Prensa Latina •  Cultura •  01/01/2018

Alicia y sus maravillas en el Parque Central de Nueva York

La escultura tiene 11 pies de altura y los niños que así lo deseen pueden trepar y deslizarse, aunque Alicia y su corte de las Maravillas atrae también a los adultos en el Parque Central de Nueva York.

Alicia y sus maravillas en el Parque Central de Nueva York

La escultura tiene 11 pies de altura y los niños que así lo deseen pueden trepar y deslizarse, aunque Alicia y su corte de las Maravillas atrae también a los adultos en el Parque Central de Nueva York.

Buena parte de los visitantes que llegan ahora o en cualquier otra época del año a esta gran área verde ubicada en el medio de Manhattan, suelen preguntar por la estatua de Alicia en las casetas de información.

Desde 1959, ya no hace falta caer por una madriguera de exageradas proporciones para encontrarse con el Conejo Blanco, el Sombrerero Loco, el Gato de Cheshire o el Lirón.

Si bien cada quien pueda usar las amplias capacidades que Lewis Carroll dejó a la imaginación humana, aquel que se encuentra en Nueva York decide la mayoría de las veces corroborar los rasgos de su versión particular con las formas de bronce que esculpió José de Creeft.

Tal vez esta Alicia tenga algo de hispano: los historiadores cuentan que su creador -de origen español- se inspiró en la cara de su hija cuando hizo el rostro de la niña que enfrentó a la Reina de Corazones.

El diseño de la obra posee además muchas semejanzas con las ilustraciones originales del dibujante británico John Tenniel, utilizadas en la primera edición de Alicia en el País de las Maravillas.

Una patina recubre ahora el borde de los hongos estratégicamente situados para facilitar la escalada, las manos de la niña preferida de Caroll están pulidas por el roce y el reloj del Conejo Blanco tiene el brillo lustroso de los objetos que han sido mil veces frotados.

La línea más conocida del poema The Jabberwocky rodea en un círculo de granito el mundo inverosímil de Alicia, mientras ella permanece sentada sobre un hongo gigante, al parecer en uno de esos momentos en que encontró su tamaño justo.

Pocas veces está sola y de vez en vez aparece alguien que le disputa el espacio sobre el sombrero de la enorme seta, a pesar de las caídas o de los regaños de los padres.

El Conejo Blanco en su perenne prisa le acerca el reloj de bolsillo, pero allí sigue ella distraída -sin que nadie le reproche por eso-, mira con dulzura a su gata Dinah y sigue descansando con su broncínea calma en el Parque Central de Nueva York.


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