrario de lo que, impropiamente, hizo alguna de las partes durante el proceso. Se narran los hechos con absoluta frialdad y con un detallismo verdaderamente encomiable, relacionándolos, como es debido, con las declaraciones de los acusados, los testigos, la copiosa documentación y los informes periciales económicos sobre la misma. La sentencia no habla ni de Cataluña, ni de España, ni de izquierdas ni de derechas. Los jueces hablan de lo que, por desgracia, a veces se esconde debajo de todas esas etiquetas, tantas veces aparentes pero que son las únicas que miramos, y nos enseñan que bajo esa cobertura pueden existir, o existen –como en este caso– demasiados amigos de lo ajeno. Toda una lección de realismo que no debiera pasar jamás desapercibida.

Con esta sentencia hemos sabido que los principales acusados se enriquecieron parasitando fondos de la institución que gestionaban. Muchas veces pagaban con esos fondos diversas obras e instalaciones en sus propiedades personales. Otras veces costosos viajes, ágapes o diversos caprichos. En otras ocasiones compraban personalmente inmuebles que luego revendían a la institución a un precio irracional; en cierta medida, se compraban muy caro a sí mismos con dinero de la institución, a fin de enriquecerse con la transacción. La sentencia describe un auténtico saqueo en términos propios.

Pero también aprovecharon el carácter cultural de la institución como elegante cobertura para disfrazar las mordidas que una empresa de construcción pagaba para que, a posteriori, los políticos afines a los gestores del Palau les adjudicaran obras. De esas mordidas, los principales acusados se quedaban una parte para engrasar la maquinaria con su intermediación e influencia, a fin de que se le encargaran dichas obras a la constructora. Esas cantidades las cobraban al principio directamente, por el cajero del banco, sin más, y finalmente con algo de arquitectura societaria, no demasiado compleja. Sorprende lo burdo que puede llegar a ser un fraude de semejante calado.

Finalmente, otra parte del dinero de la mordida iba directamente a un partido político, Convergència Democràtica de Catalunya, que tapaba los ingresos irregulares a través de facturas falsas y convenios aparentes entre su propia fundación y las instituciones del Palau. Hasta 6.676.105,08 € que ahora el partido y su(s) sucesor(es) tendrán que devolver. Calculen la cuantía de su sueldo anual y compárenlo con esa cantidad, y tomarán perfecta consciencia de las dimensiones del inconmensurable varapalo que a ese partido político se le viene encima.

Ahora la sentencia podrá ser recurrida en casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo, tribunal que ya no modificará los hechos declarados probados, salvo que encuentre alguna barbaridad en los mismos, que desde luego no parece ser el caso. Solamente podrá modificar las penas impuestas porque le parezcan que deben ser más o menos graves, o dirá que esos hechos son o no constitutivos de los delitos de malversación de caudales públicos, apropiación indebida, falsedad en documento mercantil, tráfico de influencias, blanqueo de capitales, falsedad contable y delito contra la Hacienda Pública. En todo eso se traduce jurídicamente lo sucedido, es decir, la corrupción, y no es poco. El Tribunal Supremo podrá reducir o aumentar cantidades a pagar o devolver cuyo cálculo pueda resultar –si es el caso– erróneo. Y poco más. El resultado puede ser espectacular si se anula alguna condena, especialmente el comiso de la antes indicada cantidad de la que se habría apropiado Convergència. Pero todo ello es cada vez menos probable. El Tribunal Supremo suele confirmar las sentencias que le son recurridas en aproximadamente un 85-90% de las ocasiones.

Sólo dos reflexiones más: una jurídica y otra más ciudadana. La primera es que, como se ha dicho, la sentencia no es definitiva, y aunque su revocación sea poco probable, sus condenados siguen gozando del derecho a la presunción de inocencia hasta que sea firme, e incluso aunque, ante la notable entidad de algunas condenas, acaben ingresando cautelarmente en prisión. Por su parte, los absueltos son definitivamente inocentes, sin matices. También los absueltos porque prescribieron los delitos que nunca sabremos si cometieron, porque la prescripción impide juzgarlos. Sea como fuere, a todos los efectos los beneficiados por la prescripción son definitivamente inocentes. No es que “se hayan librado” del castigo. Si las leyes no les exigen responsabilidades, los ciudadanos no tenemos que actuar como si se les exigieran.

La segunda es la sensación de amargura que dejan estos hechos. Votantes defraudados, representantes políticos o institucionales desenmascarados. Personas que en otro tiempo gozaron de los más delicados parabienes sociales, hoy sabemos que jamás los merecieron. Un aviso de que los controles económicos sobre esas instituciones tienen que aumentar notablemente. Estremece pensar que estos gravísimos hechos pudieron haber pasado completamente desapercibidos. Y es que lo que se estaban quedando los condenados no era dinero de la institución, sino el dinero de nuestros impuestos, nuestro dinero. Adivinen, si no, quién paga las obras públicas en las que, por descontado, se incluye el dinero de las mordidas, cuando existen.

Jordi Nieva-Fenoll
Catedrático de Derecho Procesal
Universidad de Barcelona
@jordinieva

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