Eduardo Rothe •  Opinión •  28/01/2017

Donald Trump y la revolución norteamericana

Trump marca el inicio de una época que irá más allá del populismo de su discurso de toma de posesión: “El 20 de enero 2017 será recordado como el día en que el pueblo volvió a mandar en esta nación” pues “No es la transición de poder de un presidente a otro, de un partido a otro…sino de Washington D.C. al pueblo”

Que Trump vaya a ser Hitler o Franklin Delano Roosevelt, no depende de él sino del tigre que cabalga; y su gabinete del Dr. Caligari demuestra que está descubriendo lo que dijo Charles De Gaulle: “El poder es la impotencia”.

Aun así, Trump marca el inicio de una época que irá más allá del populismo de su discurso de toma de posesión: “El 20 de enero 2017 será recordado como el día en que el pueblo volvió a mandar en esta nación” pues “No es la transición de poder de un presidente a otro, de un partido a otro…sino de Washington D.C. al pueblo”, porque “Lo que de verdad importa no es cuál partido controla el gobierno, sino si el pueblo controla o no al gobierno.” Tiempo tendrá para arrepentirse de sus palabras.

Para entender cómo llegamos a esto, hay que saber que el neoliberalismo y la globalización no sólo afectaron a los países del Tercer Mundo, sino también a los países desarrollados y, de una manera más grave y trascendente, a los Estados Unidos que, irónicamente y porque eran quienes más tenían que perder, terminaron siendo la gran víctima de lo mal que bautizaron como “Proyecto del Nuevo Siglo Estadounidense” (Project for the New American Century PNAC), para la dominación suprema, militar y económica, de la Tierra, el espacio y el ciberespacio por parte de EEUU, y su intervención en los problemas mundiales (Pax Americana), es decir la defensa de los intereses de las empresas norteamericanas. Pero las grandes corporaciones globalizadas ya habían dejado de ser propiamente estadounidenses, y sus intereses poco tenían que ver con los intereses nacionales de los Estados Unidos y menos con los de su pueblo.

Desde hace un cuarto de siglo, el aumento general de los costos trajo la baja tendencial de la tasa de beneficio media de las empresas del mundo capitalista (salvo sectores privilegiados como el famoso “complejo industrial militar” o la tecnología de las comunicaciones) e hizo migrar el gran capital hacia la especulación financiera. Cada vez había menos líquido y más burbujas, donde era más difícil flotar, con el consiguiente hundimiento del nivel de vida y el deterioro de la infraestructura en los EEUU.

El pueblo estadounidense, dominado por la prensa escrita que dice a las minorías cómo deben pensar y por la televisión que impide a las mayorías hacerlo, ha vivido más que ninguno en la versión mediática de sí mismo, dominado por una idea del mundo que así es, por lo tanto, un mundo a la merced de una idea. Y esa idea se transformó, imperceptiblemente al principio, en la hoy naciente nueva “Revolución Norteamericana”, que comenzó a gestarse por la derecha, en 2009, en la inconformidad y las protestas contra los impuestos, el rescate bancario y el gasto público interno y externo, con las manifestaciones del Tea Party  como respuesta a la Ley de Estabilización Económica de Urgencia de 2008, firmada el 3 de octubre del mismo año por el entonces presidente George W. Bush, y al paquete de estímulo fiscal, la Ley de Reinversión y Recuperación de Estados Unidos de 2009, firmada el 17 de febrero por el presidente Barack Obama. Y por la izquierda, en 2011, con las protestas y luchas reivindicativas del movimiento ‘Occupy Wall Street’ contra el 1% de la población que controla todo el poder y la riqueza. ‘Occupy Wall Street’ duró tres años y llegó a paralizar puertos de la Costa Oeste. Comentaba entonces el columnista Glenn Greenwald “¿Hay alguien que realmente no sabe cuál es el mensaje fundamental de esta protesta?: que Wall Street está rezumando la corrupción y la criminalidad y su poder político incontrolado en la forma de capitalismo de amigos y apropiación de las instituciones políticas, está destruyendo la seguridad financiera de todos los demás».

Significativamente, los organizadores originales de ‘Occupy Wall Street’ decían herederos del movimiento de ocupaciones del Mayo Francés, del 69 italiano y de la Revolución Portuguesa del 74, que marcaron en Europa la reaparición del proletariado en la historia.

La pobreza y el abandono de los estadounidenses, que afecta hasta a los soldados que pelean las guerras lejanas del Imperio, puso a los veteranos a marchar con Occupy Wall Street y el Tea Party. Pocos sectores de la sociedad quedaron al margen de la marea. La expresión partidista de esta gran inconformidad fue, por la izquierda, la candidatura demócrata de Bernie Sanders, y por la derecha la candidatura republicana de Donald Trump, y, claro, la derrota de la infame y ya inútil Hillary Clinton. Sanders y Trump, originalmente independientes, representan más allá de los partidos, las dos caras de la misma moneda: la respuesta política al gran descontento del estadounidense común. Y ya la revolución norteamericana ha causado las primeras bajas: los otrora “prestigiosos” grandes medios escritos, el New York Times, el Washington Post, Angeles Times, etc., y la cadena de televisión CNN, ahora acusada y condenada por mentirosa en su propia tierra.

Desde esta visión general, la asistencia a la toma de posesión de Trump no fue tan rala como se complacen en mostrar las fotos aéreas que exhiben sus contrarios: hay que incluir a más de un millón de mujeres que lo protestaban, 500 mil en Los Angeles, 200 mil en Washington DC, y en casi todas las ciudades del país, los disturbios, los detenidos, etc.  Estén a favor o en contra, para el pueblo estadounidense la llegada de Trump marca el regreso de la cuestión social y la lucha de clases, que no siempre se presenta como una la había imaginado: la Norteamérica profunda nos dice, con el lenguaje o bandera que escoja, que no se puede y no se quiere seguir como antes.

Hay quienes ven, en los dos campos de norteamericanos iracundos, en un país armado hasta los dientes, el preludio de la dictadura y una guerra civil, lo que no deja de ser un temor justificado a partir de la Ley Patriota. Pero es más probable que el pueblo de los Estados Unidos, práctico como ninguno, encuentre la manera de decantar sus diferencias secundarias y reformule su contexto político en un proceso democratizador constituyente. Los días tranquilos de la clase política de Washington, parasitaria y mantenida por los grupos de presión, han llegado a su fin. El gran rio social no correrá hacia arriba, y el ascenso de Trump nos acerca al momento en que, para los Estados Unidos, ya no será posible regresar al pasado. La Gran República del Norte sale, finalmente, del siniestro Siglo 20, y se inscribe en la gran revolución del milenio que despierta en Europa y ya camina por América Latina.

Fuente: http://www.telesurtv.net/opinion/Donald-Trump-y-la-revolucion-norteamericana-20170123-0036.html


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