Jorge Faljo •  Opinión •  01/07/2016

Migración a Europa: la ironía mortal

A pesar de que varias naves acudieron al encuentro de la patera que se hundía, avistada por mera casualidad, solo pudieron rescatar a 340 de sus pasajeros. Se cree que más de otros 300 se ahogaron. Esto ocurrió hace dos semanas en aguas intermedias entre Egipto y Grecia por donde hasta ahora no habían intentado cruzar los refugiados con rumbo a Europa.

Otras 700 personas murieron el 27 de mayo en tres naufragios frente a las costas de Libia. Las olas llevaron a la playa a 117 cadáveres, en su mayoría de mujeres y niños.

Ha sido una semana de horror, paradójicamente causada por el buen tiempo y lo calmado del oleaje. Esto dio la señal de arranque a miles de refugiados en espera de atravesar el Mediterráneo a partir de las costas de África. Lo hacen en embarcaciones hechizas, sobrecargadas en extremo. Cientos de traficantes se dedican a comprar barcos de mala muerte en los que embarcan hasta el tope a los desesperados, y muchas son familias, que pagan miles de dólares por una travesía de muy alto riesgo.

Europa aceptó prestarle 3 mil millones de euros a Turquía, además de otras importantes concesiones, para que cierre el paso a millones de refugiados provenientes de Siria e Iraq. Hace unos días el embajador turco ante la Unión Europea declaró que «es una ironía de la historia que seamos nosotros los que debamos detener la oleada (de refugiados), somos nosotros los que salvaremos a la Unión Europea”.

Esto es cierto más allá de lo que piensa el mismo embajador. Europa colaboró muy activamente al derrocamiento del régimen Iraquí y a la desestabilización de Siria. Demostró, con los Estados Unidos, que pueden destruir a sus enemigos pero no construir amigos. Lo hizo con la justificación de luchar contra dictaduras. La ironía es que ahora tiene que hacerse de la vista gorda ante los desplantes dictatoriales y sangrientos de Turquía (por ejemplo en su lucha contra los kurdos). La nueva situación pega directamente en la imagen ética de Europa.

Merkel, la canciller alemana propuso el año pasado recibir a 800 mil refugiados. Cómo motor industrial de Europa, con bajo desempleo, consideró que la medida daría el mismo buen resultado de integrar a su fuerza de trabajo a millones de turcos y a los alemanes empobrecidos provenientes de la antigua Alemania comunista. De ese modo la industria alemana abarató la fuerza de trabajo de sus propios obreros y, sumada a su papel de prestamista internacional, le permitió convertirse en la potencia industrial de Europa. Abrir sus puertas a los refugiados, en su mayoría jóvenes, reforzaría su modelo económico.

En esa dirección Merkel pretendió arrastrar a toda Europa; lo que no calculó bien fue que en los países de su periferia, en general deficitarios, en crisis, y con alto desempleo, la entrada masiva de refugiados crearía fuerte malestar. Más adelante, calibrando mejor la magnitud de esa marejada humana Alemania fue de los primeros países en cerrar sus fronteras.

El problema es que cerrar unas rutas lleva a que se abran otras de mayor riesgo, costo en vidas, y en dinero pagado a los traficantes. Cerrar la ruta turca aumenta fuertemente el sufrimiento de millones de desplazados sirios, iraquíes y afganos. Pero es sobre todo la imagen de un bebé muerto, rescatado de las aguas, lo que más tiende a sacudir la conciencia europea y a alimentar la disensión interna entre aquellos que prefieren atrincherarse y otros, como la intendente de París que ha decidido crear un «campo humanitario” en esa gran capital.

Más allá del derrumbe de las caretas morales el problema no es meramente político, sino económico. No solo son refugiados que huyen de la guerra sino otros que escapan de multitud de países en los que la población no encuentra medios de sobrevivencia. No porque en tiempos pasados no los hubiera, sino sobre todo porque sus medios de desarrollo han sido destruidos.

Las potencias industriales y las grandes empresas globales han exigido, para abrir paso a su producción, la apertura de los mercados nacionales propiciando la destrucción de los no competitivos. De esos espacios de destrucción de capacidades locales y regionales o de rapiña para apropiarse de los recursos naturales, surgen los millones de mexicanos que han emigrado, los centroamericanos que cruzan nuestras tierras y los millones de africanos que intentan escapar de las zonas arrasadas.

Europa recibió, a regañadientes, a más de un millón de refugiados el año pasado. Lo que no acarrearía muchos problemas si sus ciudadanos estuvieran satisfechos y boyantes. Pero llevan años de caída en sus niveles de vida, con incapacidad de dar empleo a su juventud, y con deterioro evidente de los servicios públicos. En esas condiciones no están dispuestos a compartir.

 Lo que está en juego va mucho más allá de la frágil unidad de Europa y de las tragedias de migrantes. Habrá que encontrar soluciones de vida para los millones que permanecen en sus lugares de origen. Y estas solo pueden basarse en fortalecerlos, aun y cuando el mercado globalizado exija su sacrificio.

 Jorge Faljo es articulista sobre temas de economía y sociedad.

Fuente: Adital

 


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