José María Agüera Lorente •  Opinión •  23/10/2017

Jesús Mosterín in memoriam (o del espíritu de la filosofía)

«El que procede en sus actividades de acuerdo con su intelecto y lo cultiva, parece ser el mejor dispuesto y el más querido de los dioses» (Aristóteles: Ética a Nicómaco, Libro X)

«La vida buena está inspirada por el amor y guiada por el conocimiento» (Bertrand Russell: La vida buena)

Empiezo a escribir apresuradamente estas líneas movido y conmovido por la noticia del reciente fallecimiento de Jesús Mosterín (acontecido el pasado 4 de octubre). El titular que la trae a mi conocimiento reza así: «muere Jesús Mosterín, el filósofo de espíritu científico». Permitiéndonos alguna porción de licencia poética, en efecto se podría decir que la filosofía –según sea el que filosofa y sobre lo que filosofa– se ve unas veces alentada por una cierta clase  u otra de espíritu, que va en un espectro desde lo literario a lo científico, y en él nos encontramos con diversos grados que no compartimentos estancos. Reparemos en un clásico como Sir Bertrand Russell, a quien le fue concedido el premio Nobel de Literatura en 1950 del que se podría decir, parafraseando el citado titular que fue un filósofo de formación científica (matemática para más señas) de espíritu humanista. Cualquiera que haya leído al maestro británico ha podido constatar que cada una de las páginas de sus escritos rezuma humanismo, el cual no se quedó circunscrito a la letra sino que fue un principio inspirador de su propia vida. De ello da cuenta con su característica erudición el propio Mosterín en su obra dedicada a esos pensadores que han cultivado la filosofía aparentemente más alejada de las cuitas vitales de las personas, y a la que puso por título Los lógicos. En ella tiene su bien merecido capítulo Russell, en el que se muestra con su ejemplo que el cultivo de una filosofía inspirada en el rigor científico no es incompatible con una exquisita sensibilidad hacia todas las cuestiones que tienen un interés más vital para la humanidad.

Ejemplos de que la ciencia, la ciencia más ambiciosa desde el punto de vista del conocimiento de la realidad, a fin de cuentas siempre proviene de un cierto aliento filosófico los encontramos a lo largo de su historia y aún en la actualidad; así como se constata una y otra vez que no hay aportación científica de relevancia que no tenga sus implicaciones filosóficas. Y salvo que constriñamos nuestro esfuerzo por pensar la realidad a los estrechos márgenes del paradigma epistemológico del positivismo así necesariamente ha de ser. De esto da cuenta una parte relevante de la obra de Jesús Mosterín, de la que su libro titulado Ciencia viva es un magnífico exponente. En ella encontramos –según explicita el mismo subtítulo– sus «reflexiones sobre la aventura intelectual de nuestro tiempo». Esta forma de contemplar el conocimiento como «aventura» es característica de quienes como nuestro autor, o el también difunto científico Carl Sagan (de espíritu filosófico), sienten pasión por él y hacen de sus obras vectores en el sentido biológico, es decir, medios de contagio de esa forma de gozo intelectual que cuando cualquier persona la alcanza a disfrutar experimenta una de esas diversas formas en las que se nos puede presentar la dicha.

En dicho libro, carente de todo engolamiento que pueda estorbar la transmisión de ideas, una de esas reflexiones que lo componen lleva por título Ciencia y filosofía: un continuo. Quizá su sola lectura pueda causar sarpullidos entre los filósofos profesionales celosos de defender la especificidad del gremio. En fin, como ya estableció Carlo M. Cipolla en Las leyes fundamentales de la estupidez humana, ningún colectivo por muy listos que se consideren sus miembros, está exento de decir tonterías. Pero yo comulgo con la idea del filósofo al que aquí modestamente glosamos; y –lo que sin duda tiene infinitamente más peso– el maestro Russell también, el cual, en Los problemas de la filosofía, sostiene que tanto filosofía como ciencia aspiran al conocimiento, señalando respecto de la primera: «El conocimiento al que aspira es aquella clase de conocimiento que nos da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias, y el que resulta del examen crítico del fundamento de nuestras convicciones, prejuicios y creencias». La versión que Mosterín ofrece de esta idea es la siguiente: «La filosofía es la parte más global, reflexiva y especulativa de la ciencia, la arena de las discusiones que preceden y siguen a los avances científicos. La ciencia es la parte más especializada, rigurosa y bien contrastada de la filosofía. Ciencia y filosofía se desarrollan dinámicamente, en constante interacción». Este es el paradigma de la filosofía que a mí me interesa, el que la mantiene viva frente a lo que se cultiva en demasía por parte de los académicos y que hace que los departamentos universitarios se asemejen a apolillados museos de las ideas. En ellos se practica en exceso la hermenéutica de los autores y se cultiva con desmesura la jerga pretenciosa que aleja al profesional de la filosofía de los problemas relevantes y convierten sus fauces críticas en dientes de leche incapaces de morder la realidad. 

Hace décadas tuve la ocasión de escuchar a Mario Bunge en una disertación de cuyo título no me acuerdo aunque sí recuerdo que era una crítica al anarquismo epistemológico de Paul Feyerabend, entonces muy en boga en nuestro país en una época en la que la filosofía posmoderna arrasaba en las facultades de las llamadas ciencias sociales y humanidades. Su exposición fue apabullante por sus argumentos, levantados sobre el sólido cimiento de su conocimiento científico; pero, sobre todo, se me quedó la frase con la que concluyó: «primum sapere deinde philosophari». Alguien podría considerarla una sentencia opuesta al socrático «sólo sé que no sé nada», uno de esos grandes eslóganes fundacionales de la filosofía, pero yo creo hallar en ambas dos una raíz común: la de la exigencia del rigor en el pensamiento que empieza por la exigencia de la propia honestidad intelectual del filósofo. O en versión de Ludwig Willgenstein, contenida en su Tractatus logico-philosophicus, «de lo que no se puede hablar mejor es callarse».

Jesús Mosterín era muy consciente de que la charlatanería es incompatible con la filosofía. Por la salud de ésta no debe  tolerarse aquélla. La posmodernidad no ha sentado bien a la filosofía pues ha sido una moda intelectual de perniciosos efectos que aún estamos pagando como ha denunciado Alan Sokal en sus libros Imposturas intelectuales y Más allá de las imposturas intelectuales, en los que nos ofrece jugosas y sonrojantes muestras de esa forma de filosofar que no respeta las verdades científicas, parodiándola mediante su famoso artículo rocambolescamente titulado Transgredir las fronteras hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica de 1996. 

Como advierte Mosterín en el ensayo aludido, probablemente la fundación de la nueva universidad alemana a principios del siglo XIX fue ese punto de inflexión en las relaciones, hasta entonces muy estrechas entre filosofía y ciencia. Dividida en compartimentos estancos, y al amparo de la reacción romántica antimoderna, fueron filósofos idealistas como Fichte y Hegel, que sólo habían estudiado filología y teología y eran supinos ignorantes de la ciencia de su tiempo, los que ocuparon las cátedras de filosofía. Así se consumó un lamentable cisma que trajo como consecuencia «oscuridad, palabrería e irrelevancia» en opinión del filósofo español. En una entrevista a Karl Popper que él mismo le hizo en 1989 nos encontramos la misma visión del devenir histórico del pensamiento alemán. En una de sus respuestas el maestro de origen austríaco denuncia la incapacidad de quienes se adscriben a esa tradición de raíz hegeliana de usar la lengua alemana con un mínimo de claridad y corrección. Dicho con sus propias palabras recogidas por Mosterín en su libro titulado Ciencia, filosofía y racionalidad: «En ese tipo de lengua y de filosofía, todo vale. (…) Los argumentos no son posibles. Solo hay aserciones. Uno puede afirmar cualquier cosa que se le ocurra. Los argumentos no cuentan. Este lenguaje conduce directamente al relativismo, a la opinión de que todo da igual y de que no hay nada tal como la corrección o incorrección. En un clima espiritual de ese tipo es fácil que florezca un movimiento como el de Hitler». Es el tipo de filosofía que nutre de savia la enredadera de la post-verdad. Por eso es menester filósofos como Mosterín, de espíritu científico, que no ven oposición ni separación tajante entre ciencia y filosofía. Como él dice en el ensayo antes citado: «La contraposición se da, más bien, entre la frivolidad, la superstición y la ignorancia, por un lado, y la tendencia al saber, el empeño esforzado y racional por comprender la realidad, por otro. Este esfuerzo se plasma en la curiosidad universal, el rigor, la claridad conceptual y la contrastación empírica de nuestras representaciones. En la medida en que esos ideales se realizan parcial y localmente, hablamos de ciencia. En la medida en que solo se dan como aspiración todavía no realizada, hablamos de filosofía. Pero solo en su conjunción alcanza la aventura intelectual humana su más jugosa plenitud».

La visión de Jesús Mosterín de los «humanes» –palabra que solo él usaba para referirse a los individuos de nuestra especie– es congruente con esa filosofía suya de espíritu científico. Cuando Steven  Pinker, psicólogo norteamericano y epígono de Noam Chomsky, publicó su mediático libro La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana, el filósofo español lo saludó con un brindis con el que dio nombre a un artículo titulado precisamente Un brindis por la naturaleza humana; un texto brillante y apasionado en el que colocaba al ser humano en el lugar que le corresponde de acuerdo con una mirada respetuosa con la realidad natural. Que cada uno de nosotros somos miembros de una especie animal entroncada con otras en la abigarrada genealogía de la evolución de la vida, y que este hecho insoslayable define el abanico de posibilidades de lo que podemos ser y hacer en nuestras vidas constituye una premisa desde la que necesariamente hay que partir en nuestras reflexiones filosóficas sobre la propia condición humana. De nuevo el idealismo que desprecia el valor epistémico de los hechos es aquí el antagonista pues creó una idea de humanidad que no dejaba de ser una entelequia metafísica producto más bien de deseos y proyecciones utópicas que de un conocimiento objetivo de lo que somos.

¿Y qué somos? Responde Mosterín: «Somos sistemas físicos, partes del Universo, pero no partes cualesquiera: somos (o podemos llegar a ser) partes conscientes del Universo, y por lo tanto, partes de la conciencia cósmica». Esto nos dice en Ciencia viva  al plantearse una pregunta que no responde a una mera curiosidad intelectual, sino a una necesidad vital, porque de su respuesta depende cómo afrontar nuestra existencia no sólo en el plano personal sino también en el que atañe a nuestra especie. Si queremos tener una oportunidad de afrontar de forma inteligente los grandes desafíos globales que ya se le plantean al humán, la idea que tengamos de nosotros mismos, la acertada creencia de cuál es nuestro lugar en el cosmos es algo absolutamente necesario. Ignorarlo o, lo que es peor, creernos -irracionalmente-  entidades que están por encima de las leyes de la naturaleza abre las puertas de par en par al delirio suicida. En su libro titulado Lo mejor posible. Racionalidad y acción humana nos expone Mosterín el valor de la racionalidad entendida como método útil para una vida buena al tener por objeto minimizar los errores y maximizar los aciertos, y la importancia a tales efectos del saber muy por encima de las creencias; no obstante nuestro filósofo es muy consciente de que la racionalidad es un ideal que en el ámbito de la acción es arduo ejecutar como lo demuestra en su teoría material de la racionalidad práctica, en la que son reconocidas las dificultades derivadas, entre otras, de la complejidad psíquica de los humanes y de las limitaciones en el acceso a la totalidad de la información relevante para la toma de decisiones. A este respecto práctico, precisamente, reivindica nuestro pensador la utilidad de la filosofía, pues en ella ve el catalizador de esa conciencia cósmica, que es desde la que cabe la opción de enfrentarse con éxito a los problemas, oportunidades y dilemas que ya están presentes en nuestras vidas. Es –pienso yo– su forma de presentar esa razón vital de la que hablaba José Ortega y Gasset hace un siglo. Y es la prueba de que ese sentido de trascendencia intrínseco a la condición humana no es exclusivo de la irracional creencia religiosa –de tan perniciosos efectos secundarios, por otro lado–. El espíritu científico, que es el de la verdad, la precisión, la autoconciencia y la honestidad intelectual, es el mismo espíritu de la filosofía, el que inspiró la obra de Jesús Mosterín en la búsqueda de una cosmovisión global que nos permitiese a todos alcanzar la sabiduría necesaria para gozar de una vida buena.


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