Libardo García Gallego •  Opinión •  21/10/2017

La ultraderecha impone el odio y la muerte

“El turbión que estremece a mi pueblo, oprimido y violado por ley, me coloca el fusil en la mano y me llena de una nueva fe”. A este coro que se escuchaba hace años, seguramente hoy sólo hay que cambiarle lo de “me coloca el fusil en la mano” por “me coloca la mente en la boca” porque las demás afirmaciones siguen vigentes.

Es un himno que describe a Colombia cuando nos enseñaban que: “Aquí las condiciones objetivas para la revolución están dadas, pero no existen condiciones subjetivas”. Los de abajo, los del estado llano, tienen suficientes motivos para insurreccionarse en demanda de sus derechos, pero el doping, la alienación, la ignorancia, el miedo, los frena y terminan aceptando sumisos la voluntad de los explotadores, de los amos, de los dueños del país.

El panorama actual: corrupción generalizada, asesinatos de exguerrilleros y líderes populares, pobreza, miseria, desempleo, delincuencia, atracos, violaciones, hurtos, carestía, salud para los que tienen dinero, baja calidad educativa, concentración desmedida de las riquezas, sometimiento a las órdenes imperiales, edificios y obras que se caen sin estrenar porque no cumplen las normas de construcción, licencias otorgadas a multinacionales para que destruyan el medio ambiente sano, miles de millones robados al erario. Estas son las noticias de cada día y el Estado en lugar de dar soluciones se limita a asesinar, a tapar, a reprimir, a hacinar en inmundas ergástulas a los más alejados y a perdonar y darles casa por cárcel a los más cercanos.

La mayoría de los candidatos a los puestos estatales prometen erradicar todos estos males y cuando obtienen el puesto traicionan a sus electores y se colocan a disposición del gobierno burgués. ¿Si hasta en las Altas Cortes de la Justicia, en los entes de control y en las Fuerzas Armadas reina la corrupción, qué puede esperarse de los niveles inferiores, del Ejecutivo y el Congreso, saturados de delincuentes?

Quien esto escribe hace más de 60 años viene observando la misma situación en Colombia. Digo mal, no la misma sino cada vez peor. Las castas tradicionales constituyen la burguesía, la cual se divide en un ala más moderna, militante de la derecha, y otra retardataria, fundamentalista, violenta, intransigente, fascista, la ultraderecha. Ambas trabajan confabuladas con organizaciones criminales “clandestinas” que ellas mismas han creado. Para ellas los revolucionarios alzados en armas, amparados en el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, son los delincuentes, los criminales, mientras que sus protegidos, los paramilitares, son inocentes, así estos sean responsables de la mayoría de los crímenes. Manejan la doble moral: de un lado se presentan como beatos, defensores de la tradición, la familia y la propiedad, y del otro odian, amenazan y asesinan a quienes luchan por la justicia, la igualdad social y la auténtica democracia o simplemente se oponen a su ideología y su política.

Todo indica que los Acuerdos logrados en La Habana serán “hechos trizas” y que la tarea que espera a los exguerrilleros y a quienes aspiran a construir una Colombia diferente es tan difícil y descomunal que parece imposible de cumplir, debido a la paupérrima situación en que se encuentran las armas intelectuales del pueblo frente a los gigantescos aparatos ideológicos del Estado, mediante los cuales nos mantienen engañados.

Una vez más los de abajo son traicionados, toda vez que los Acuerdos contienen innumerables puntos en favor de los débiles, de los agricultores sin tierra, de los trabajadores, de los desocupados y al volverlos trizas se pierde lo pactado en Cuba.

Así lo pronostican la unión de Cambio Radical con el anticomunista Centro Democrático más la indiferencia y ausencia de compromiso con el proceso hacia la paz de los mal llamados candidatos de centro. Ojalá me equivoque y triunfen los defensores de los Acuerdos y de la paz con justicia social.

Armenia, 20 de Octubre de 2017
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