Pablo Francescutti, autor del libro ‘Teorías de la Conspiración’: “Los infundios en torno al Papa prosperan por lo opaco del Vaticano, parecido a una sociedad secreta”
En un mundo sujeto a múltiples incertidumbres económicas, políticas o sanitarias, las teorías de la conspiración proliferan y millones de personas se aferran a ellas. El último libro del antropólogo y sociólogo Pablo Francescutti, ’Teorías de la conspiración’, ahonda en cómo han evolucionado y por qué calan los complots como mensaje.

Desde la primera frase del libro ’Teorías de la conspiración. Historia y sociedad a través del prisma del Complot’ (editorial Comares), Pablo Francescutti nos pone ante el espejo de lo que somos y ’pecamos’: “En algún momento de la vida todos hemos creído en un complot; y lo más probable es que volvamos a creer en algún otro”.
Puede ser difícil de admitir, como él mismo afirma, pero tan real que está presente y extendido en todas las épocas y ámbitos de la sociedad. En las páginas de esta publicación trata de explicar cómo nos atrapan las teorías conspiratorias y sus consecuencias.
Francescutti es antropólogo social, doctor en sociología y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos, además de colaborador habitual de medios de comunicación.
¿Cómo han evolucionado las teorías de la conspiración desde el siglo XVIII hasta la actualidad?
Tales teorías surgen basadas en la razón y en la conciencia de la capacidad humana para hacer la historia, pues no recurren a dioses ni demonios; pero emplean la racionalidad de un modo peculiar: sostienen que la historia la dirige una malvada minoría oculta, la causa de todos los males. En las primeras versiones, dicha minoría era un cuerpo extraño a la sociedad (masones, judíos); después, se diseminaba por todas partes (comunistas); posteriormente, movía los hilos dentro del Estado (la CIA, el Estado Profundo, etc.). Actualmente, todas estas narrativas coexisten.
¿Qué funciones sociales cumplen en diferentes contextos históricos y políticos?
Identificar chivos expiatorios; simplificar realidades complejas; echar la culpa a otros de los fracasos propios; o movilizar a la población en pos de determinados objetivos. Así, el nazismo culpaba a los judíos de todas las desgracias de Alemania; el franquismo achacaba la Guerra Civil al complot bolchevique-judeomasónico; la Iglesia atribuía a la masonería la pérdida de sus privilegios; y el rumor de que la aristocracia francesa incendiaba los cultivos para especular con el cereal empujó a los campesinos a acabar con el feudalismo. Extraordinariamente maleables, han sido utilizadas por la derecha, la izquierda y el centro; por gobiernos y opositores; por el establishment y por el pueblo llano.
En su libro, menciona que las teorías del complot ofrecen una comprensión sencilla de hechos complejos. ¿Cómo considera que estas narrativas afectan a nuestra capacidad crítica?
Estas teorías son hipercríticas en el sentido de que desconfían de las versiones oficiales de la historia y de los hechos. Esto no está mal, el problema es que inculcan un escepticismo desmesurado, como el rechazo a las instituciones sanitarias y científicas en la reciente pandemia.
¿De qué forma condicionan nuestra interpretación de la realidad?
Una cosa es el espíritu crítico, que distingue las fuentes dudosas de las fiables, y otra el escepticismo indiscriminado en todos los expertos. A la vez, las citadas narrativas fomentan una credulidad total en hechos y propuestas no contrastadas: desconocen a la OMS y aceptan la hidroxicloroquina del charlatán Didier Raoult. Su escepticismo radical y contradictorio no permite entender realidades complejas. Afirmar que la covid-19 fue inventada o exagerada no ayuda a comprender el origen de las pandemias y menos a prevenirlas. Atribuir a una única causa hechos con un origen diverso tampoco nos conduce por buen camino.
¿Qué métodos considera más efectivos para refutar las teorías conspirativas sin reforzar la desconfianza hacia las fuentes oficiales y científicas?
Se apuesta mucho por la refutación factual: demostrar que los supuestos hechos en los que se basan son falsos, la especialidad de los ‘fact-checkers’. Puede resultar eficaz con personas que no sean conspiracionistas empedernidas, pero no con quienes ven el mundo en clave de complot, una pequeña minoría que difícilmente cambiará su visión de las cosas.
¿Cuál sería la fórmula para atajarlo más de raíz?
Los esfuerzos deberían centrarse en los primeros e ignorar a los segundos. Mejorar los conocimientos científicos de la población a través del sistema educativo y la divulgación puede ayudar (se han hecho talleres en colegios para distinguir las explicaciones fundamentadas de las conspirativas), pero no servirá con fenómenos nuevos que la ciencia aú*n no puede responder y abren resquicios por los que se cuelan tales teorías. Hay que aceptar los límites de la refutación. Convendría centrarse en combatir las que fomentan el racismo o la xenofobia, y dejar de lado las menos dañinas, como el complot mundial de los reptilianos.
En torno incluso a atentados como el 11S en Nueva York o el 11 M en Madrid se han propagado estas teorías, con pruebas irrefutables de su autoría. ¿Qué elementos sociológicos explican la persistencia de estas conspiraciones incluso frente a pruebas contundentes en contra?
Una razón es el sesgo de confirmación: preferimos explicaciones que confirman nuestras ideas o prejuicios a las que las contradicen. Otra razón tiene que ver con las funciones de dichas teorías. Si reafirman nuestra personalidad; si ponen un orden, aunque sea absurdo, a la caótica realidad; si nos liberan de responsabilidad echando las culpas a otros; si crean lazos sociales; si nos entretienen; si sirven a los gobiernos para perseguir a los disidentes, y a los opositores para desestabilizar a los gobiernos; en fin, si desempeñan estas funciones difícilmente decaerán, por más pruebas contundentes que las refuten.
Es verdad que a veces la realidad puede imponerse: la derrota de la Alemania nazi acabó con la creencia de sus habitantes en el complot judío; pero no evitó que en otras naciones esa fabulación siguiese gozando de popularidad.
Habla de los mil asesinos de Kennedy en su libro, pero incluso con el actual presidente Trump, que sufrió un disparo en un mitin en Pensilvania recientemente, se ha hablado de ‘montaje’. ¿Cómo podemos discernir los hechos fidedignos del pasado si la propia actualidad se vuelve ininteligible?
Cuando no podemos ponernos de acuerdo sobre la existencia de un hecho, como el alunizaje, la discusión se torna imposible. ¿Cómo debatir la masacre en la escuela Sandy Hook con el influencer Alex Jones, que alegó que era un montaje con actores? De todos modos, el punto fuerte de esas teorías no son los hechos, que pueden probarse o desmontarse, sino sus interpretaciones, ya que estas pueden ser verosímiles, inconsistentes, etc., pero no son verdaderas ni falsas. Ahí es más difícil pillarlos.
¿Alguna estrategia para mitigarlo?
Pasaría por acercar los expertos al público para debatir sobre el pasado o las estelas de los aviones, el cambio climático, las vacunas y otros temas distorsionados por el conspiracionismo. En Corea del Sur, hubo experiencias de ese estilo sobre los efectos del 5G con resultados positivos.
¿Qué papel tiene el sesgo de confirmación en la aceptación de teorías como que ‘los medios están todos comprados’ o ‘nos ocultan la verdad’?
La desconfianza en los medios se asienta en bases reales. En innumerables ocasiones se han publicado noticias falsas o distorsionado los hechos en función de agendas políticas o económicas. Los mismos medios denuncian sin descanso las mentiras de sus competidores. Por añadidura, las cabeceras más rigurosas se ven afectadas por la pérdida de credibilidad de las instituciones iniciada en la segunda mitad del siglo XX. No resultará fácil que vuelven a recuperar la confianza del público.
¿Y el descrédito del periodismo, es intencionado?
Apuntemos que los conspiracionistas tienen una relación de amor y odio con el periodismo; por un lado, lo atacan; por el otro, lo imitan. Muchos adoptan los recursos del periodismo de investigación y quieren presentarse como el auténtico Cuarto Poder. En cuanto al sesgo de confirmación, sus promotores, mientras afirman que los medios mienten, citan las noticias que les convienen. Basta con ver cómo las historias conspirativas sobre la covid aludían a los escándalos farmacéuticos ventilados antes por la prensa. Mantienen, en definitiva, una relación parasitaria con los medios.
Con el auge de las redes sociales y la desinformación, ¿cómo prevé que evolucionará este fenómeno en las próximas décadas?
Difícil decirlo, aunque me atrevería a asegurar que el conspiracionismo no desaparecerá. Más preocupante que los bulos que circulan por las redes me parece el ‘conspiracionismo de Estado’: los falsos complots denunciados por gobernantes como Trump, Orbán o Putin. Ahora bien, como no se puede vivir en el escepticismo permanente, no descartaría que el hartazgo con tantas conspiraciones imaginarias provoque un bandazo hacia el otro extremo y se busque refugio en verdades dogmáticas como las que proporcionan las religiones o los nacionalismos.
La muerte del Papa y la elección de uno nuevo ha abierto un viejo caldo de cultivo para conspiraciones y mensajes apocalípticos. ¿Por qué nos atraen tanto?
Los infundios en torno al Papa prosperan gracias al opaco funcionamiento del Vaticano, parecido al de una sociedad secreta. La falta de transparencia siempre dispara las especulaciones. En cuanto a su atractivo, estas teorías son esencialmente relatos con buenos, malos y mucha intriga. Nuestra sociedad es muy aficionada al storytelling, y de ahí que nos seduzcan las explicaciones narrativas. La cuestión es: ¿sabremos inventar relatos refutativos más atractivos que los conspirativos?
Fuente: SINC